Hay una capa de próceres menores que flotan en calles y plazas, entre los grandes como San Martín y Belgrano, y nos, el pueblo. Si alguien se molesta en revisar la lista, verá que son básicamente los amigos de los que ganaron: unitarios, alsinistas y sobre todo roquistas. Allá por el fin del siglo 19, el régimen se solidificaba, las ciudades se expandían y hacían falta nombres para bautizarlas. Así se creó en nuestros pueblos y ciudades un panteón de gente muy "editada". Es que se blanquearon currículums para crear prohombres cívicos, todos bien peinados como cuando fueron a conocer a la futura suegra.

Entre estos se destaca el niño prodigio Estanislao Zeballos, un racista chocante y ladrón de tumbas indias que es presentado como jurisconsulto, diplomático, escritor y periodista. Zeballos fue todo eso, pero sobre todo fue pollo de Roca, al que le escribió por encargo La conquista de quince mil leguas, un libro para convencer al que faltara que había que "barrer como basura" a la indiada, como definió el futuro presidente. El rosarino Zeballos tenía ni 25 años y arrancaba un carrerón en política.

A fines de 1879, con las primeras naciones ya derrotadas, Zeballos hizo un viaje por el norte de la Patagonia conquistada, tomando abundantes notas para lo que rápidamente sería su segundo libro, Viaje al país de los araucanos. De paso, arrancó su pasión por robar tumbas nativas y coleccionar cráneos para su museo privado, que luego donaría a la siniestra colección del museo de La Plata. Las notas que tomó fueron tan abundantes que le sirvieron para tres novelas, Callvucurá y la dinastía de los Piedra, Painé y la dinastía de los Zorros, y Relmu, la reina de los pinares, publicadas en 1884, 1886 y 1888.

Los libros parecen un mal Salgari, donde los piratas de Mompracem son morochos mal comportados y el Corsario Negro un delincuente. Por esos tiempos nacía la novela de aventuras colonial, que los ingleses llevarían a la perfección en The Boy's Own Paper, un semanario fundado en 1879 que haría soñar a generaciones con eso de conquistar nativos y gobernarlos con paternalismo civilizado. George Orwell, que lo leía de chico, lo diseccionó en un ensayo brillante. George MacDonald Fraser le hizo burla con sus novelas de Flashman.

Las ficciones de Zeballos son justificaciones ex post facto de lo que había hecho Roca y se concentran en pintar la barbarie de ese otro irreductible, el indio. En 1954, Roberto Giusti elogiaba esas obras como una excepción a la caricatura del indio feroz, medio en cueros y a los gritos, que imperaba en la época. Tantos años después, se ve con claridad que Zeballos simplemente era más talentoso y creaba una caricatura más sofisticada. Las tres novelas son, en edición moderna, casi quinientas páginas de racismo inveterado y detallado. Los indios son un asco, con una sola excepción: las indias.

Donde se le escapa esta liebre a Zeballos es en Painé, novela escrita en primera persona supuestamente por un veinteañero, hijo de un tropero próspero de Dolores, que es enviado a Buenos Aires para que aprenda a leer y escribir. El muchacho pasa los veranos feliz en el campo, llevando arreos por Mar Chiquita, Lobería y Tandil, hasta que en 1839 los federales degüellan a su padre por participar de un alzamiento unitario. El muchacho no dura mucho de tropero, porque le llega otro alzamiento y se desgracia, porque pierden. Huyendo al sur, su partida es atacada por indios. Románticamente, el muchacho es el único sobreviviente.

Y aquí empiezan sus aventuras en el serrallo de Painé, porque se despierta acostado en su recado, con sus heridas lavadas y vendadas, y rodeado de doscientas mujeres. Los hombres de lanza siguen en guerra, excepto cinco o seis que cuidan una caballada fresca. Estaban junto al agua, en "un campamento de mujeres indígenas, casi todas jóvenes y madres de numerosos chinitos que retozaban en la laguna". 

El muchacho se queda fascinado y quietito, escuchando hablar una lengua que no conoce, fulminado de odio por "las viejas" y apocado por la indiferencia de las más jóvenes. En eso llega un mensajero, con la buena nueva de que el malón volvía y el enemigo estaba derrotado. La caballada fresca arranca y las mujeres se empiezan a arreglar para recibir a sus hombres. Y en el revoltijo, aparece "ella".

"Había una de veinte años de edad, de fisonomía fina, de ojos negros, movedizos y lujuriosos, de pelo castaño y cutis delicado, en otro tiempo muy blanco, bronceado ya por la intemperie. Una bella cabeza coronaba su arrogante y mórbida figura. Vestía con lujo, ostentando un sonoro caudal de prendas de plata desde el cuello hasta los pies".

"Cuando al caminar o por descuido se abría el chamal (manto de tela) mostraba brazos y piernas de contornos peregrinos, carnudas caderas y pechos enhiestos. Aquella graciosa y provocativa distribución de carnes opulentas revelaban en esta mujer, que entre las demás era una belleza, a la favorita de algún cacique lascivo y apasionado".

Ahora atento y probablemente erecto, el muchacho tiene la gracia de envidiar al cacique "lascivo y apasionado" que tiene semejante mujer. La favorita tiene un cortejo de "tres muchachas, de chatas pero agradables caras, que la peinaban y le prendían brazaletes de cuero cubiertos de plata labrada en los antebrazos y en las piernas, arriba del tobillo". A todo esto, el protagonista no deja de notar que el resto de las chicas están bañándose y arreglándose en la laguna... un sueño erótico con "las Galateas de la Pampa".

Ya producida, la favorita sorprende al prisionero diciéndole en castellano que es prisionero de "el Gran Cacique de los Ranqueles", Painé. Y le recomienda que le diga que es unitario y que se escondió con ellos por su fama de "amigo de los cristianos". Y entonces llega la tropa, asombrosamente controlada a clarinadas, caracoleando la caballada entre los gritos de alegría de las mujeres y los pibes. En el malón se destaca "un hombre alto, robusto, imponente, de cara ancha, grande y aplastada, vestido con uniforme de jefe argentino, que daba voces de mando con acentos de gigante".

"Sufrí una impresión desvanecedora, dominado por la centelleante mirada de aquella fiera. Era Painé".

Lejos de ser una fiera, el lonco recibe al prisionero con gran cortesía, le explica que mataron a sus compañeros por error, pensando que eran federales, y que es bienvenido en la toldería. El autor no se inmuta por la contradicción entre lo que dice y lo que muestra, destacando que Painé "no economizaba sus caricias brutales a la favorita" y que el campamento se había transformado "en una orgía ardiente y desenfrenada". El malón había traído cautivas, que "los bárbaros lujuriosos acechaban como lobos famélicos. La noche fue cruzada de "gritos de celos, ecos desfallecientes y voluptuosos, y lúgubres ayes de agonía".

El flamante huésped es asignado al coronel Baigorria, que ya llevaba su tiempo entre tolderías y al parecer se encargaba de los huincas recién llegados. El muchacho mantiene, diríamos hoy, un bajo perfil hasta que llegue su valedor, pero le cuesta dormir por sus "sueños pesados y enfermizos". Un día, despertándose de la siesta, ve a la toldería inmóvil, con los guerreros que dormían la mona, la mujeres que hilaban y lavaban la ropa, o "se espulgaban repugnantemente". Y en eso, una visión:

"Mis ojos, que dominaban, mal aclarados aún, todo el cuadro, se iluminaron en relámpagos de pasión candente al descubrir las mórbidas formas de una mujer desnuda que, al amparo del sueño de todos, lavaba su cuerpo casi oculta, como el cisne en su nido, por las achiras en flor. Una sensación misteriosa recorrió vertiginosamente mi cuerpo, estrujaba mi corazón, encendía mi rostro y se revolvía al fin en un vago temblor nervioso y en ansias infinitas".

El pibe, preso de la "sensación misteriosa" se levanta y se acerca a la favorita para hablarle "con los acentos de ternura que inspiraba mi alma", pero la princesa no le da ni la hora. Se envuelve en su chamal y se va al toldo de Painé.

Quien persista en esta prosa púrpura y victoriana, descubrirá que el pibe se queda con las ganas y que el autor hace trampa. La favorita resulta ser una cautiva cordobesa, de nombre Panchita, que tuvo un ataque de epilepsia, enfermedad romántica si las había, y fue capturada por Painé en persona. La vena de envidia le estalla al protagonista cuando finalmente van a la toldería principal y descubre que el gran cacique tiene un harén. "Su lujuria no reconocía límites y su toldo estaba rodeado de un aduar formado por los toldos de sus espléndidas mujeres. Las reclutaba, ya maduro como yo lo conocí, entre las mocitas de cada año, delirando con la fruta nueva de las tolderías, pero a menudo solía preferir las cautivas blancas y rollizas".

Al autor no le entra en la cabeza que eso de tomar mujeres era formar alianzas con otros caciques. Y el personaje... si la envidia fuera tiña.