La diócesis de Humahuaca y el episcopado argentino despiden por estos días al padre Pedro Olmedo, obispo emérito de la Prelatura de Humahuaca, después de 52 años de compartir vida, angustias y esperanzas con la gente de la quebrada y puna jujeña y valles andinos de Salta. Junto a los padres Miguel y Carlos, claretianos españoles, llega a su fin la misión compartida que durante décadas fuera referencia de una Iglesia comprometida con los más pobres en el norte argentino.
Quienes vivieron o pasaron por esas alejadas tierras, inhóspitas y tantas veces olvidadas, recuerdan y reconocen la labor del padre Olmedo. Desde las personas más humildes, trabajadores públicos, dirigentes de organizaciones comunitarias hasta funcionarios expresaron en sus despedidas el profundo dolor que les produce su partida.
Pedro fue un amigo cercano a todos, pasó haciendo el bien sin descanso ni pereza por todos los rincones y comunidades, aunque ello le demandara horas de viaje por caminos remotos o senderos de mula. Seguramente todos guardan en su corazón alguna anécdota o recuerdo, escucha o consuelo desde su fe y alegría, cuando participaba en alguna reunión o al celebrar de partir del pan o anunciar el Evangelio.
Llegó desde España en barco en 1972, siendo muy joven y recién ordenado sacerdote, a Mina Pirquitas, a 4000 metros de altura en la puna jujeña Seguramente sintió el impacto y contraste de culturas y posibilidades con su Sevilla natal, ya que eligió adentrarse en lo profundo de esa tierra y compartir el trabajo con los mineros. En 1978 integró una comunidad misionera mixta con una familia, niños y laicos; ofició como párroco en Iruya (Salta) y durante diez años trabajó en el área de la salud pública con agentes sanitarios. Así fue como caminó entre altos cerros, quebradas y ríos para visitar a cada familia, promover la salud o detectar tempranamente enfermedades. Con gracia y humor, era común escuchar cómo unía en sus sermones la palabra de Dios con la necesidad de clorar el agua o de hacer letrinas.
Esa inmersión profunda en la vida de los pobladores en condiciones de extrema pobreza, ignorados o desvalorizados durante siglos por los poderosos, sin dudas lo llevaron a ser un obispo diferente. Era común verlo llegar a alguna lejana comunidad en caballo y poncho, viajar en la caja de una camioneta por los caminos de la puna o de vaqueros acompañando a la gente en algún reclamo ante gobernantes. Celebraba misa, confesaba o bautizaba (¡rezaba un rosario más corto!) al tiempo que defendía a las mujeres ante la violencia machista, o acompañaba a los dirigentes comunitarios en las gestiones por los títulos de las tierras que habitaban desde siempre y por la cuales les cobraban arriendos. Siempre estaba dispuesto a apoyar emprendimientos comunitarios para conseguir recursos para espacios de capacitación o proyectos de promoción social. Igualmente, estuvo presente haciendo campaña por el ingreso ciudadano para la infancia o en la reforma de la Constitución de 1994 para lograr el reconocimiento a la prexistencia de los pueblos originarios y sus derechos.
Obispo compañero y amigo de sus hermanos religiosos o seglares, permitió que los habitantes de esas tierras tuvieran la experiencia de una manera diferente de ser cristianos. Insistía en que la responsabilidad no era solo catequizar o repartir sacramentos, sino descubrir las semillas del Reino presentes en los otros, en sus culturas o en sus modos de vivir, y desde ellas sostener un compromiso por la justicia y el bienestar de todos. No solo buscaba anunciar la dignidad de los hijos de Dios; también denunciaba las injusticias contra ellos. Su misión jamás significó imponer una doctrina o normas —tal como solía decir, “a los 3000 m el derecho canónigo se apuna”—, sino que daba testimonio de justicia, solidaridad y hermandad respetando las diferencias.
Bajo el pastoreo de Pedro y hermanos claretianos españoles, muchos aprendimos que es posible otra Iglesia, diferente de aquella encerrada en sí misma, que ignora o expulsa a quienes la cuestionan o que es manejada por algunos que, creyéndose superiores, hablan o deciden por todos. Aprendimos que cualquier persona sencilla necesita reflexionar sobre sus problemas familiares y sociales a la luz del evangelio y vivir lo transformador que pueden ser las pequeñas comunidades que comparten el pan y trabajan por los otros. Así, no hay obstáculos, distancias ni fronteras para lograr el buen vivir.
Hoy, en la diócesis de Humahuaca, cambiaron los tiempos y las condiciones. No solo de la realidad social, sino fundamentalmente de la cercanía y el modo en que se hace presente la Iglesia. Aunque muchos lo sienten y lamentan, difícilmente lo puedan expresar pública y colectivamente. Así lo vive Pedro, pero su cuerpo y salud le hacen saber que no puede ni le corresponde seguir por estas tierras. Y como siempre, junto a sus hermanos de misión, en una difícil y reflexionada decisión han decidido volver a su tierra natal.
El Pastor, al igual que sus compañeros, siempre estará impregnado del olor de sus ovejas, y ellas seguirán rumiando sus enseñanzas y sintiendo su ausencia. En cada lugarcito y comunidad de las tierras altas, hay personas que sobresalen por su compromiso y servicio a sus hermanos, por animar a todos a unirse y trabajar organizadamente sin divisiones para superar las infinitas carencias y necesidades. Ellos defienden a la madre tierra y los valores andinos ante los intereses mercantilistas, y priorizando tozudamente a los más débiles y sin medir costos o sacrificios estarán presentes en todo reclamo contra violencias e injusticias. Seguramente son los viejos animadores de la comunidad e incluso sus hijos quienes convocan a celebrar la palabra de Dios en la soledad y olvido de estas tierras lejanas. Son ellos, precisamente, quienes más lamentarán su partida.