Hace dos siglos, la Patagonia fue gobernada por una mujer tehuelche, hábil para negociar con los propios y más con los blancos que llegaban a sus costas. Su nombre era Wangülén. Muchos viajeros la nombraron en sus crónicas como La Reina, admirados de su sagacidad y liderazgo. No se sabe su fecha exacta de nacimiento, pero fue a fines del siglo XVIII. Desde muy joven ya se la veía mujer aguerrida, y no pasó mucho tiempo hasta tuvo al mando más de mil guerreros. Pero gracias a sus dones de negociación, su gente vivió en paz con los blancos hasta el día de su muerte.

Los navegantes le pusieron de nombre María La Grande, pero para los que vivían entre el mar y la cordillera, y de norte a sur, ella era Wangülén, que en lengua mapuche significa Estrella. Una mujer que brillaba por su inteligencia no había dudas de que era una guía, una referencia, de ahí que algunos tradujeran el nombre al español y la llamaran La Reina.

Uno con los que se cruzó fue el jesuita Nicolás Mascardi, a quien La Reina le había hablado de una ciudad habitada por gentes blancas con muchas riquezas. Al jesuita Nicolás se le iluminaron los ojos ya que, como otros tantos, estaba obsesionado en encontrar la ciudad de los Césares. Mascardi marchó guiado por ella hacia su tribu, donde le darían las coordenadas. Mientras, envió emisarios que le precedieran con cartas en varios idiomas, por las dudas que los Césares hubieran olvidado su lengua nativa.

Sabedor de esta confidencia, el padre Diego Rosales, superior de la Orden, autorizó a Mascardi para buscar la misteriosa ciudad y consiguió que el gobernador de Chiloé y el virrey del Perú, facilitaran los elementos necesarios para la empresa. Ya en tierra de La Reina, y pasado algún tiempo sin recibir respuesta a sus mensajes, el jesuita le reprochó a los tehuelches la tardanza, acusándolos de engañarlo.

Para entonces, Wangülén lideraba del estrecho de Magallanes a Carmen de Patagones y su poder de negociación era admirable de un lado y otro de la cordillera, organizando el intercambio de mercaderías para mantener la paz entre las naciones patagónicas. Con las selknam y yámanas trocaba carne, carpas usadas, perros, a cambio de pirita de hierro, algo muy preciado ya que era imprescindible para encender fuego.

En 1823 llegó Luis Vernet a la Península Valdés a cazar caballos. Se enteró que en el lugar vivían indígenas, lo que amenazaba arruinarle los planes. Pero cuando llegó el cacique principal, el marino no se encontró con el salvaje que esperaba. La que llegó era una mujer alta, de postura erguida, que le sostuvo la mirada y llegó escoltada por unos cuantos guerreros. La Reina Wangülén, con gran delicadeza, lo invitó a negociar porque los caballos eran propiedad de su gente, criados en sus dominios, y todo lo que ella pisara era de su nación. En aquellas latitudes de aguas heladas sin escapatoria, Vernet tenía un barco y una tripulación sin experiencia, y ella una escolta y una tribu. El marino no se llevó caballos. No sería su último encuentro con La Reina.

Siendo ya gobernador de Malvinas, en 1829 Vernet la invitó a visitar las islas y hablar de crear una factoría en la Bahía de San Gregorio. Ella accedió, pero con una comitiva y con su chamán. El gobernador le mandó un barco y lo primero que hizo La Reina al poner pie en tierra fue entregarle a la esposa de Vernet, como ofrenda, un quillango de guanaco pintado. A cambio, recibió un vestido azul. Nadie recuerda que lo usara en la visita, siempre estaba vestida a la tehuelche con una gran capa de cuero sobre los hombros. La primera noche, María Vernet tocó el piano, y La Reina le regaló un canto en su lengua. Los isleños de la época recordaron la presencia de la princesa tehuelche y su comitiva.

Otro navegante que quedó impresionado fue el escocés William Low, un lobero que había llegado en 1822 al archipiélago de Malvinas, para la explotación de pieles de lobos marinos. Ella había intervenido en persona en algunas de las negociaciones para aprovisionar los barcos. La Reina sabía que todo navío que llegaba a esas costas necesitaría en algún momento alimentar a las tripulaciones. El intercambio era carne de guanaco por cuchillos, espadas, monturas, frenos, fusiles, plomo, balas y vicios para los suyos.

Low terminó aprendiendo que allí se guiaban por el calendario lunar, y al partir le hizo entender a La Reina que volvería en cuatro lunas a comprar carne de guanaco. Pero el escocés volvió a los quince días y descubrió el enojo de La Reina, que lo trató de impuntual, le dijo que la carne no estaba lista y levantó tres dedos bien arriba y un cuarto por la mitad para ordenarle cuándo tenía que volver.

En su toldería de la bahía San Gregorio, en Chubut, el toldo más grande era el de ella, bien al medio del conjunto y con otro al lado, más pequeño, destinado exclusivamente para lo que obtenía de los blancos navegantes.

En la bitácora de su famosa expedición en el Beagle, acompañado del joven naturalista Charles Darwin, el capitán Robert FitzRoy cuenta una ceremonia en la que La Reina fue la guía. El marino remarcó la oratoria extraordinaria de la líder tehuelche, y que manipulaba un amuleto de madera antropomorfo. La ceremonia terminó con el rito de perforar las orejas para la colocación de aros a los jóvenes. La Reina lucía un gran tupu, el prendedor que sujeta el quillango, y un par de chaway, los aros redondos como la luna.

El australiano Phillip Parker King llegó a las costas el 1 de enero de 1827 para realizar un estudio hidrográfico. Conoció a La Reina Wangülén, que, en su saludo de bienvenida seguida de la negociación habitual, le habló un poco en castellano, un poco en inglés, e intercambiaron regalos. Antes de irse, el Comandante la retrató en lápiz envuelta en sus cueros, acompañada siempre de su gente a quienes La Reina les hablaba en lengua teushen.

La Reina Wangülén murió a los 53 años, en algún momento de 1840, rodeada de su nación. Los werkén, los mensajeros, salieron a comunicar la triste noticia por los cuatro rumbos. En su honor, la tierra se llenó de fogatas. De Carmen de Patagones al Estrecho de Magallanes, las Primeras Naciones, mapuche, tehuelche, selknam, chonos, williche, puelche, pikunche y otras, encendieron grandes fuegos por tres días y tres noches para despedir a la mujer que los había gobernado. En el ritual final, tal como era la costumbre, quemaron sus pertenencias, su apero y su quillango favorito, de cuero de zorro muy fino y suave.

Algunos no pudieron creer en su muerte y le pidieron al fuego sagrado que La Reina siguiera cabalgando por las tierras áridas del sur. Otros le pidieron que jamás se olvidara que tuvo a los blancos alejados y temerosos.