Con los ojos cerrados ella estira un brazo y en ese pequeño gesto crecen las referencias. No solo porque allí compone una imagen que recuerda a Café Müller de Pina Bausch sino porque lo que hace Diana Szeinblum es trabajar la idea de interioridad, de una danza que va hacia adentro de manera existencial y concreta.

El cuerpo como una materia incierta, aunque en la escena sea tan contundente, es un territorio para dibujar con la luz. Se proyectan sobre su cuerpo tonalidades que devienen fragmentos, ella se corre y la forma queda separada de su cuerpo pero lo que se dibuja es esa dimensión interna que nos habita, nuestros órganos devenidos en imágenes abstractas, en manchas, en formas amorfas en diseño de iluminación de Adrián Grimozzi.

Antes otra mujer, Mariel Méndez (a cargo de las ilustraciones), dibujaba a un costado y ese dibujo parecía indicar los movimientos de Diana Szeinblum. Hay algo breve en esa danza como si lo que propusieran Andrés Molina como director y Szeinblum en su rol de intérprete es pensar la detención, las características de cada gesto que podrían perderse si la secuencia fuera demasiado rápida o si se quedara encantada con una coreografía virtuosa.

En Primer boceto la danza surge de cualquier acción sin que el estímulo implique una coreografía o, por el contrario, la concepción coreográfica se expresa en esa capacidad de encontrar danza allí donde parece que solo sucede una tarea cotidiana. La danza es aquí un concepto. En esta propuesta, que formó parte del ciclo Instalar Danza que tuvo como curadora a Maricel Álvarez en marzo de este año en Fundación Cazadores, el uso de los materiales, la voluntad o el agenciamiento de las cosas intervienen para perforar el recorrido del movimiento. La música en vivo de Ismael Pinkler establece un diálogo con la intérprete, se acopla a sus movimientos pero, por momentos, apela a una fuerza extraña.

Cuando las manos se sumergen en la pintura roja se convierten en elementos útiles para realizar la misma experiencia que puede llevar adelante un pincel o un lápiz, el cuerpo se transforma en una herramienta, no en una entidad capaz de producir un movimiento que señala la diferencia entre el arte y la acción concreta, sino una bisagra entre dos mundos.

Ese espacio despojado también supone que la escena es un boceto, un lugar donde se plasma una primera escritura, un primer esquema visual. Hay en este trabajo algo que no termina de suceder y en esa ausencia encuentra su complejidad, como si asistiéramos a una idea que todavía está en tránsito y que puede desplegarse de una manera inesperada, sorprenderte, a punto de mutar. Si bien cada parte de esta obra denota una elaboración, tanto Andrés Molina como Diana Szeinblum parecen animarse a buscar o reproducir esa instancia de lo inminente como si aceptaran estar descubriendo o pensando mientras el hecho artístico se realiza.

Esta forma de la danza es sumamente reflexiva porque muestra su propio proceso, ir hacia un movimiento que se detiene como si Diana buscara manifestar solo una parte de esa danza que termina de suceder en su cabeza, en esa interioridad inabarcable, en ese gesto fundador de cerrar los ojos, de ir hacia adentro que recuerdo la muestra de Eduardo Basualdo en el Museo de Arte Moderno llamada Pupila, una propuesta que Basualdo continuo en la puesta en escena que realizó Szeinblum de Obra del demonio  (la invocación a Pina Bausch) en el teatro Cervantes en el año 2002. 

También remite a los ensayos de Georges Bataille en El erotismo sobre el ojo que fueron comentados por Michel Foucault en Prefacio a la transgresión donde los dos autores encuentran en ese movimiento donde el ojo gira hacia el interior un gesto que ya no puede comunicar, por lo tanto surge como un gesto poético. Ese globo en blanco es “lo más cerrado y lo más abierto “está signado por la voluntad de permanecer en el mismo lugar. Foucault decía que “el ojo no derrama ahora su luz sino hacia la caverna del hueso”.

Primer boceto se presenta el sábado 15 de junio a las 21:30 en Fundación Cazadores.