¿Cuánto saben los argentinos de economía? ¿Cómo leer los datos que se repiten al infinito en los medios? ¿A qué modelo de desarrollo debe aspirar Argentina? Desde la sociología económica, Daniel Schteingart es doctor en Sociología, magíster en Sociología Económica (Unsam) y becario posdoctoral de Conicet, intenta esclarecer esos y otros tantos interrogantes que vinculan lo cotidiano con la economía. En la actualidad, concentra sus esfuerzos en analizar modelos de desarrollo económico comparado, estudiar las problemáticas del perfil productivo de los países y las dinámicas de la pobreza y la desigualdad.
–¿Qué estudia la sociología económica?
–Se vincula con la construcción de una mirada social respecto de los procesos económicos y el propósito es entender que detrás de categorías como “desarrollo”, “consumo”, “crecimiento” y “empleo” existen ideas subyacentes, que pueden ser abordadas desde el marco provisto por las ciencias sociales. La sociología económica puede funcionar como respuesta frente a algunos enfoques de la economía ortodoxa, que conservan un sesgo que tiende a pensar en los individuos como agentes racionales, maximizadores de la utilidad, desligados de la historia y de la cultura. Se trata de una perspectiva que recupera el interés por el conflicto social, a partir de la reflexión acerca de las relaciones entre el estado, los empresarios y los sindicatos.
–Sin embargo, más allá de algunos postulados anacrónicos, hoy existe consenso al afirmar que la economía es una ciencia social.
–Por supuesto. También es cierto que la economía, a diferencia de otras ciencias sociales, utiliza mayores dosis de matematización. Este rasgo quizás le confiera un signo distintivo. Debemos promover la fertilización cruzada entre las disciplinas.
–¿Cuánto cree que los argentinos saben de economía? Siempre que se discuten temas como la inflación, el PBI o la pobreza nunca se sabe muy bien qué se debate.
–Hay conocimientos prácticos y también intuiciones que deben contemplarse. Por ejemplo, cuando un ciudadano va a la carnicería comprende qué es la inflación, cuando negocia el salario interpreta aspectos vinculados al “poder adquisitivo” y el “conflicto distributivo”, del mismo modo que cuando se observa a una persona en estado de calle se puede reflexionar acerca del concepto de “necesidad básica insatisfecha” y pobreza. Todo el tiempo interactuamos con dimensiones económicas, por eso es fundamental aprender a consumir los datos que nos llueven de manera cotidiana.
–¿Qué implica “aprender a consumir los datos”?
–Muchas veces consumimos los datos como cuando comemos un alimento preprocesado, sin observar la información nutricional. Es necesario saber que dato no equivale a realidad sino que es una manera de comprenderla y de aproximarse a ella. Ese trayecto que va de la realidad al dato puede denominarse “metodología”, la verdadera letra chica de todos los análisis económicos. Es indispensable que los argentinos sepamos que cuando se habla de cifras de pobreza, se está empleando un conjunto de técnicas y métodos muy puntuales para establecer los cálculos. Siempre que nos comparemos con otros países en contextos determinados tenemos que tener la certeza de estar midiendo “peras con peras”, porque si la metodología se modifica la comparación no aplica.
–Es vital prestar atención a la manera en que se construyen los datos expuestos…
–Exacto. En pobreza, por ejemplo, hay un conocimiento muy escaso acerca de la metodología que emplean los profesionales para su cálculo. Detrás de cada cifra existen múltiples decisiones arbitrarias. Es bueno recordar aquí la frase de Angus Deaton, Nobel de Economía en 2015, que señala: “Las líneas de pobreza son construcciones tan científicas como políticas”. Si Argentina utilizara la forma de medir la pobreza de Estados Unidos, tendríamos el 65 por ciento de pobres; si empleara los métodos que desarrolla el Banco Mundial para calcular la pobreza en África subsahariana sería de 1,7; y si finalmente utilizara la propuesta de Chile, la cifra alcanzaría el 11 por ciento. Como en los debates este tipo de aspectos no son rescatados, tendemos a construir una visión muy distorsionada de la realidad. En Argentina se cree que la pobreza no para de subir desde hace años.
–¿Y qué indican los números?
–Que desde 2011 en adelante, con cierto margen de intermitencias, nos estancamos. Sin embargo, estamos mucho mejor que en los noventa. Pensar y decir que “cada vez estamos peor” tiene que ver con el tratamiento que hacen los comunicadores. Lo cierto es que vende más el amarillismo y las noticias pesimistas.
–Hace poco leí una crónica suya titulada “No somos un país de mierda”. Los argumentos que recién señalaba van en esa dirección.
–Exacto. Me había cansado de escuchar que siempre, con independencia del Gobierno de turno, “las cosas siempre van peor”. La realidad es que cuando analizaba los datos advertía algo distinto. Desde la salida de la convertibilidad hasta 2011 se produjeron mejoras muy importantes en la calidad de vida de los habitantes. Pienso que el imaginario que nos conduce a pensarnos de esta manera guarda relación, y se contrapone, con aquellas ideas que señalaban que Argentina era el país más desarrollado de Latinoamérica a principios del siglo XX. Luego de 1970 vinieron los principales problemas porque aumentaron los índices de pobreza, marginalidad, desigualdad y desindustrialización.
–Una manera de pensar la realidad económica argentina es a través de los “modelos de desarrollo”. ¿Cómo podría definirlos?
–Si bien todos los países se encuentran condicionados por fuerzas externas, desarrollan posibilidades para ejercer su destino; en efecto, los países subdesarrollados no se encuentran condenados a la pobreza extrema. Desde un punto de vista productivo, los modelos de desarrollo pueden pensarse a partir del análisis de aquellos sectores que cada nación evaluará como estratégicos para promover un crecimiento económico con inclusión social. Por ejemplo, Corea del Sur ancló su estrategia de éxito, ya que en los sesenta tenía una renta per cápita muy similar a la de cualquier país africano, con condicionantes externos pero guiado por una voluntad política muy robusta orientada hacia el impulso de la electrónica y la industria pesada. Australia, por su parte, siempre ha tenido ventaja geopolítica ya que tras la Segunda Guerra Mundial se erigió como el gran aliado de Estados Unidos en el Pacífico Sur y privilegió un desarrollo basado en el aprovechamiento de los recursos naturales, sobre todo a partir de 1970.
–En esta línea, ¿qué estrategia debería adoptar Argentina?
–Deberíamos desarrollar un híbrido entre Corea y Australia. Nuestro país tiene recursos naturales, aunque no tantos como habitualmente se cree, y mucho por potenciar en el sector del agro y la minería. Sin embargo, eso no alcanza si lo que se pretende es promover un país inclusivo con 45 millones de habitantes. Entonces, es necesario explotar capacidades históricas en industrias importantes como la farmacéutica, automotriz, metalmecánica y textil. El pensamiento que contrapone industria y agro forma parte de una falsa antinomia. Se deben considerar de un modo complementario.
–¿Cuál debe ser el papel del estado?
–Países asiáticos como Corea, Japón, Taiwán, China y Singapur, han tenido estados desarrollistas que intervienen de manera activa y selectiva para transformar la estructura productiva de sus sociedades. Están dotados de burocracias muy calificadas que terminan por crear las burguesías nacionales. Incluso ocurre con Estados Unidos que, pese a responder a una tradición discursiva de laissez faire, crea y sostiene sus innovaciones tecnológicas más significativas a partir de la intervención estatal. Aquí, también es necesario superar una falsa y anticuada antinomia: mercado versus estado.