Me podría haber pasado cuando acababa de llegar como estudiante a España, hace casi treinta años. Con más razón cuando me tocó ocupar el cargo de vicealcalde de Barcelona o ya como diputado, en Madrid. Pero no: nunca fui objeto de un insulto tan singular como el que me dirigió un diputado de Vox, partido emblemático de la ultraderecha española, hace unas semanas: “¡tucumano!”.
Juraría que es la primera vez que semejante epíteto se escuchó en el Congreso español. Es verdad que la derecha neofranquista nos tiene acostumbrados a todo tipo de improperios clasistas, racistas o misóginos. Los mismos que cada semana dirige contra las personas migrantes, contra las mujeres, o simplemente contra cualquiera que no piense como ellos. La pregunta es: ¿por qué “tucumano”?
Desde luego no fue porque estos herederos de Fernando VII, de pecho inflado y rodilla en tierra, hubieran decidido refinarse a la hora agraviar a quienes querrían como súbditos. No se dijo “¡tucumano!” como se podría haber dicho “¡bogotano!”, “¡cuzqueño!”, o algún gentilicio que reemplazara al ya consolidado y sonoro “¡sudaca!”. Se dijo “tucumano” porque el creativo autor del insulto fue un diputado ultra, de apellido Ortega Smith, pero con pasaporte argentino.
A Ortega Smith le van las formas matonescas. Defiende la dictadura de Franco, que generó más de 140.000 desaparecidos, y no en vano es cercano a Victoria Villarruel. Es tan recio y tan duro, que durante la pandemia del Covid-19 aseguró que sus “anticuerpos españoles” bastarían para derrotar “al virus chino”. La bravuconada le costó una trombosis que casi lo envía a cantar loas patrióticas al más allá.
La cuestión relevante aquí es que la madre de este émulo simultáneo del Cid Campeador y de Hernán Cortés, era una muy rica señora anglo-argentina nacida en Buenos Aires, que hizo fortuna durante diferentes dictaduras en el negocio inmobiliario. Por eso, a la hora de evacuar su insulto, tuvo que morderse la lengua durante medio segundo. Y para no herir su propia argentinidad gritándome “¡argentino!”, encontró el sustituto ideal: “¡tucumano!”.
Ningún periodista español entendió a qué diablos se refería. Pero él sí. En su boca llena de rabiosa espuma, la acusación de “tucumano”, era un añadido no menor a la de “traidor” u otras semejantes. Porque ser tucumano, para este señor que ve en Villarruel a la perfecta virreina de los nuevos encomenderos hispanos, es no solo ser un súbdito inferior de la Corona, sino un periférico entre los periféricos, algo incompatible con ser tanto español como argentino.
A mí, debo admitirlo, me arranca una sonrisa. Porque donde Míster Smith y sus secuaces ven un insulto, yo veo una razón para el orgullo. La de sentirme heredero de ese pueblo del norte argentino que luchó junto a Belgrano porque no aceptaba ser súbdito de Fernando VII. De ese pueblo indomable que protagonizó el “Tucumanazo” contra la dictadura de Onganía y que vio nacer a artistas enormes como Miguel Ángel Estrella o Mercedes Sosa.
Esa tierra, atravesada de injusticias, de rebeldía y de creatividad, fue la que amó mi madre, maestra rural e hija de andaluces. Y fue también la que amó mi padre, un modesto abogado correntino asesinado cobardemente por defender a presos políticos en 1976. Quizás los compinches hispanos de Milei y Villarruel no sepan con qué se están metiendo. Muchos de nosotros sí. Y vamos a honrar esa historia. En Argentina, en España, o donde haga falta. Hasta que la dignidad sea costumbre, como bien se dice en tierras hermanas.
* Gerardo Pisarello es diputado del congreso español.