El escenario descubre dos David: el marrón, protagonista voluntario de la historia, y el de Miguel Ángel, desperdigado en pedazos por todo el espacio. Nuestro narrador, perdido entre las obras clásicas del Museo Nacional de Bellas Artes y sin saber "un pedo de arte", como él mismo confiesa, se cruza con un osito rubio que es su antagonista por excelencia: abogado, blanquísimo, soberbio, peludo y versado en arte argentino, especialmente en esas obras canónicas que han forjado un imaginario nacional tan Buenos Aires, tan europeo y estigmatizante. 

Rápidamente la calentura de las miradas se enciende aún más en el baño del museo, que a modo de tetera inusual atestigua un puñado de encuentros sexuales encargados de sellar el comienzo y el pronto ocaso de una relación intensa, idílica y bastante confusa durante los dos meses de su duración. 

Así es que David, en un relato que viaja de la comedia al grotesco, bordeando lo bizarro pero buceando en lo profundo, analiza su historia e identidad personal partiendo desde su infancia en su Jujuy natal hasta la ruptura de la relación con Juan, a quien consciente o inconscientemente observa como contrapunto para compararse y comprenderse a sí mismo en una nación excluyente y clasista que, cada día con mayor violencia, vuelve a insistir en el borrado de las identidades diversas como, en este caso, al David marrón y rosa, que tiene que verse justificando una y otra vez su propia existencia ante la sociedad porteña. 

“El David”, operador simbólico de los valores estéticos hegemónicos occidentales por excelencia, se vuelve así un espejo invertido de la identidad marrón del David argentino, en una Argentina que, hoy más que nunca, se mira a sí misma como blanca, clasista, europea, odiante, racista y con aires de "superioridad estética", esa de la que se jactan ciertos seres del inframundo local.

"¿Querés saber por qué te hice mierda, David?", suenan las palabras que primero le suelta Gudiño a la escultura más famosa del occidente blanco, destruida en su versión de réplica de yeso. 

Esa respuesta se transforma en el devenir de las experiencias narradas en escena, que a pesar de la seriedad de los tópicos que atraviesa tiene un tono de comedia desopilante, escurridiza y cuir hasta la médula, como un canto contra la maldición echada sobre las diversas identidades por esa “belleza clásica occidental” que se resiste una y otra vez al paso del tiempo, no por obra de la magia o del milagro del arte, sino por la operación política excluyente y conservadora que se deposita una y otra vez en los íconos de la “blancura” y la “perfección” como modelo a admirar, violentando con creciente alarma toda voz que se alza por fuera del canon. 

A esta altura de los acontecimientos y de las palabras no hace falta remarcar la brutal actualidad que “El David marrón” exhibe, armándose como una obra que cuestiona, critica, ironiza y profundiza sobre el aquí y ahora más cruel y delirante que nos toca vivir como individuos, en una época especialmente reivindicatoria del colonialismo en nombre de la “libertad”, bajo una política signada por la histórica y criminal blancura heteronormativa más rancia de nuestro ADN.

Funciones: viernes a las 21:30 en Dumont 4040, Santos Dumont 4040.