Cada novela contiene en su interior la pregunta cifrada sobre cómo narrar. Algunos relatos borran el límite, entre enunciación y enunciado - para decirlo de un modo elegante- con la intención de volverse invisibles en la cuestión, mientras que otras evidencian la operación, cuentan el proceso, las dificultades en la toma de decisiones, el mundo que desvela a quien crea ese otro mundo. Parece un reduccionismo un tanto perezoso, pero lo cierto es que, desde el Quijote hasta nuestros días, la pregunta intrínseca en cada novela por la forma que se teje para contener aquello que se cuenta es en cierto modo el motor que mantiene en funcionamiento la máquina que hace mover a un relato. Y, para ponernos un poco fatalistas y mesiánicos, podríamos aventurar que mantiene con algunos signos vitales eso que entendemos por literatura. “Cada novelista, cada novela, debe inventar su propia forma. Ninguna receta puede reemplazar esta continua reflexión. El libro crea por sí mismo sus propias reglas” escribió Alain Robbe-Grillet, miembro fundador del movimiento francés, el nouveau roman, palabras que hacen eco en la nueva novela de Sebastián Martínez Daniell.

En su novela anterior, Dos Sherpas, el escritor y editor argentino tomó como punto de partida la caída de un escalador inglés en el monte Everest, en Nepal. Desaparecido en las fauces del abismo, los dos sherpas que oficiaron como guías quedan solos arriba, camino a la cumbre, ante la inmensidad de la montaña, liberados a una serie de especulaciones y charlas, en apariencia banales, que se ramifican por diversos temas, desde Julio Cesar de William Shakespeare hasta la escritora Mary McCarthy. En un complejo y sutil juego de espejos, como en la espera metafísica de un Don Segundo Sombra de las montañas, Martínez Daniell se las ingenia para construir un aparato narrativo preciso y ajustado sobre la adultez y el traspaso de la experiencia, que repasa la historia del colonialismo cultural en Occidente.

En su última novela, Desintegración en una caja (Marciana) hay también una muerte que ordena, orquesta y hace proliferar relatos, aunque no desde la perplejidad sino desde la espera y la melancolía. Al refrán de las cajas chinas, una caja contiene a otra, como en una mamushka chauceriana de cuentos que mantienen alejadas las inclemencias de la peste, Martínez Daniell hace implosionar la narración como en una bomba de tiempo. Es el tiempo y la forma que tiene para desdoblarse lo que le interesa contar, en sus múltiples facetas; cómo ese tiempo alterno opera sobre la lengua de sus personajes, en la vida que lleva adelante un hombre que hace resonancias magnéticas y cómo el trabajo incide en su cuerpo, en el diálogo a veces imposible de la vida matrimonial, en una carta de despedida que excede los límites impuestos por la cordialidad del duelo.

En esa suspensión del tiempo y su forma de pensarlo, Desintegración en una caja se ubica en un futuro más o menos distópico, más o menos atemporal. Una “Amorfia” ha provocado extinciones masivas, las instituciones han desaparecido, y los humanos se han reducido en su número a la mera supervivencia del planeta. En ese contexto, espejo refractado y caótico de un presente, un tiempo que simula una suspensión onírica, se leen las ruinas de una modernidad periférica; la que parece acontecer, como suele pasar con cierta ciencia ficción especulativa, no deja de hablar en clave política de lo que pasa en el aquí y ahora. Martínez Daniell organiza el relato de lo familiar; en una clave que apela directamente al título de la novela y que podríamos usar parafraseando la frase que abre el Crack up de Francis Scott Fitzgerald: toda familia es un proceso de desintegración. Lo familiar, el relato neurótico por excelencia, está hecho tanto por lo que cuenta como por lo que elige dejar afuera; las fisuras, los diálogos imposibles, las fantasías de lo que se dijo y lo que no. Todas las ruinas que tejen una genealogía familiar y desbarajustan el léxico.

Martínez Daniell parece aunar en su poética dos proyectos que en apariencia estarían en las antípodas, y lo hace como dos cables de corriente alterna: por un lado, la reflexión sobre la escritura y el tiempo, patrimonio del santafesino Juan José Saer, por otro, cierta experimentación con las formas menores de la literatura, patrimonio casi imposible de imitar de Manuel Puig. Los registros en ambos casos coinciden en un punto; una oralidad programática en diversas formas -la confesión, la poesía camuflada de prosa, preguntas que no alcanzan una respuesta- que articula los distintos discursos literarios y se tejen alrededor de la pérdida y el duelo. Esa caja contenedora, la familia que nos forma y nos protege, resulta ser tan caótica como el desamparo de lo real. Parece complicado el lugar siempre incómodo entre dos popes de la literatura argentina, un riesgo que Martínez Daniell asume sin miedo a ser tildado de anacrónico, no solo para armar un sólido proyecto literario, desde Semana, su primera novela, hasta Desintegración en una caja, sino para actualizar la vieja pregunta de cierta época dorada de la literatura postmoderna; cómo hacer para narrar.