A Ricardo Piglia, in memoriam

Ocurrió un dieciséis de junio. A las doce y cuarenta ya era demasiado tarde para correr y resguardarse en la recova. Fueron abatidos como pájaros desprevenidos. Mutilados, heridos, tiesos, los cuerpos cayeron impúdicamente sobre la Plaza. Unos segundos antes caminaban ingenuos por las veredas, transitaban como cualquier otro jueves en autos o trolebuses. Trabajadores, niños que salían de los colegios como luciérnagas, canillitas, empleados con sus caras entumecidas por el frío. Algunos miraban hacia el cielo como quien espera un meteoro o una revelación. Las noticias de la mañana habían anunciado una demostración de vuelos de la Fuerza aérea. Los más informados hablaban de los aviones Gloster, comprados a Gran Bretaña hacía una década. Los vieron venir. Escucharon, tal vez con emoción, la potencia de los motores cada vez más próxima. Ahora casi todos miraban al cielo, muchos con una especie de orgullo. No habían imaginado vuelos tan rasantes. De pronto, en aquel instante prístino, un estruendo, luego otro y otro... Los aviones descendieron lo suficiente como para lanzar su carga letal y retomaron altura. Los ataques se repetirían una y otra vez. En unos minutos ya todo era humareda y gritos. Desde los escombros, el brazo de un hombre se levantaba y caía. Más allá una pierna de mujer, inerte. En la calle, varios autos, un micro escolar y el trolebús repleto de pasajeros ardían en un fuego fatuo. Los aviones habían bombardeado la Plaza. Se estaba iniciando la masacre, el absurdo: hombres, mujeres y niños abatidos como blancos enemigos por aviones propios. Buena parte de edificios imponentes se desmoronaron como si fueran construcciones de arena. La Plaza, en su perplejidad, se cubrió hora tras hora de sangre, terror y muerte.

En un edificio cercano, Leyton miraba por la ventana. Desde allí tenía una visión lateral de la Plaza que ahora estaba cubierta por el humo de las explosiones y los derrumbes. Desde las primeras bombas, sus compañeros de oficina habían entrado en pánico. ¡Por la escalera es más seguro! gritaban algunos. De pronto, empleados y jefes se apretujaron mientras bajaban bruscamente, empujados por la desesperación. Leyton, un hombre que rondaba los cuarenta, de nariz afilada y mentón saliente, se mantenía quieto en la ventana. No parecía escuchar las voces insistentes que lo llamaban,  vamos doctor, vamos! Nadie advirtió el brillo en sus pequeños ojos grises ni la sonrisa que ensanchaba su cara angulosa. Lo lograron, pensó, y apretó el puño en señal de victoria. 

La mayor parte de su vida Leyton no había creído en nada, mucho menos en él mismo. Sin embargo, se sentía orgulloso de su apellido, de origen inglés. Ser un Leyton le había permitido algunos chispazos de arrogancia que impulsaron su sueño universitario. En verdad, soñaba con una chapa dorada: Doctor Frank Leyton, abogado. De a poco, la realidad, su realidad, se le presentó cruelmente diferente a la imaginada. Después de dos años en la universidad, no había rendido ningún examen. Abandonó el sueño dorado y se empleó en una empresa de seguros en el sector legales. Algunos compañeros lo llamaban doctor. Ese apelativo y la rutina de su trabajo calmaban una inquietud casi permanente. Su otro sueño, tener hijos varones para continuar el linaje, era remoto. Leyton se sentía atraído por mujeres desvalidas, marginales, pero le resultaba inadmisible que un Leyton fuera hijo de una mujer a quien en realidad despreciaba.

Recibió la propuesta de un vecino, un hombre bien trazado. Lo invitó a participar de la reunión del Partido conservador para “hablar sobre política”. Leyton nunca había pensado en la política. Era algo que sucedía a su alrededor, en un mundo mucho más amplio que el de su pequeña vida cotidiana y le resultaba absolutamente ajeno. Sin embargo, siguió una intuición y el sábado llegó puntual a la reunión. Si bien Leyton no podía comprender lo que allí se discutía, estaba deslumbrado. Le impactó la convicción con la que debatían aquellos hombres. Retuvo una frase que mencionaba los aviones Gloster Meteor de fabricación británica. Leyton, oculto tras su apellido, sintió envidia y fascinación hacia quienes creían fervientemente en algo. Entonces ocurrió una especie de milagro: la vehemencia y el entusiasmo de los conservadores se hizo carne en él. Tuvo la sensación física, él que vivía por lo general ausente de su cuerpo, de convertirse en un hombre corpulento. A partir de entonces, participó de varias reuniones del partido. El tono de las disertaciones era cada vez más violento. Leyton empezó a sentirse parte de algo importante.

Ahora mismo, mientras observaba la Plaza bombardeada reconoció que habían cumplido con su palabra: “hay que aniquilar este gobierno”, y La Libertadora había atacado. Le pareció que encauzaba un profundo rencor, que se liberaba de preguntas que lo atormentaban. Allí estaba, nítida, la respuesta. Si por sus venas corría sangre verdaderamente british, estaría del lado de sus antepasados, con el coraje de los colonizadores.

Hacía rato que no se escuchaba el asedio de los aviones. Leyton caminaba de un extremo al otro de la oficina. Sentía la adrenalina y la tensión como si él mismo hubiera piloteado un Gloster. En ese estado, un impulso lo arrojó hacia la Plaza. Se miró al espejo del ascensor y elevó su mentón saliente.

Leyton no imaginó, no pudo imaginar, en qué se había transformado la Plaza disipada la humareda. Aniquilar al gobierno y el ataque a la Plaza eran en su mente nociones aún abstractas. Apenas caminó media cuadra cuando tuvo ante sus ojos un escenario caótico y sangriento. Las ambulancias recién llegaban; escuchó gritos, quejidos. Pero fue cuando vio los cuerpos heridos, amputados, muertos, que Leyton pasó de la euforia a la desorientación. De pronto, los conservadores, los discursos enardecidos, con los que se había fusionado como un solo cuerpo, se evaporaron y tuvo un sentimiento de irrealidad. Caminaba con paso errático por la Plaza, cuando escuchó el gemido de una mujer. Fue un refugio en medio de su confusión interna y allí se quedó. En realidad, se encerró, como si hubiera levantado un muro alrededor de ese minúsculo espacio con ella. La mujer tenía una herida en el abdomen, la sangre se había deslizado hacia el costado del cuerpo. Por un instante Leyton se imaginó besándola. Se arrodilló junto a ella y le colocó su abrigo bajo la cabeza. La mujer balbuceó algo que él, aunque casi pegó su oído a la boca de ella, no logró entender. Le dijo que buscaría ayuda. Cuando se puso de pie, el muro se desvaneció y Leyton quedó a la intemperie. Sólo entonces escuchó el ruido infernal. Ya era tarde. Un golpe fulminante, algo que venía del cielo impactó en su pecho y su cuerpo cayó lánguido sobre la mujer. Antes de hundirse en el silencio infinito supo quién era, siempre lo había sabido. Soy Leyton,  murmuró.