Babasónicos regresó en la noche del viernes al Movistar Arena. Se trató además de su primera actuación en Buenos Aires en lo que va de 2024, luego del memorable show que protagonizara en el Campo Argentino de Polo en diciembre pasado. Si bien a principios de este año aún se percibían las secuelas de ese sopapo de modernidad, en abril la comunión cobró tintes épicos después de que el gobierno porteño prohibiera los recitales tanto ahí como en el Hipódromo de Palermo. Ese hecho terminó por transformar a aquel show, al menos durante lo que resta de esta administración porteña, en el último ensalzamiento al rock que se organizó en ese predio (en realidad, de la música argentina en general, porque fue Luis Miguel quien se encargó de cerrar la puerta con llave).

Si en aquella ocasión la puesta en escena giró en torno a un inmenso triángulo equilátero que se erigió como puerta de entrada y salida del multiverso conceptual en el que se suele mover la banda, la propuesta no consiguió trascender del todo hacia las 55 mil personas que asistieron. Y fue más allá de lo propiamente estético, y con ese anochecer (al aire libre) fastidiosamente caluroso tornándose en una especie de pared infranqueable. Fue por eso que el peso de lo inmaterial lo abrazaron las canciones, metamorfosis invocada por un frontman iluminado que particularmente en esa fecha se desdobló en chamán, apelando por lo real maravilloso. De eso dejó constancia el documental El abstracto de la música, estrenado en mayo pasado.

En una de las escenas del mediometraje dirigido por Julián Lona, el guitarrista Diego “Uma” Rodríguez revela el proceso performático del grupo, aplicable, según su descripción, a ese recital: “La banda está haciendo algo, el público está recibiendo algo, y en ese momento, segundo a segundo, se va construyendo la música de Babasónicos en ese lugar”. En otra escena, su hermano, el cantante y compositor Adrián Dárgelos, explica: “Babasónicos hace últimamente shows en donde elige. Tenemos esa curaduría”. Pese a que en diciembre de 2021 la banda desembarcó por primera vez en el Movistar Arena, lo que fue algo así como bocanada de realidad, tras el enclaustramiento al que obligó la pandemia, paulatinamente la elección empezó a tomar forma de residencia.

Hace casi dos años (se cumplirán la semana próxima), Babasónicos presentó allí las canciones de su decimotercer disco de estudio, Trinchera, lanzado unos pocos meses antes. A partir de ese momento, y en medio de cada sold out que consumaba, el quinteto adoptó al estadio cubierto de Villa Crespo como laboratorio de experimentación sonora y audiovisual. Con la complicidad, por supuesto, de Sergio Lacroix, diseñador y arquitecto de las puestas de escena del grupo, devenido, al final de cuentas, en traductor de su cosmogonía. Así que volvieron a poner a prueba los límites de la imaginería, al mismo tiempo que reinventaban su narrativa no sólo musical, sino también discursiva, lo que alcanzó un sorpresivo apogeo con el “Bye Bye Tour”.

Después de esa era atrincherada, Babasónicos asaltó nuevamente el Movistar Arena, esta vez sin otro rótulo o excusa más que volver a habitar ese espacio. Su espacio. Sin embargo, el desconcierto una vez más fue la constante. Por lo menos el de la primera de las dos jornadas en ese recinto (tienen pautado otro show para el sábado). Veinte minutos luego de las 21, el guitarrista Mariano Roger salió a ubicarse en su lugar, adelante de una estructura que parecía la boca de una cueva. Cuando desenmarañaba esa suerte de intro con dejo norafricano, que a continuación encarnó en la minimalista “Tajada”, una imagen de mármol se empotró sobre esas pantallas de 433 metros cuadrados que daban la bienvenida a la gruta. Eso sucedía al mismo tiempo que un par de buches de fuego emanaban del piso del escenario. Cuánto estímulo...

En la reinvención más rauda de “Fizz”, el mármol mudó a otra piedra, aunque ahora parecía parte de un paisaje marciano. Ya con todos los músicos al frente, la puesta en escena evocaba al "Mito de la caverna", de Platón. Amén de que la alegoría alude al estado en que se halla la naturaleza del hombre en relación al conocimiento de la verdad, en su semblante político también propone la función de gobernar a los que más hayan accedido al mundo inteligible. Y Dárgelos, más allá de ese baile a los dioses que ofrendó en “La izquierda de la noche”, rápidamente tomó el control de la situación, ataviado con una suerte de pijama japonés. De hecho, apenas sonó “En privado”, se acercó al público, bajó la mirada y se contoneó en plan provocador. En “Cretino”, en tanto, el frontman bordeó lo queer.}

Una vez que terminó el western “Sin mi diablo”, el tecladista Diego Tuñón levantó el puño. No fue una insolencia, sino una reivindicación del momento. Lo confirmó alguien del público, a un lado del campo, al gritar: “¡Qué banda de la concha de la lora!”. Bajaron un cambio en “Adiós en Pompeya”, y en paralelo empezó a caer lava psicodélica por la entrada de la caverna. En la sandrísima “Irresponsables”, la voz líder le rindió pleitesía a la viola de Roger, como si se trata de un sátiro, mientras Uma también ejecutaba su guitarra en la otra punta de la formación. En “El colmo”, el multiinstrumentista pasó a los bongós. Y si en “El lujo” destacó la métrica casi trapera cocinada en pop, en “Anubis” se volcaron al baile. Y es que todo lo consuman hasta el sustrato, tal como reza la letra.

Cuando hicieron “Curtis”, Mariano Roger tomó el mando en la voz. Tras ese pop de final feliz, Diego Uma arengó al baile de vuelta en “Microdancing”. Consecuente con el clima, llegó la “Fiesta popular”. Pero pegaron el volantazo desde el rock en “Putita”. En esa instancia, la materia geológica de las pantallas dio paso a líneas grisáceas que se fundían con el circuito cerrado de televisión y también con letras. Ahí se podía ver a Tuta Torres (bajo) y Diego "Panza" Castellano (batería) grooveando en “La lanza”, previo al bolero espacial “Rubí”. “Deléctrico” advirtió el momento techno, escoltado por “La pregunta”. Salieron de escena y el público le recordó a Milei que el rock lo resiste. Entonces Babasónicos cerró con “Ingrediente”, “Cicatriz #23” "¿Y qué?". Y con la confirmación de que ellos encarnan el riesgo de la novedad. 

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