Se suelen caracterizar ciertos discursos retrógrados, reaccionarios o conservadores que el neoliberalismo y su variante libertaria despliegan a diario como propios de la Edad Media. Sin objetar que en tal período histórico existieron hábitos, políticas y poderes constitutivos de un orden asfixiante, convendría matizar tales opiniones con el fin de no disimular --con una comparación poco pertinente-- la monstruosidad con que hoy el capitalismo atraviesa las más elementales normas de la convivencia humana. Lo que está en juego es una concepción optimista de la historia por la cual el advenimiento de la ciencia y la democracia en los últimos siglos supondría de por sí una convivencia más amorosa, tanto entre las personas como para con el planeta que nos alberga. Lo cierto es que basta prestar atención a las atrocidades que proponen algunos filósofos en este siglo como al uso que se le otorga la inteligencia artificial como para interrogar de manera serias y comprometida eso que llamamos progreso.
Luego, a las atrocidades que la ultraderecha comete a diario se las tilda de la Edad Media, como si tales aberraciones contradijeran alguna ley que asegurar el natural progreso de la civilización. Todos los datos contradicen esta perspectiva muy afincada sin embargo en el sentido común. El gobierno argentino es un peligroso y triste ejemplo de un exabrupto anticivilizatorio de impredecibles proporciones cuya brutalidad amenaza el sentido crítico, la reflexión, el pensamiento y al lenguaje mismo en tanto elemento que nos distingue del resto de las criaturas de esta Tierra. De hecho, hace pocos días, las Facultades de Humanidades de las Universidades nacionales del país se unieron para luchar contra el infame ajuste que, no por nada, el gobierno dirige contra la educación pública en general, y contra los estudios sociales en particular. Lo cierto es que basta ubicar el decisivo rol que al estudio y la reflexión sobre el lenguaje le tocó en el surgimiento de la institución Universidad durante finales de la Edad Media para colegir que tal período histórico cuenta con luces suficientes como para iluminar la oscuridad que hoy pretenden imponer la actual versión del capitalismo.
Tomemos por ejemplo la gesta Pedro Abelardo. Nombre señero. Habitante de París. Maestro. Daba clases públicas. El saber en la calle. Siglo XII. Alta Edad Media, como se suele llamar a las centurias con que se iniciaba el segundo milenio de nuestra era. Hablar como sinónimo de libertad. De pensar, de dudar. De investigar. De discutir. De estudiar. Así empezó eso que hoy llamamos Universidad.
El saber en la calle. Un saber que no se lleva bien con la propiedad privada. Ni con lo estereotipado. Abelardo sostenía sobre el lenguaje una perspectiva opuesta a la que --Platón mediante-- había prevalecido durante siglos: el realismo. O sea: que en la palabra está la Cosa misma. Eso mismo que a Borges le hizo decir que : “el nombre es arquetipo de la Cosa, en las letras de la palabra 'rosa' está la rosa y todo el Nilo en la palabra Nilo”. Pero, respetuoso del carácter cuestionador de Abelardo, también declaró su tesis opuesta: “El arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es platónico”. Es que nuestro escritor, además de pícaro, contaba con una rara virtud: sabía saber. Podía albergar la diversidad, la contradicción, ese conflicto que otorga vitalidad a la existencia y que no le rehúye a nuestra esencial inconsistencia e ignorancia. Ese mismo rasgo por el cual la Verdad absoluta es solo patrimonio del delirio. Por eso el saber, la investigación y el estudio están ligados al nombre Universidad. Por la diferencia, el conflicto, la diversidad y en especial la apertura que su origen le imprimió en las calles. En plena Edad Media.
Bueno es recordar también algunos aspectos de la denominada querella de los universales. Tal como ya mentamos más arriba, la misma refiere a la contienda entre dos distintas maneras de abordar el lenguaje: la corriente realista que abogaba por la efectiva existencia de arquetipos que amparan a los individuos que pertenecen a una clase, y por otro el nominalismo --en la que Abelardo revistaba-- cuya tesis pone el énfasis en la existencia de sujetos individuales al tiempo que rechaza toda existencia efectiva de arquetipo o esencias. De hecho, en su versión más extrema, el nominalismo (Roscelino) considera que una palabra no es más que un soplo de aire en la voz.
Lo cierto es que desde entonces el pensamiento ha producido distintos desplazamientos que, según los casos, han adoptado posiciones más realistas o nominalistas. Por ejemplo, la “teoría de las ficciones” de Jeremy Bentham postula que la conducta humana está determinada por construcciones de lenguaje que no van más allá de ser ficciones legales. Sucede que autores como Richard Rorty --cumbre del pragmatismo norteamericano-- se inclinaron por un nominalismo que borra la capacidad referencial del lenguaje. Confunden real con la estructura de ficción propia de la verdad hecha de palabras. La consecuencia política de esta perspectiva es el denominado pacto de los ironistas liberales. Dice Rorty: “Ironista’ designa a esas personas que reconocen la contingencia de sus creencias y de sus deseos más fundamentales: personas lo bastante historicistas y nominalistas para haber abandonado la idea de que esas creencias y esos deseos fundamentales remiten a algo más allá del tiempo y del azar. Para el ironista liberal no hay respuesta alguna a la pregunta ¿por qué no ser cruel?, ni hay ningún apoyo teórico que no sea circular de la creencia de que la crueldad es horrible... El que cree que hay para las preguntas de este tipo respuestas teóricas bien fundadas --algoritmos para la resolución de dilemas morales de esa especie-- es todavía, en el fondo de su corazón, un teólogo o un metafísico. Cree que existe, más allá del tiempo y del azar, un orden que determina el núcleo de la existencia humana y establece una jerarquía de responsabilidades."
Esto es lo que permite despedir una persona de su trabajo y desearle que encuentre el camino de la felicidad, habida cuenta de que lo que es cruel para el desocupado puede no serlo para el empresario; o, de la misma forma, reducir el haber de los jubilados habida cuenta de que las personas mayores van camino a la muerte. Desde ya, esta escisión entre palabra y referente, entre semblante y real, constituye la condición para que el único real admitido con que sostener una convivencia civilizada sean los mapas que aportan las neurociencias o el Chat GPT, tal como hace pocos días una influencer libertaria presentó para atender la salud mental de la población.
Para terminar: vaya como ejemplo una síntesis de la usina de pensamiento con la que los Ceos de las corporaciones y dueños del mundo digital nutren sus planes. William MacAskill, el filósofo preferido del magnate Elon Musk, dice: “El mundo está en crisis terminal y el cambio climático es irreversible. Ya es tarde para todo, salvo para que una pequeña minoría sobreviva. Los demás, la humanidad entera, está perdida. No hay que pensar en las personas, sino en la especie. Una pequeña minoría debe sobrevivir para recrear el mundo gracias a la inteligencia artificial, cuando todo haya explotado”. Desde ya, quien enuncia esta monstruosidad se considera parte de la pequeña minoría con derecho a salvarse del exterminio. En suma, maravillas del siglo XXI que poco honor le hacen a la Edad Media.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.