Cuando comencé a hacer talleres de ESI con adolescentes allá por el año 2007, proponíamos, como consigna, que una chica y un chico improvisaran una escena teatral en la que ella le confirmaba a él que estaba embarazada. Una bomba. Sin guión previo, el pibe comenzaba a dudar de su paternidad, le decía que seguro que había estado con otro loco y que lo engañaba, para finalmente cerrar la escena borrándose. ¿Las consecuencias? Las conocemos: una adolescente atravesando un embarazo en soledad. Durante el resto del taller reflexionamos y volvimos mucho sobre este punto.
Otra variante del padre ausente se da en aquellos casos en los que el varón no se borra durante la etapa de gestación, digamos que acompaña medianamente y hasta da su apellido al niño, pero luego se desentiende de la crianza. Allí es cuando suele apelarse a las herramientas legales para reclamar la cuota alimentaria, es decir, se le reclama la provisión, no la crianza. En estos contextos, podríamos decir que el padre deja una marca, su apellido. La trillada frase “hizo un hijo” a esa mujer. Es una manifestación de potencia.
En ambas situaciones, la teatralizada por los adolescentes y ésta, el abandono es patente, aunque en el primer caso tal vez la ausencia sea más asoladora. No nos olvidemos del padre que nunca está, aun viviendo en familia.
¿Podemos encontrar en nuestra cultura occidental y judeo-cristiana algunos ejemplos más de esas modalidades del abandono? Claro que sí: en el relato cristiano, por ejemplo, cuando la paternidad de la pura potencia se le asigna a Dios. ¿Y José? ¿Qué nos dice sobre él el relato bíblico? Si profundizamos un poco, se pueden reconocer dos paternidades. Una de tipo egoísta y ausente, que denota pura potencia para concebir; y la otra, la paternidad de la crianza con afecto, siempre presente, la que cultiva una relación paterno-filial.
Si diferenciamos los conceptos vínculo y relación, atribuyéndole al primero las cuestiones sanguíneas, heredables sólo genéticamente; y aludiendo con el segundo sólo lo que se construye en la crianza, arribamos a la conclusión de que el vínculo es, y la relación se hace.
Dios se manifiesta en la concepción a través del Espíritu Santo y no mucho más. El trabajo silencioso, el del día a día, lo hace el bueno de José. El Nuevo Testamento jerarquiza al padre que otorga naturaleza divina, en detrimento del otro padre, el carpintero.
José es mencionado sólo en dos de los cuatro evangelios oficiales, que refieren a los anuncios y advertencias que le hace el arcángel Gabriel y otras huestes celestiales sobre cómo salvar al Niño porque es el hijo de Dios. Cuando a sus doce años Jesús se extravía y finalmente lo encuentran luego de tres días de búsqueda, él se despacha con un “me estaba ocupando de los negocios de mi padre”. Dios encarna la paternidad ausente. Proveedor de divinidad, de un apellido.
¿Y después? ¿Encontramos semejanzas en la actualidad? Sí, en los padres que sólo dan apellido y provisión para que “nada te falte”. Pero su principal característica es la ausencia y el miedo como disciplinador. Ya lo advierten algunas madres: “Vas a ver cuando llegue tu padre”. Muy parecido al temor a Dios inculcado en el catecismo católico. Mientras tanto, José encarnaría a ese padre que en nuestra sociedad podríamos reconocer como presente, el que acompaña, el que no permite que se dude de su amor… Un modelo más cercano a la tan necesaria deconstrucción, todo un tema contemporáneo.
Pero precisamente, en los relatos religiosos que constituyen nuestra matriz cultural (porque creamos o no, profesemos o no un credo, tenemos instalados esos relatos en nuestra conciencia y deber ser), el que se impone es el padre ausente.
El padre presente está silenciado.
*psicólogo rosarino y autor del nuevo libro Los príncipes azules destiñen: supervivencia masculina en tiempos de deconstrucción (Galáctica Ediciones 2023) y de la nouvelle juvenil El viaje de Camila.