Era una corazonada. Estaba seguro de ello y el domingo, después de calcular que estaría durmiendo la siesta, lo llamé. Contestó al toque, como si supiera. Le pregunté cómo andaba y dijo, bien castizo, que de putamadre. Eso confirmó mi certeza y, de una, le espeté si había visto el recital. “Obvio”, respondió.
Esta vez compré la tarta de ricota en la panadería de mi barrio y partí para la casa de la calle Groussac, aquella que queda entre Ituzaingó y San Antonio de Padua y cuyo nombre eligió él como seudónimo para las notas que le hice hace ya un tiempo. En el camino me pregunté por qué volvía allí, qué tenía aquel hombre -casi con la edad del peronismo- que me obligaba a recurrir a él para tratar de entender este momento histórico cuando, se suponía, yo debería tener muchos más elementos de juicio que él por mi proximidad a los conflictos actuales. Deseché la pregunta, sin embargo. Groussac, en sí mismo, es el testimonio de toda una época y, sobre todo, de la percepción incontrastable de que ésta toca a su fin.
Me repetí esta sentencia para corroborar si, en verdad, estaba en lo cierto. Pero algo me faltaba y lo intuí casi al abandonar el Acceso Oeste rumbo al barrio aquel de casas bajas, jardines sencillos, rumor lejano de trenes y esa antigua prosapia obrera que se niega a morir a manos de las modas arquitectónicas e ilusorias del consumo, como si éste fuera un derecho de ciudadanía. La proximidad de la casa de Groussac me sacó de mis pensamientos, máxime al verlo a él, apoyado sobre el tilo que le da sombra a la casa desde la vereda, pispeando para el lado por donde debía aparecer mi auto.
El abrazo hizo ruido. Guerrero de tantas batallas, Groussac pareciera conservar intacta la tensión de su musculatura que uno siente sobre la espalda propia con sus primeras palmadas. Por suerte no se me cayó la bolsa con la tarta de ricota y entramos. El perro hizo su fiesta de bienvenida.
Sobre la mesita del patio él ya había dispuesto el termo y el mate montado, así que nos sentamos ahí, uno frente al otro, en los viejos sillones metálicos de jardín que se obstinan en mantener un color de esmalte reciente. Le conté que la semana pasada había estado por la Mansión Seré para despedirla a Norita Cortiñas y que había pensado en darme una vuelta hasta su casa para saludarlo. “Sí, queda cerca de aquí, del otro lado de la Rivadavia”, dijo y fue hasta la cocina para traer un cuchillo y un par de platos. “De yapa se fue la Lita Boitano. Se ve que estamos en una temporada de salida, que lo parió”, agregó como si hiciera falta y me acordé de Coy, mi amigo, que suele usar esos giros para no hablar de la muerte. Luego, como si el aserto fuese una mosca molesta que debiera espantar, soltó: “¿Viste que la casa del Indio queda también cerca de aquí, en Parque Leloir?”. Cabeceé y aproveché para preguntarle, de nuevo, si era cierto que ayer había visto el recital de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado en el Diego Armando Maradona de La Plata. “Obvio”, volvió a decirme, quizá entre sorprendido y molesto por mi inesperada incredulidad.
Supo, gracias a uno de los pibes que por las noches se juntan a tomar fernet con coca, en la esquina de su casa, que el recital sería transmitido en directo por YouTube. Ahí nomás, como para provocarlo un poquito y con una media sonrisa le pregunté si él veía programas muy seguido en YouTube. Ni se inmutó: sí, veía documentales, sobre todo los de cacerías de jabalíes y ciervos. “La cantidad de guita que paga esa gente para matar bichos no tiene nombre”, aseguró, pero no había ahí un precepto conservacionista ni ecologista, tal como lo comprobé de inmediato. “La cultura que impone el dominio del capital obliga a pagar para poder matar cuando matar, para algunos, es un artículo de lujo. En cambio, hay otros que te matan de hambre, derecho viejo, y sólo tienen que esconder los alimentos en galpones. Pero para matar siempre hay que pagar, eh”, aseveró mientras sacaba la tarta de la bolsa plástica.
Me digo para mis adentros -copiándome de mi hermana- que Groussac es un “escondedor” -así dice ella de mí. El tipo te encara con un tema, vos te enganchás y, de repente, te sale con una gambeta que Diego o Leo envidiarían. Aproveché su propia finta y le pregunté por el recital, cosa de salir yo también para otro lado. Groussac, paladeando todavía el primer bocado de tarta y sin dejar de limpiarse con los dedos el soplo de azúcar impalpable que le había quedado en la comisura de los labios dijo, casi con un suspiro, que eso marcaría un antes y un después. Le pregunté si hablaba del Indio Solari y me miró extrañado. No, no hablaba del Indio: “Ése ya se convirtió en un highlander, no se muere más. Me refiero a los pibes, los que llenaron el Maradona, y a algunos veteranos como yo, que hicieron el pogo más grande del mundo cantando ¡No se vende, la Patria no se vende, la Patria no se vende! Y attentti con esto, eh: la consigna no la bajó ningún político, eh; fueron ellos, solitos su alma, los que se largaron a cantarla”.
Ahí está mi intuición, la que barrunté en el camino, me dije.
--Che, ¿te noto esperanzado o es una ilusión óptica?, arriesgo.
--Estamos en una transición dolorosa. Hay gente que anda de luto y ni siquiera se da cuenta. Llegamos a un nivel de fragmentación y de ausencia de orientaciones claras que ahora cuesta un laburo enorme encontrar un horizonte y, sin embargo, mirá a los pibes en el recital. En medio de tanta crueldad institucionalizada desde arriba; con un tipo que lleva la banda presidencial cruzada sobre el pecho y, sin pudor alguno, te dice que admira a Thatcher, a Netanyahu y a Bukele; con gente que anda como espantajos famélicos hurgando en los tachos de basura y durmiendo en las veredas del desamparo; con todo eso a cuestas los pibes encuentran un punto de sutura: la Patria no se vende. ¿A vos te parece?
--¿Transición a qué?, le pregunto y lo miro fijo para que sepa que no voy a comerme ningún amague.
--Una de dos. O estos tipos nos mandan de nuevo a la época de las cavernas, donde no podías confiar ni en tu propia sombra, o de este piberío sale una nueva generación de revolucionarios que, por tenerle miedo a algo, eligen temerle a perder la Patria. Ahí está el fundamento de su rabia y de su alegría: se amuchan porque se pudrieron de que les digan qué tienen que hacer, qué tienen que decir y qué camino tomar cuando estos vampiros vienen por toda la sangre, sin hacer distingos ni consideraciones. Por eso cantan y bailan juntos, y por eso tampoco esperan a nadie para hacerlo.