De los dos, que a veces parecían uno, tal vez fue el más osado. Mientras Braulio López, el otro olimareño, jamás se desmarcó de la rica esencia del dúo, José Luis “Pepe” Guerra buscó otros caminos. Lo intentó, al menos. Bien entrado su exilio a causa de la dictadura uruguaya, por caso, se largó a cantar tangos, tal como consta en Conversando con el tango, disco publicado y bienvenido en España. Capeó luego la separación del dúo tras los albores de los '90 a través de discos como El que siembra su maíz, Corazón del sur, o Gardel, posta, posta, que no marcaron necesariamente una continuación estética con su pasado. Más bien, un modo de hacer autónomo de aquel. Hecho de tango, pero también de las variadísimas maneras que tenía de abordar milongas, candombes, chamarritas, o cuanto género criollo encarara. Guerra, que murió el jueves 13 a los 80 años, tenía hasta orgullos poco habituales en músicos de tierra adentro, como alegrarse de que le dijeran que era un Rolling Stone uruguayo.
Indetenible será por ello -pese al cáncer que se lo acaba de llevar- la huella fuerte que dejó el otro gran “Pepe” del Uruguay en la memoria cancionera del Río de la Plata. Mucho más lo será, claro, por haber sido la otra parte de Los Olimareños, un dúo que supo grabar la friolera de casi 50 discos en 30 años. Y no cualquier cosa, claro. Sin la poderosa interpretación de “A Don José” –el Artigas estetizado por Rubén Lena que terminó legitimado como himno cultural uruguayo- probablemente buena parte del pueblo cisplatino, no podría retener en sus almas el componente moreno, indígena, que animó la gesta del gran Artigas. Sin “El orejano”, de Serafín García, que hacia el occidente del río propaló Cafrune, quizás el pueblo uruguayo se hubiese quedado sin su Martín Fierro. Sin la poderosa interpretación de “Los dos gallos” –por completar una tríada contundente- hubiese menguado un canto de rebeldía esencial, en tiempos grises.
Si el “Pepe” y Braulio no hubiesen cantado estas piezas clave –y varias más-, tampoco la dictadura se hubiese ensañado con ellos al punto de exiliarlos, como a Zitarrosa y tantos otros, durante la noche de doce años que cubrió con su manto de espanto al país celeste. Algo habían hecho, pues, para que el Centenario de las mil batallas sucumbiera en personas, lágrimas y emociones, durante el retorno del dúo al país, en 1984. “Ya con eso me alcanza. Me río de la muerte”, había dicho justamente Guerra, cuando Uruguay se rindió a sus pies.
Apenas atisbos de una vida mucho más intensa, que llegó al mundo en octubre de 1931, en Treinta y Tres Orientales, a la vera del río Olimar, algo así como el epicentro geográfico de la música folklórica uruguaya. Que creció mirando esas aguas e imaginándole sonidos a través de una artesanal guitarra. La misma que le jugó una mala pasada cuando debutó en público en la escuela, a los 8 años, mientras encaraba una risueña ejecución de “Luna tucumana”. Que luego hizo todo lo antedicho. Lo suficiente como para quedar en millones de corazones que empiezan a extrañarlo.