“Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Con esta puñalada abre Paul Nizan su novela de iniciación Adén Arabia, escrita a las apuradas poco antes de morir combatiendo contra los nazis. Editada póstuma en los años aún existencialistas, Sartre la dotó de un prólogo decisivo.
El mismo año, el de la muerte del Che, Ricardo Piglia escribía un artículo titulado Viviendo en borrador que comienza así: “Sucede con la juventud lo mismo que con ciertas mujeres: cuando uno quiere definirlas es porque ya no las tiene. Enseguida la nostalgia enturbia las ideas y se termina por añorar hasta las desventuras”. Se trata, podría decirse, de una sentencia propia de un hombre maduro. Pero tenía apenas 26 años. Fue, de todos modos, su primer texto autobiográfico publicado.
En 1970, cuando dirigía la editorial Tiempo Contemporáneo, Piglia publicó Mar del Plata – El ocio represivo, de nuestro Sartre casero, Juan José Sebreli. Hacía una década que no vivía en la Ciudad Feliz -mote que en sus textos funciona como ironía sangrienta- pero en ella habían sucedido situaciones que significaron el pasaje a la edad adulta. Allí comenzó a redactar sus Diarios, que serán su primera y su última obra. Y allí conoció el amor, con su dosis de paradójica desdicha calculada. Pero sobre todo en Mar del Plata nació su pasión por narrar, cuya forma básica fue el relato cinematográfico. Y allí fue donde dio con el tono, del que emana su estilo, principalmente en la literatura norteamericana.
También fue en aquella ciudad donde conoció al primer escritor real de su vida, Ezequiel Martínez Estrada, durante una visita que realizó en mayo del 59. El autor de Radiografía de la Pampa, que pronto partiría hacia su transfiguración cubana, lo impresionó por su aire cadavérico: “estaba viejo y enfermo, y se sostenía con una mano en la pared para no caerse”. Hablaron toda la tarde, pero Piglia solo recordaría una frase del encuentro: “Argentina se tiene que hundir”. Para subsanar ese olvido escribió su primer relato, “Una visita”, en el que sigue la reflexión ácida del profeta descarnado como una suerte de monólogo interior narrado en tercera persona. En el texto Martínez Estrada dispara admoniciones sobre una sociedad que lo rechaza, es alguien colocado bajo “la luz de la lengua argentina, que martiriza a quien se expone a su sutil transparencia”, y busca erigir una obra secreta. “Ningún acto mejor que cambiar de nombre y perderse en la llanura como los hijos de Fierro” -escribe Piglia- “y dejar un libro perdido en el mar de los libros futuros, una adivinanza lanzada a la historia”. Toda su obra entra en esa profecía autocumplida.
Los Piglia llegaron a Mardel desde Adrogué en diciembre del ‘57 en una suerte de exilio interior. El padre, peronista, había sufrido cárcel tras el golpe; había que tomar distancia y buscar otros aires. “Agarro todo el ‘58 y el ‘59 ahí, todo el debate laica o libre, y me voy a La Plata en el ‘60. Me invento una identidad nueva” -dirá en un reportaje realizado por Horacio Tarcus de reciente publicación. En esos dos años se convirtió -según su versión retrospectiva- en quien será hasta el final de sus días.
Resulta imposible no caer en las celadas que Piglia tendió sembrando pistas -no del todo ciertas, no del todo falsas- acerca de su biografía. Incluso en reportajes, género que supone cierta dosis de sinceridad en tanto exposición de verdades públicas, abonó versiones con elementos acaso ficticios, cuya invención mayor es Steve Ratliff, que en el primer registro es sólo “Steve M”. Se trata de “un inglés alto, que usa sombrero, piloto blanco (un disfraz), y habla con mucho acento”. Escritor desapercibido que se cartea con Malcolm Lowry, lo insta a leer en inglés. En la Introducción general a la crítica de mí mismo, así como en la memoria de sus contemporáneos, Ratliff, simplemente, no existe. Sí, en cambio, sus amigos del Cine Club, de los cuales aquel era probablemente un pastiche. “Oscar Garaycochea y Carlos Adam son muy lectores de la literatura norteamericana. Entonces me empiezan a hablar de eso y yo empiezo a leer, en inglés, a Hemingway”. Pero Ratliff, ya devenido personaje, salta desde algunos fragmentos de los Diarios a Prisión Perpetua, publicado casi treinta años después. A él le atribuye frases que serán propias de su estilo proverbial: “Uno confunde el pasado con un remordimiento”; “El arte de la novela se funda en la ilusión de convertir a los lectores en creyentes”. Artilugio típico de desplazamiento que le permite mezclar ideas, ensayos, en plena narración.
Ese extranjero, alter ego y figura paterna afantasmada, resuelve un dilema de la cultura argentina: la trampa del provincianismo. En ese sentido, para Piglia el extrañamiento (la vieja Ostranienie que los formalistas rusos, a los que lee por entonces, postulan como requisito de la eficacia ficcional) es condición de la transfiguración que dota de la distancia justa. Es preciso desmarcarse, salir de la breve cárcel del pago chico para aventar fantasmas y desplegar potencialidades que no sabía que tenía. Por eso Gombrowicz o Arlt, desde incómodos márgenes poco aceptables, completan las tesis borgianas de El escritor argentino y la tradición. Se trata de tomar distancia para ver.
Los escenarios de su recuento marplatense son el cine -los cines-, la Biblioteca Municipal y la playa. “Ese primer verano yo me pasaba la mañana en la playa y el resto del día en la sala de lectura del segundo piso de la biblioteca, y cuando cerraba me iba a mi casa con dos o tres libros y me pasaba la noche leyendo. Leí más en esos meses que en toda mi vida, quiero decir que después ya casi no volví a leer de ese modo, con la pasión deslumbrada de quien cree descubrir toda la literatura concentrada en un solo lugar, como quien tiene en un escondite en la ciudad, un sitio mágico en el que lo espera todo lo que puede desear”. En una charla que dio décadas más tarde, expresó: “muchas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar la biblioteca de Mar del Plata, donde todo empezó para mí, con la sala tranquila, con las enciclopedias en los estantes bajos de la izquierda y el reloj en la pared del frente, como si esa biblioteca fuera (también para mí) una forma de la felicidad”. “Recuerdo que cuando tomaba el ascensor y bajaba por la salida lateral que daba a la calle Luro, no podía esperar hasta llegar a mi casa (yo vivía en España y Belgrano) y me paraba en la vereda a hojear los libros que llevaba conmigo”.
De esas jornadas anota lecturas en su Diario: “Anoche leí El Gabán, de Gogol, (todos venimos del Gabán de Gogol, dijo Dostoievsky) con su tono de oralidad rabiosa, inolvidable”. “Pero también Kafka viene de ahí”. Y consigna anhelos: “Scott Fitzgerald fue capaz de realizar mejor que nadie la fantasía de ser un escritor”. También asienta posibles argumentos: “Artista que trabaja en una obra monumental y muere antes de terminarla. Final inesperado, en los periódicos noticia del suicidio. Encuentran su habitación llena de fichas. Dentro de la máquina de escribir un página donde está escrito: Historia sentimental de la humanidad. Cap. I. No había nada más”. Pero también, ante los amores contrariados, ensaya sus “pensamientos compensatorios”: “¿Qué me importa todo lo que he leído? ¿Qué me importa escribir y saber, si no estoy con ella?”
Aunque la política aparece en forma lateral, casi desdeñosa, como su participación en la toma de los colegios por el debate sobre la privatización de la enseñanza, sí recoge sus fantasías más radicales. Ante la visita de Eisenhower con Frondizi a la ciudad el aún anarquista Ricardo Piglia tiene pulsiones suicidas: se imagina como un heroico magnicida que se tira bajo las patas de los caballos con una bomba. Sin embargo, está en pleno funcionamiento su asunción de la militancia que en breve lo conducirá al maoísmo. Lee al Marx de La Ideología Alemana y a Jean Ives-Calvez, un jesuita biógrafo de Marx que daría cursos de formación en el país (entre sus estudiantes estaban Horacio González y Camilo Torres). Pero un viaje a Catamarca en el que conoce a Luis Franco será crucial: vuelve convertido al marxismo. Al mudarse a La Plata, el año 60 se integrará a Praxis, convertido en secretario de redacción de la revista Liberación, y no tardará en adscribir a Vanguardia Comunista.
Hacía una década que había sucedido el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata que organizó Perón; en el ‘59 tuvo su versión frondicista. El saldo fue una amplia red de salas que en invierno ofrecían funciones a precios módicos para mantenerse abiertas. Muchas veces Piglia contó cómo pasaba el día yendo de un cine a otro viendo hasta tres películas por día y además participando del Cine Club, donde se nucleaba el campo intelectual marplatense. De esa afición, lindante con la obsesión, extrae no pocas lecciones. De Godard, por ejemplo, como sugiere su reciente biógrafo Mauro Libertella, aprende algunos elementos sustanciales de su procedimiento narrativo: el collage, la cita enmascarada, la mezcla de géneros y el ensayo incrustado como alegoría en el relato, que a su vez alienta tesis ensayísticas.
El balneario es el otro espacio de experiencias donde se pone a prueba: nada hasta casi perder el aliento. En más de un relato, incluido el guión de Corazón Iluminado que hizo para Héctor Babenco, que es difícil no cotejar con sus diarios, la playa es el lugar vacío donde solo existe el mar como desafío. “Otra vez me refugio en el mar y en el cine para no pensar”; “Me interno en el mar y veo la ciudad desde lejos, plana y quieta como si fuera una foto”. La Mar del Plata de Piglia siempre es una ciudad fantasmal, vacía. Pero sus días allí están contados. Con tono distante, narra en el Diario la despedida de su madre cuando parte a La Plata: “Un rato antes de irme me abrazó llorando. Ella sabe que no voy a volver a casa”. Mar del Plata era, ya, el pasado. El lugar donde Piglia había empezado a oír el murmullo de la historia.