En 1981, aún en plena dictadura militar, se lleva a cabo en la ciudad de La Plata un Congreso Nacional de Derecho Procesal, bajo el impulso de un grupo de renombrados abogados y docentes, algunos de ellos con cierto activismo en los organismos de derechos humanos, quienes percibían la importancia de introducir un cambio de aire en la agenda del derecho que incidiera en la arena tribunalicia local y en las universidades del país, ante los tiempos de apertura que se avecinaban.

Augusto Mario Morello, Roberto Omar Berizonce, Eduardo de Lázzari y Samuel Amaral son algunos nombres de aquellos juristas responsables de traer de visita al país a uno de los procesalistas más importantes de Europa, el italiano Mauro Cappelletti (1927-2004), discípulo de Piero Calamandrei, autor –junto al sociólogo Brian Garth– de la obra universalmente conocida como El acceso a la justicia, la tendencia en el movimiento mundial para hacer efectivos los derechos (1978).

La disertación del maestro Cappelletti en La Plata debe considerarse un hito en la recepción de una serie de problemas que hasta entonces el positivismo jurídico consagrado en todas las casas de estudio del derecho no permitía visualizar: el pueblo no litiga en los tribunales, los que usan el sistema procesal son un reducido grupo que cuenta con capacidad económica de hacerlo. (Alfredo Palacios lo dijo en criollo en 1930: “A los pobres, el Código Penal de Carlos Tejedor. A los ricos, el Código Civil de Vélez Sarsfield”.)

La recepción del llamado “problema del acceso a la justicia” terminará dando lugar a la primera traducción al castellano en 1983 de la obra, a instancias del Colegio de Abogados de La Plata. Este grupo de procesalistas lograba introducir así una cuestión que para el clima de época sería bisagra. La apertura democrática exigía poner en discusión los modos y procedimientos que el derecho había validado, visualizar situaciones injustas, crear nuevas instancias para denunciar las aberraciones dictatoriales.

“El acceso efectivo a la justicia se puede considerar como el requisito más básico –el derecho humano más fundamental– en un sistema legal igualitario moderno que pretenda garantizar y no solamente proclamar los derechos de todos”. Tal vez sea esta frase la enseñanza más importante que se deriva del llamado “Proyecto Florentino” que implicó la colosal investigación de derecho y sociología comparada, en la que los padres del concepto de acceso a la justicia se embarcaron para demostrar que el formalismo jurídico dejaba en un callejón sin salida al Constitucionalismo social. 

Una nueva concepción del Estado moderno debía asumir la “dimensión social” de la ley en su aplicación, observando los obstáculos jurídicos, económicos, político-sociales, culturales y psicológicos que impiden o dificultan el acceso de muchos ciudadanos a las burocracias judiciales. La agenda del “acceso a la justicia” definida –entonces– por el dúo Cappelletti y Garth será tomada por muchos países como ejemplo de investigación empírico-teórica para avanzar en una serie de reformas sustanciales que tematicen los obstáculos y barreras, y permitan abrir, modernizar y democratizar las burocracias judiciales, para integrarlas a los sectores más postergados, y que el acceso efectivo al servicio de justicia (a la jurisdicción) pudiera ser utilizado como reaseguro de los derechos más básicos.

Y en esto, se podría decir que la reforma constitucional de 1994 fue señera, a partir de la incorporación de los tratados de derechos humanos, la constitucionalización del amparo, la introducción de los derechos colectivos; en términos generales implicó un avance en legislación protectoria, aunque con posteriores idas y vueltas jurisprudenciales.

Pero el gran obstáculo del acceso progresivo a la justicia es también su mero nominalismo. No por declarar que algo es un derecho, lo es. Es necesario, como bien dijo hace poco un cortesano, financiarlo. No hay derechos si el Estado no genera partidas para hacerlos valer. Por eso los avances en las agendas de derechos humanos, también implican serios retrocesos frente a estas concepciones. Ya desde fines del siglo XIX el liberalismo cree que el Estado no debe subsidiar la pobreza y menos hacerlo con decisiones de los jueces. Por eso las asimetrías entre quienes acceden a un tribunal y quienes no acceden, les resultan parecidas a quienes acceden o no al mercado. 

En esa creencia, es una suerte de divina providencia –o mano invisible– la que tarde o temprano compensaría aquellas asimetrías, y quien no accede hoy, lo hará mañana. Pero sin la ayuda del Estado. Es decir, gracias a los méritos de quien encuentre la fórmula de acceder a un juez. La fórmula según las nuevas versiones de aquel liberalismo (su anarco-versión) podría sintetizarse así: “ningún pobre se muere por no tener justicia, de alguna manera encontrará la forma de arreglar sus conflictos…”. El problema surge cuando, por estas concepciones, esos conflictos son resueltos por la violencia, o por el agenciamiento de organizaciones criminales que pasan a ocupar el lugar del Estado. El fenómeno no es nuevo y lo hemos visto en países cercanos.

Asistimos por estos días al desmantelamiento de áreas fundamentales para la atención de los derechos de los más vulnerables en los territorios. Se trata de las políticas de acceso a la justicia y derechos que desarrollan habitualmente los “CAJ” o Centros de Acceso a la Justicia del Ministerio de Justicia de la Nación; las reparticiones territoriales de ANSES (cierre de las “UDAI”); los Centros de Referencias “CDr” del Ministerio de Desarrollo (hoy Capital humano), etc. Claro que todo ello tiene correlato con el desfinanciamiento de comedores y desarticulación de todo tipo de redes de contención en lugares más desfavorecidos.

El abandono y desfinanciamiento de políticas efectivas de acceso y derechos humanos hacia los más vulnerables, es coherente con el mandato que ve a la justicia social como aberración y obstáculo. Por eso el derecho social moderno -en su versión nominalista y burguesa- está en crisis ante los pregoneros del ajuste fiscal y el fin del Estado. La crisis filosófica de esa modernidad jurídica es también un llamado a revisitar los modos de la lucha por hacer realidad los derechos y su efectivo acceso, tal como lo concibieron Garth y Cappelletti hace 40 años. Pues hay algo que allí ya no funciona, es viejo, los obstáculos son otros. Y el acceso dependería solo de tener y manejar los resortes del Estado.

Y también me refiero a que denunciar incumplimientos y regresividad en la aplicación de tratados y pactos constitucionales, no sería ya suficiente, sino solo un paso, un tránsito a la búsqueda de otro mecanismo de contingencia, menos nominal, una nueva forma de acercar el derecho a los que más sufren, que resida en la lucha real y viva de los pueblos.

Julián Axat, es escritor y abogado.