La mirada descentrada esquiva la trampa que orquesta la realidad hegemónica con su caballito de batalla de la normalidad. Después de leer los veinte cuentos del escritor y artista plástico Omar Caíno que integran su primer libro Ropamuerta (Paradiso) se puede afirmar que vistos de cerca ninguno de sus personajes son normales. La extrañeza que derrama desde el comienzo esta pátina de “anormalidad”, a falta de un mejor sustantivo, resulta el principal capital de estos relatos, refractarios a los géneros y las clasificaciones que los circunscribirían automáticamente en el territorio de la fantasía o la ciencia ficción. 

Hay un hijo que, a contrapelo de lo que dicta el asfixiante sentido común, no es capaz de saber cómo era su madre, ni siquiera en sus mínimos detalles. Sólo registra que no hablaba ni se vestía como las demás madres. Un médico anciano olvida conocimientos básicos de su profesión en medio de una compleja intervención quirúrgica. Un hombre no recuerda su nombre cuando la lluvia lo agarra sin paraguas en la vidriera de una tienda de antigüedades. Un joven recibe las cartas del profesor de literatura Lorenzo Bacigaluppi desde distintas ciudades del mundo (Viena, Ámsterdam, Roma, Berlín); pero hay un misterio que se amasa con metódica lentitud, hasta que se levanta la tapa de un baúl.

Mirar mejor desde los márgenes no debe ser homologado con la marginalidad, aunque haya un par de mendigos en los cuentos que podrían ingresar en esa categoría. Lo que importa no es tanto la condición socioeconómica del hombre de goma o del mendigo de saco y corbata que vive en la puerta de una casa abandonada, sino el punto de vista que adoptan los distintos narradores. Los relatos proceden de una geografía indefinida y un tiempo que no se deja capturar. 

El escritor se desmarca del realismo, la ciencia ficción, la fantasía, pero también se distancia de la transparencia y sencillez para construir una lengua literaria extrema en su singularidad. “Además de mi traje, el frente de la casa abandonada y la canilla, mis posesiones de aquella época incluían una barra de jabón. Uso la palabra posesiones en un sentido amplio: ni el frente de la casa ni la canilla eran míos, pero los usaba como si lo fueran. Con el jabón pasaba algo parecido; era mío a medias porque lo había robado. Podría haberlo comprado; un jabón es barato y pidiendo no se tarda mucho en reunir su precio. Pero me pareció una impiedad comprar algo fácil de conseguir de manera gratuita cuando había tantas cosas que me faltaban; por ejemplo tratamientos odontológicos”, dice el narrador-mendigo del relato “Desde la puerta”.

El escritor y artista plástico estudió con Ricardo Piglia, Juan Carlos Martini Real, Leónidas Lamborghini y Alberto Laiseca. Los veinte cuentos de Ropamuerta los trabajó en un largo período de su vida. No pensó “El olvido de mi nombre delante del anticuario” como un relato que refleja el Alzheimer del personaje. “La primera versión de ese cuento probablemente es anterior a que tuviera noticias de la existencia de la enfermedad. El personaje olvida su nombre sin explicación, porque sí, por el propio miedo a olvidarlo. A mí me gusta que el olvido no tenga motivo. Además me gusta el olvido del propio nombre porque es el olvido máximo, y al mismo tiempo es un olvido puntual, porque en la historia el protagonista no olvida nada más”, cuenta el autor a Página/12.

Caíno, que escribió la mayor parte de su vida, pintó solo en los últimos diez años. “No creo que literatura y pintura se realimenten, pero ambas comparten una inclinación que tengo por lo visual. El elemento visual es tan propio de la pintura como de la literatura. No es patrimonio de los pintores solamente. Literatura y pintura solo tienen distinta forma de tratarlo. En mis cuentos lo visual es importante. Si no viera mentalmente a los personajes, y al lugar físico donde transcurre una historia, creo que no la podría escribir. Y si la escribiera la sentiría falsa”, reconoce Caíno y agrega que le propuso a la editorial Paradiso ilustrar la tapa del libro con su pintura “Mujer con la cara tiznada” (2017) porque la siente cercana al personaje Ropamuerta.

En la mayoría de los cuentos siempre aparece algo inquietante o perturbador, como si no fuera posible mirar y escuchar a nuestro alrededor sin encontrar esa especie de desvío dentro de la misma realidad. “En general no me interesa el naturalismo literario, o sea copiar la realidad. Y no hago literatura fantástica -aclara Caíno-. A la realidad me gusta entrarle mediante un corte oblicuo, de chanfle, con la hoja de cuchillo inclinada, como hacen libros difíciles de encuadrar como los de Alicia, de Lewis Carroll, El circo del doctor Lao, de Charles G. Finney, Flatland, de (Edwin) Abbott Abbott, El Golem, de (Gustav) Meyrink, La casa en el límite, de William Hope Hodgson, además de (Franz) Kafka, (H.P) Lovecraft, (Thomas) Bernhard, Philip K. Dick, Oskar Panizza”. No sabe el escritor por qué le gusta entrarle a la realidad de esa manera. “Tal vez porque soy extraño. No me siento una persona corriente y adaptada, si es que realmente hay personas así. Mis textos y lecturas son una prolongación de mí. También trabajo con ese aspecto extraño porque si toda mi realidad estuviera compuesta solo de lo real, me aburriría mucho”, afirma Caíno.

“Se puede escribir cuentos de muchas maneras; para mí el género no tiene reglas fijas”, explica el escritor. “Para lograr escribir un texto breve uno solo debe ponerse a escribir un texto breve. Si parte de una idea que le gusta, mejor. Sino que se largue a escribir una historia cualquiera que ya va a encontrar la idea -sugiere-. Yo al texto que escribo nunca lo miro desde afuera; me lo pongo como un pulóver. Me desdoblo todo el tiempo en escritor y lector. El lector le avisa al escritor cuando la narración falla y se vuelve confusa o insoportable. No me planteo que haya historias que no se pueden contar. Si me gusta la idea, aunque sea difícil, voy adelante”.

Nada más alejado del universo narrativo de Caíno que la autoficción. “Nunca tuve en la escuela a un Bacigaluppi. Ni a una madre como Ropamuerta. Ni de chico me curó los dientes un dentista sin piernas”, precisa el escritor. “Cuando empecé a escribir buscaba las historias en la experiencia más inmediata, mía o de otros. Luego fui capaz de trabajar con la imaginación. Que no es un proceso mental arbitrario, sino que se relaciona con uno de una forma profunda y depurada. Escribir algo totalmente desvinculado de mí no me interesaría. Los personajes del libro siempre tienen que ver conmigo, con la experiencia que tengo de mí mismo. Con la manera en que sufro mis insuficiencias. Yo no voy a contar experiencias como Hemingway. Ni las tengo ni añoro contarlas; aunque me guste leerlas. Podría decir que mis experiencias son mis cuentos y no a la inversa”.