Los pasamanos tambalean custodiando la orilla en la cual solíamos buscar lo indecible del horizonte. Ahora esperamos ver algo en los cascarones parados sobre la línea imaginaria de las nubes haciéndose mar. O en los vuelos circulares de las gaviotas que perdieron las cifras del destino. O en estos resabios del salitre carcomiendo las tablas del muelle en el que solo él supo señalar el reguero de caracolas, de maderas y más signos de naufragios de los que se podían leer en el archivo general. 

A simple vista nada era como lo habíamos pensado. Si hasta la hondonada nos era inimaginable. Pero él con sus impulsos de navegante de bar insistió con que "El Smith" se había hundido allí, en esa dirección. 

Nosotros nos reíamos de la existencia misma del barco negrero caído frente a nuestras costas tres siglos atrás. Inventábamos para él los nombres gritados de emergencia por los marinos al tratar de salvar el oro humano del intercambio. Le recitamos de memoria, desde la primera vez, la ruta marítima trazada en la bitácora del capitán. Le decíamos que la aislaba en una campana de vidrio sellada al vacío para salvarla de cualquier posible lecho marino. Y le contábamos de la otra bitácora, la que dejaba a la vista de todos para ocultar las verdaderas intenciones, aunque siempre escribía en ella la verdad. 

Porque, y como le explicamos, la verdad siempre está allí para ser leída por los entendidos y para despistar a quienes creen en buscarla en hipotéticos más allá. Se lo decíamos con la esperanza de desarmar la idea absurda que expuso también frente al segundo de la embajada, quien le explicó en un idioma cruzado, no sin dejos de soberbia -no haber ninguno Smith-. 

Nosotros recordamos que fue días después, aunque otros dicen que fue en ese momento, cuando él mostró los grilletes arrumbados en los fondos oscuros de los depósitos municipales a donde lo había degradado su miedo inveterado al mar. TS decían las siglas brillantes grabadas al fuego de un yunque oprobioso.

El miedo que sentía por el mar era inigualable, a pesar de ser el mejor navegante teórico con su orientación sextante que le había dado la ceguera. Cuántas veces nos guiaba a cuadrantes impensados llenos de cardumen, con un sólo pulsar de radio, siendo que nunca se había salpicado ni en una tabla de barrenar. 

El miedo y no su velo le impedían acercarse a cualquier superficie que flotaba. Decía que nada puede dominarse si se mueve. Como aquella vez que no pudo ni limpiar el bote anclado a los postes de madera de la plaza mecidos por el viento. Tal vez por ver los grilletes negros accedimos al pedido suyo de traer cuantas sobras en las redes pudieran dar certeza a su teoría. 

Le traíamos botellas gastadas que él rápidamente las reconocía oriundas del basural contiguo a la costa y luego les continuaba el rastro hasta la despensa de alguno de nosotros, y también traíamos maderas que las sabía de los restos de mástiles de otros naufragios con sus dientes incrustados que nosotros clasificamos de esclavos y él los rebajaba a los restos de caracoles que eran. 

Fueron muchos años de objetos fallidos acumulándose etiquetados en los depósitos municipales. Tantos que la secuencia de los catálogos se usó para reconstruir un símil del lecho marino que permitió entre otras cosas, calibrar las primeras máquinas de mirar el fondo del mar que nunca consiguieron ver al Smith. 

El uso de los catálogos lo obligó a la soledad de buscar el barco negrero mirando desde los muelles sus mapas mentales que repetía como un rezo. Por momentos se lo escuchaba recitar no sé qué cambios en el arrastrar de las corrientes y en el golpear de las olas contra la escollera. 

Lo cierto es que le fuimos perdiendo la consideración cuando empezó con el berretín del sonido siendo la materia con la que se mide el paso del tiempo. Que la noción del tiempo estaba dada en el ritmo sucesivo de los sonidos tal cual como él se daba a clasificar el origen de las cosas según el resonar de diapasón de los materiales. 

Esa noche, si es que se puede definir un momento para eso, habíamos llegado al punto en el que nos habíamos olvidado de él y sus rezos. Al amanecer todo cambió y la imagen suya nos llegó arrastrada por la marea del desconcierto. 

Al despertarnos, el mar se había ido con sus orillas y sus gaviotas sin habernos dado ninguna señal, salvo los rezos de él, que se fue a buscar más allá de la hondonada el barco negrero dejando en la costa los grilletes brillantes. 

Desde que se fue ninguno de nosotros se atreve a entrar en estas arenas cargadas de silencio por miedo a que de repente se nos regrese el mar.