“Esta historia comienza en marzo de 1852 en Bolonia, donde vivía la familia Mortara. Edgardo, el sexto hijo, tenía seis meses de vida. Bolonia pertenecía a los Estados Papales y Pío IX era el Papa-Rey”. La placa al comienzo de La conversión ubica al espectador en un momento específico de la historia italiana, tiempos en los cuales la Iglesia Católica Apostólica Romana aún dominaba una parte del país y su régimen de influencia política atravesaba las últimas dos décadas de existencia. Poco antes de que el Stato della Chiesa desapareciera formalmente, en 1870, y mucho antes de que Benito Mussolini diera luz verde para la creación de la Ciudad del Vaticano. Ese Edgardo que cita la frase es Edgardo Mortara Levi, el hijo de una familia judía que, poco antes de cumplir los siete años, fue quitado del seno de sus padres y trasladado a Roma. La razón era transparente e irrefutable, al menos para la Congregación del Santo Oficio y el papado: el niño había sido bautizado en secreto por una empleada doméstica de los Mortara y, por lo tanto, ya no podía vivir bajo el techo de una familia hebrea.
El muy real Caso Mortara fue una causa célebre en un momento en el cual el periodismo adquiría un sitio de creciente relevancia en las sociedades modernas. Fue asimismo el nombre de una lucha incansable por parte de la familia a la hora de recuperar a su hijo y también la irrestricta defensa de la Iglesia por criar a Edgardo como un cristiano hecho y derecho. Edgardo Mortara fue durante toda su vida adulta un sacerdote católico y falleció en la ciudad belga de Lieja en 1940, a los 88 años, vistiendo la indumentaria eclesiástica. Pero esa es otra historia. La que narra el nuevo largometraje del maestro italiano Marco Bellocchio -cuyo título original, Rapito, puede traducirse literalmente como “Raptado” o “Secuestrado”- es la historia de la desesperación de una madre y un padre, la obcecación de un sumo pontífice enfrentado al final de una era y la de un niño zarandeado por dos tradiciones religiosas que se lo disputaban. Para los Mortara, la pérdida de uno de sus seres queridos; para el Papa, el símbolo de un poder que estaba por agotarse.
Marco Bellocchio, que a finales de 2024 cumplirá 84 años, el realizador de grandes clásicos de la renovación del cine italiano como I pugni in tasca (1965) y En nombre del padre (1971), y también de ese film escándalo llamado El diablo en el cuerpo (1986), viene disfrutando desde hace un par de décadas de una prolífica y fructífera etapa creativa. A títulos producidos hacia comienzos del milenio como La hora de la religión (2002) y Vincere (2009) se le sumaron recientemente notables películas como Sangre de mi sangre, Bella mía y el documental en primera persona Marx puede esperar, además de la extraordinaria miniserie para la televisión italiana Esterno notte. Una etapa que lo encuentra reconciliado con un estilo de narración clásica que no formaba parte de sus primeras marcas artísticas, y que La conversión confirma con creces y creatividad. Su último largometraje, que compitió el año pasado en la sección oficial del Festival de Cannes y ahora llega a las salas de cine de Argentina, está narrado en tres grandes bloques temporales: un primer período que se corresponde con el “rapto”, la llegada a la escuela religiosa donde pasará los siguientes años y los intentos de los padres por recuperarlo; una segunda en la cual el juicio al sacerdote de la Santa Inquisición encargado de ejecutar la orden de traslado ocupa el centro del relato; y una tercera, la más breve, con un Edgardo adulto asistiendo a los últimos años del papado de Pio IX y, finalmente, su regreso transitorio al hogar materno.
“Non possumus”, dice el Papa, interpretado con intrigante firmeza por Paolo Pierobon, ante los pedidos de la familia Mortara, varias organizaciones europeas de judíos y hasta la mismísima dinastía Rothschild para que el niño fuera devuelto. El pontífice observa algunas de las caricaturas que sobre su persona son publicadas en periódicos internacionales y una de ellas le provoca una pesadilla que lo sobresalta hasta los gritos: un grupo de rabinos se escabulle en su alcoba e, instrumentos filosos en mano, procede a circuncidarlo. Mientras tanto, Edgardo, que acaba de ser bautizado en plena ley eclesiástica y ha comenzado a aprender no sólo las oraciones sino también las definiciones más estrictas del dogma católico, sueña que le quita los clavos a la estatua de Jesucristo y éste desciende y camina entre las filas de bancos, no sin antes dedicarle una mirada misericordiosa. Debajo de las sábanas, en el catre, Edgardo esconde una mezuzá, aunque cerca de su corazón cuelga una cruz. La conversión todavía no ha ocurrido.
La ex nodriza de Edgardo confiesa, un poco en italiano y un poco en boloñés, dialecto que el juez apenas si logra comprender. Ante el pavor de que el bebé enfermo muriera sin estar bautizado y, por ende, su alma pasara la eternidad en el limbo, echó unas gotas de agua en su frente y movió los dedos en forma de cruz. En Roma el niño ya ha dado el paso de la confirmación, y el rechazo a su propia familia (“los judíos mataron a Jesús”, recuerda que le dijo un sacerdote a poco de llegar) ha comenzado a hacerse carne, a formar parte inseparable de su mente y espíritu. A pesar del tono anticlerical que transmite La conversión, con ese Papa encerrado en su credo y rol indiscutibles (porque el hábito, en este caso, hace al monje), empujado violentamente por su admirador más fiel como consecuencia de un amor incondicional al líder (“A partir de ahora son soldados de Dios”, afirma otro cura ante la audiencia de monaguillos), Bellocchio declaró en conferencia de prensa durante el Festival de Cannes que “no se trata de una película política. No la hice con la intención de tomar un punto de vista político o declamar una postura contra la iglesia. La conversión no busca enfrentar a unos y otros. Pero el destino de este hombre me habló y me inspiró. Su historia me llenó de tensiones y sentimientos. Y esas emociones son las que forjaron el camino para darle forma a la película. Mis simpatías están claramente del lado de ese niño que sufrió un acto de violencia extrema. Naturalmente, lo que experimentó Edgardo Mortara no podría ocurrir hoy, en una era de diálogo constante y un Papa con la mente abierta. Pero en aquellos tiempos existía el concepto de que la fe católica no permitía ninguna clase de cuestionamiento”.
La historia del pequeño Mortara es la historia de una transformación forzada, una forma de supervivencia, con el trasfondo de enormes cambios sociales y una Italia en búsqueda de la construcción de su propia república. Es la historia dolorosa de una mutación y un ofuscamiento apoyados en la fuerza de una institución todavía poderosa, ejercida con fuerza sobre un ser frágil. Es también la película de un cineasta que toma un caso olvidado de la Historia para transformarlo en un relato poderoso, más grande que la vida, por momentos de tintes operísticos y definidamente trágicos.