Después del peaje de Hudson, el tránsito se traba un poco. Al cabo de un par de kilómetros, se frena del todo y al rato vuelve a avanzar a paso de hombre. Nadie se altera, nadie toca bocina. Algunos bajan los vidrios y la música de unos y otros autos se mezcla. Muchas sonrisas, algo infrecuente en estos tiempos. Es que la misa no va a empezar hasta que no haya entrado el último, hasta que no estemos todos dentro. Y la gente lo sabe, por eso no hay ansiedad.

“¿Es verdad que la última vez que viniste no se le decía misa?” me pregunta mi hijo mayor, en el asiento de copiloto. “Es verdad”, respondo. “En esa época no debería ni existir el Único”, reflexiona. “En esa época no existía ni siquiera esta autopista”, le retruco. Me mira con los ojos como el dos de oros.

Le cuento, una vez más, una historia que conoce pero ama escuchar. Que yo vi a los Redondos unas cuantas veces en el microestadio de Obras, una en Obras en un espacio abierto, otras en Lanús, en Racing, en un lugar que ya no existe llamado Autopista Center y en Huracán, ya no recuerdo si en el 93 o el 94, pero la autopista Buenos Aires La Plata la inauguró Menem en el 95. “Antes se iba todo por Calchaquí, eran dos horas y media de viaje por lo menos”.

Bajamos de la autopista, logramos estacionar y caminamos por el boulevard central de 32, convertido en un gran patio de recreo, en una fiesta popular, en la previa de la fiesta. Hay gente, imposible saber a qué hora llegó, que estacionó en el pasto, prendió fuego, hizo asado, se lo comió y ahora espera tranquila para entrar, en actitud de sobremesa.

Algunos venden latas o remeras pintadas a mano. Todos festejan. Festejan la inmediatez del recital, pero también festejan la multitud. El clima es de cuidado. La multitud te cuida y se cuida a sí misma, en un gesto que combina instinto y sabiduría popular. Conviven camisetas de fútbol que en otro lado, o acá mismo cualquier otro día, se matarían.

“¿El Indio era amigo del Loco Fierro?”, me pregunta ahora mi pibe, acicateado por la cantidad de camisetas blancas y azules que salpican la multitud. “Incomprobable”, respondo. “Pero tiene lógica”, insiste. “Mucho en común: la ciudad, la edad, el peronismo”. Me gusta que sea terco y que busque argumentos que sostengan su terquedad.

Entramos. Veo a varias familias. Está la generación que se sumó al ritual ahora, con LFDAA, los que llegaron para ver al Indio y los veteranos que fuimos ricoteros. Debe haber, imagino, entre estas ¿70? ¿80? mil almas, alguno que vio a la Cofradía de la Flor Solar. Es lo bueno de los rituales, pienso. Nos ubican, nos ordenan.

Otra hora de espera y se apagan las luces. La banda, además de sonar muy bien, parece incansable. Tocan canciones de todos los discos, de todas las épocas. “Mi amor, la libertad es fiebre”, arranca el viejo blues, como para un descanso, después de tres o cuatro rocanroles seguidos. “La libertad no es fantástica, no es tormenta mental que da el prestigio loco”, escucho y pienso, otra vez, en las continuidades y rupturas entre aquellos noventa y este presente.

No soy, evidentemente, el único que hace esa asociación. Termina el blues y suena atronador, desde el campo primero y luego las tribunas, “la patria no se vende”. Ya va más de una hora de recital, pero cantarlo tiene un efecto energético, vigorizante.

Se produce un momento emotivo cuando Gaspar Benegas cuenta que el Indio nos está mirando. Otro cuando llama a valorar “los momentos de unión que nos regala la música”. El hecho de que distintas voces pasen por el micrófono, el dato del protagonismo repartido, fortalece la percepción de que esto es más un ritual que un recital. El recital es la excusa, lo que ven los observadores superficiales.

Antes o después del pogo más grande del mundo (qué más da), tocan el Potpourri, como se solía llamar a la sucesión de “Un tal Brigitte Bardot”, “Rocanrol del país” y “Mariposa Pontiac”, que en aquella época sólo se conseguían en las cintas piratas de Parque Rivadavia. Todo un guiño para veteranos, que recibo como un regalo personal, de despedida de hoy, pero de bienvenida de vuelta a la familia.

La vuelta también fue a paso de hombre, pero con mucho cansancio encima, a riesgo de cabecear y llevarse puesto al auto de adelante, en una de esas infinitas aceleradas de dos o tres metros, embrague, punto muerto y freno.

“Hablame que me duermo. Por favor”. “¿Por qué estuviste tantos años sin venir a misa?”, me dispara, después de mirar el asiento de atrás y confirmar que sus dos amigos duermen y nuestra charla es privada. “Una parte ya la sabés. Problemas familiares, preocupaciones, me puse a laburar, a estudiar. Mil cosas”. “Pero toda la gente que llenó el Único recién labura, estudia, tiene problemas familiares”, me interpela.

“Tenés razón, por eso dije una parte ya la sabés. La otra, la que no sabés, es más importante todavía. Cuando estás mucho tiempo sin hacer lo que te gusta, lo que te hace bien, entrás en zona de riesgo. Podés terminar por olvidarte qué era lo que te hacía bien. Y ahí cagaste. La próxima volvemos a venir. Ojalá se cope tu hermana y venimos los tres”.