En todas partes los nuevos lectores de las clases medias bajas, los aspirantes a artesanos y los oficinistas engrosaron el número de usuarios de las bibliotecas de préstamo. La reducción gradual de la jornada laboral aumentó las posibilidades de leer entre las clases trabajadoras. A principios del siglo XIX, la jornada de 14 horas era habitual en Inglaterra, pero hacia la década de 1870, los artesanos londinenses trabajaban, por lo general, 54 horas por semana. En Alemania, en cambio, la reducción de la jornada laboral fue lográndose muy lentamente a partir de 1870. Poco antes de la Primera Guerra Mundial, la Oficina de Estadísticas del Reich señaló que el 96 % de los 1,25 millones de trabajadores cuyas condiciones de trabajo estaban reguladas cumplía una jornada laboral de menos de 10 horas. Por otra parte, el alumbrado doméstico mejoró cuando, en la década de 1830, las lámparas de aceite comenzaron a reemplazar a las velas, seguidas por las lámparas de queroseno después de mediados de siglo, y por la luz de gas a fin de siglo. Todos estos adelantos hicieron que la lectura fuera menos penosa.
Esas difíciles condiciones explican por qué el tiempo libre se dedicaba principalmente a la recuperación física, y por qué, al preguntárseles qué hacían en sus momentos de ocio, los trabajadores alemanes pensaban casi invariablemente en los domingos. Si bien les gustaba leer, su pasatiempo favorito –según la Verein für Sozialpolitik, importante sociedad alemana de economistas- era pasear al aire libre. De acuerdo con un estudio de hogares obreros de Dresde realizado en el año 1900, 16 de las 87 familias encuestadas no tenían ningún tipo de material impreso en el hogar. No obstante, había otras que poseían literatura socialista, diccionarios, enciclopedias y revistas ilustradas. La mitad de las familias consignadas por el estudio tenía alguna obra de literatura general, y el 10 % poseía clásicos como Goethe y Schiller. Muchos manifestaron su preferencia por las novelas de Émile Zola.
Los lectores más convencionales consumían los penny dreadfuls británicos o sus equivalentes estadounidenses, los dime novels. Los penny dreadfuls eran librillos que contenían historias de terror y aventuras, y se especializaban en las hazañas de bandidos célebres como Robin Hood o el bandolero Dick Turpin. Los dime novels, cuyos precursores fueron los editores neoyorkinos Erastus e Irwin Beadle, solían ser ediciones en rústica breves (de alrededor de 35000 palabras), que tenían portadas sensacionalistas. Por definición, costaban solo diez centavos de dólar y se vendían en los puestos de periódicos de todo el país. Entre sus tapas, vaqueros e indios luchaban por atraer la atención del trabajador o del adolescente que buscaba emociones literarias. El género literario ambientado en el Lejano Oeste norteamericano durante su conquista y colonización, cuya especialidad eran las historias de violencia en las fronteras protagonizadas a menudo por Buffalo Bill, gozó de gran aceptación en las décadas de 1870 y 1880, pero no todas las dime novels versaban sobre el Lejano Oeste. Estas publicaciones también comprendían novelas románticas y aventuras marinas, así como relatos ambientados en escenarios urbanos en el caso de las historias de detectives como los episodios de Nick Carter. El término dime novel pronto habría de aplicarse a toda clase de ficción de bajo precio, publicada entre 1860 y 1915 y destinada a entretener a las masas. La dime novel entró en decadencia en la década de 1890, y su éxito se desvaneció por completo con posterioridad a la Primera Guerra Mundial. Para entonces, los consumidores se habían volcado a otras formas de entretenimiento como las películas, la radio y las revistas conocidas como pulp fiction.
Este fragmento pertenece al libro Una historia de la lectura y de la escritura en el mundo occidental del historiador Martyn Lyons. Ampersand acaba de publicar la nueva edición en castellano actualizada y prologada por el autor.