Hace meses, quise ver la película El conde, de Pablo Larraín. Un gótico sobre la inmortalidad de un vampiro que, entre sus vidas, tiene la de Pinochet. Me angustió en demasía y no pude terminarla. El filme es bello y no carece de momentos graciosos. Tardé en localizar ese nudo o poder decirlo claramente: me angustiaba la sensación de que cierto modo del mal, cierto enlace entre economía, represión, crueldad, había pasado la Cordillera una vez más, y estábamos asistiendo al origen, por estos lares, de una nueva experiencia dictatorial. De un nuevo tipo de dictadura, votada, surgida de urnas atravesadas por desesperación, cansancio, odio, hostilidad, esperanza. O una posdemocracia. No sé cómo llamar a esta imbricación entre instituciones que persisten maltrechas y avasallamientos represivos de los derechos civiles.

Este gobierno ha dicho que su proyecto es destruir al Estado. Destruirlo en lo que tiene de autonomía relativa respecto del orden del capital. Arrasar con todo aquello que, desde el ámbito público, intenta morigerar la desigualdad social y sobre esa tierra arrasada hacer florecer la rapiña de los bienes comunes. Destruir al Estado mientras se engorda su faz represiva. Aparatos ideológicos no son necesarios, parecen decir, porque la ideología se tramita enterita en las redes sociales y los medios de comunicación dominantes. Con tanto Elon Musk no se necesita un Sarmiento. Pero sí necesitan el aparato represivo del Estado, porque necesitan un Estado engordado por la gestión del control social, la persecución de la disidencia, la condena carcelaria. Sin represión no pueden mercadear tan livianamente los bienes comunes.

Gran parte del país sería declarada zona de sacrificio. De esos bienes -el agua, las tierras, los minerales-, pero también de personas. Convertidas en vidas desechables ante el altar del capital. De eso se trata. Por eso, las medidas de protección y resguardo ante la violencia de género son desarmadas. Porque las vidas amenazadas son consideradas vidas indignas de ser lloradas. La crueldad no se oculta sino que se declama, se convierte en bandera, en principio de legitimidad, en núcleo de agitación. La crueldad se muestra, se hace show, se festeja.

Sólo comprendiendo eso podemos atisbar lo que significa la represión de la movilización del 12 de junio. Desmesurada, incorporó en su propio guión acciones de servicios de inteligencia -están circulando fotos de personas que pasaron raudas de la protesta al sector de las fuerzas, pero también se conoce la orden transmitida de no apagar el fuego que consumía al auto de Cadena 3, para que haya tiempo para que esas imágenes se reproduzcan-, grandes despliegues represivos, y cacería posterior de manifestantes y transeúntes. En el modo de tratarlos, es donde se anuncia una novedad: los encarcelaron e intentan acusarlos de sedición.

Circulan videos ciudadanos donde se muestran las escenas de detención: una mujer que está cruzando la calle, dice su nombre y profesión; un hombre que quiere bajar a tomar el subte; un vendedor de empanadas y su hija. Hay estudiantes universitarios, músicos, obreros, profesoras. Personas capturadas para ejemplificar, no sólo a quienes estábamos en la movilización sino a la totalidad de la población. Pero también para ratificar y completar el guión: se produjeron escenas para que se pasen una y otra vez en las pantallas de televisores y dispositivos móviles -autos y bicicletas quemadas-, la oficina del presidente nombró lo ocurrido como intento de golpe de Estado, las fuerzas represivas se desplegaron como si estuvieran en una situación bélica, y las personas cazadas al voleo son tratadas como integrantes de esa magna conspiración golpista.

¿Cómo hacemos para desmentir ese guión, impregnado en la retina de las multitudes? ¿Cómo desarmar esa narración producida por un grupo de conspiradores que ha tomado el Estado y produce una escena post democrática o dictatorial, acusando a sus opositores de provocarla? Estamos en el reino de un simulacro, que a la vez responde a una verdad: han sido electos, su programa nunca fue ocultado y su deuda profunda es con los poderes económicos y sociales más concentrados. Pero gobiernan produciendo escenas en las que prima la crueldad y la devastación reales y, a la vez, una narración falseadora que los exime.

Un poder que surge de las manipulaciones tecnológicas, de la servidumbre económica y de las astucias largamente amasadas por los servicios de inteligencia. Que si sabe de armar conspiraciones también agita los sueños conspiranoicos de parte de la población. No es fácil desarmar eso, que prende como plantita enredadora, en el cansancio vital, el aislamiento, la sensación de que ya no hay futuro.

Me recuerda y no al Chile de 1973. No se parece, por supuesto, a aquel escenario en el que se estaba poniendo en juego una experiencia de socialismo democrático bajo la conducción de Allende, a ese entusiasmo asambleario, barrial y obrero. Por aquí, al contrario, el clima es más bien de impotencia frente a un Estado que había perdido sus márgenes de autonomía relativa. Pero se parece, creo, en la dimensión de un experimento de las derechas globales: la de instauración de las condiciones de un nuevo ciclo de acumulación con formas represivas. Si allí habían desplegado la del golpe militar y los campos, aquí estamos viendo el surgimiento de una reconfiguración violenta del estado de derecho, con restricción de los derechos civiles, negociación a cielo abierto de votos por embajadas y prebendas (mientras el propio dispensador de esos beneficios los nombra ratas, profundizando el escozor social ante la clase política que exhibe sus miserias y tolera su menoscabo), y construcción de una realidad virtual y falsaria, presente en cada dispositivo y medio.

El conde está entre nosotrxs. Y aún no sabemos cómo defendernos. O sí sabemos algo -se muestra en estos días, en los que muchas personas junta información, se moviliza por lxs encarceladxs, construye narraciones de los hechos-, pero eso no alcanza ante una reconfiguración de la escena política, cuya dimensión económica, militar y tecnológica tiene mucho de novedad, aunque traiga la más vieja de las historias: la de reducir y mantener a una población en estado de servidumbre.