"Esta noche otra vez ha llovido en Talar. Salí un rato a la galería contemplando el secreteo de las gotas. Llovía lento, suave. Aunque hacía un frío húmedo que se metía en los huesos, me quedé fumando y contemplando la lluvia. Entonces creí tener en claro de qué venía este otro cuaderno". Era, en efecto, sobre la amistad, pero no solo. Cada tanto aparece en el libro una entrada en cursiva del narrador, de Guillermo Saccomanno, desde la casa con parque en la que viven su hija mayor junto con su compañero y sus tres hijos en Talar de Pacheco, conurbano: "Acá puedo deslizarme sereno en una prosa introspectiva, venir a esta casa me protege de mí mismo y me resulta un ámbito coraza contra los bajones que me persiguen hasta Villa Gesell".

“Cuando llegás a cierta edad mirás a los costados y te das cuenta de que te vas quedando solo en más de un aspecto, que te estás perdiendo, que se te están yendo seres muy entrañables”, dice Saccomanno desde allá, la costa atlántica, en el borde del invierno, y refiere a Mirlo: Cuadernos de la amistad, el libro que acaba de publicar. Cierta edad: nació el 9 de junio de 1948 y desde hace treinta y cinco años reparte sus días entre un departamento en el bajo porteño y otro en la Villa. “Un día me encontré tomando apuntes en un cuaderno sobre mis amigos de acá, y no los de Buenos Aires -dice-. ¿Qué nos unía? En más de un sentido, la huida. Esto de elegir un territorio tiene un lado de mentira, porque cuando huís en tu mochila cargás con los rollos del lugar que venís. Por eso cito el poema de Kavafis, que nos gustaba mucho a Juan y a mí”. 

"Dijiste iré a otra ciudad, iré a otro mar./ Otra ciudad he de hallar mejor que esta. Todo esfuerzo mío es una condena escrita/ y está mi corazón,/ como un cadáver, sepultado. El pasado habrá de perseguirlo/ verá sus ruinas en todas partes".

“Tal vez me engaño, y este no sea tanto un libro sobre la amistad como sobre fugitivos”, escribe Saccomanno. “Con respecto a la huida, hay algo que descubrí leyendo a la filósofa belga Vincianne Despret -dice-. Despret indaga sobre la hospitalidad en el nomadismo, y cuenta cómo los pájaros migran con el cambio de estación y después vuelven al punto de partida y se adaptan enseguida, de una manera natural. Nosotros en ese sentido lo hacemos a nuestra manera, pero siempre con un matiz de desgarro. Por otro lado pensaba pucha, mi literatura por lo general es oscura, fuerte, y tenía ganas de escribir un libro de gratitud, porque creo que a medida que pasan los años, y considerando que pertenezco a una generación de sobrevivientes de diversas tragedias, la dictadura para empezar, las drogas, lo que pueden haber sido las pestes, tengo un sentimiento de gratitud de haber llegado a esta edad y haber tenido los amigos que tuve y los que tengo, y de poder todavía seguir mirando la realidad pero con una mirada menos crispada”.

Guarda, aclara enseguida Saccomanno: “Esto no quiere decir que me volví un hippie pacifista”.

EL OFICIO DE VIVIR

Con entradas cortas, fragmentadas, Saccomanno va entreverando escenas, compactos, bocetos, perfiles de sus amigos en Gesell, con los pensamientos que se configuran en una caminata por el bosque o la playa o en la atmósfera apacible de Talar, ideas sobre el territorio, el paso del tiempo, lo que se dialoga con los muertos, las huellas de los libros. Y así aparece el Francés, un ex montonero, arquitecto, dueño de un hotel: se conocieron en un bar en una fiesta de año nuevo, a fines de los 80, un contador de historias que aparece en varios escritos de Saccomanno. Y Pepe, librero, que cada tanto carga su combi y sale a vender libros por los caminos. Y Pablo, un exiliado psicólogo retornado que anduvo a los tumbos, predominio del cuesta abajo. Y Riqui y Patri, periodista del canal local él y maestra ella, una pareja muy querida en la Villa. Y Rosa y Julio, encargada de edificio ella y albañil él, el recuerdo de su hospitalidad y el desbarranque con el correr del tiempo. Y Adriana y sus meditaciones al amanecer, su arte para retratar y captar lo secreto, la coherencia existencial en su quehacer: se trata de la fotógrafa Adriana Lestido. Saccomanno no anota su apellido y tampoco el de Juan: Juan Forn ronda a lo largo del libro. “Ha sido mi última gran pérdida”, dice Saccomanno.

La soledad es un amigo que no está. Este cuaderno, debo aclararlo, empieza antes de su escritura. Empieza a fines de junio, con el ánimo por el piso, hace unos días nomás, un atardecer brumoso en el departamento de un ambiente que ocupo en el Bajo. Venía de caminar por las calles desiertas y me sentía tan vacío como ellas, un escenario Gotham. Había muerto Juan”. Forn murió allá en la costa el 20 de junio de 2021, dos días después de dejar listo Yo recordaré por ustedes. “Como planteo en el libro, si el Francés era como mi hermano mayor, por carácter transitivo Juan era en cierta forma mi hermano menor -dice Saccomanno-. Pude convencerlo para que se viniera para acá, luego de que tuvo su pancreatitis. Bueno, a él y a su mujer de entonces les atrajo la propuesta, porque estaban muy acorralados por la enfermedad. También yo tuve achaques de distinto tipo en los últimos diez años, que no pienso citar ni enumerar porque no quiero entrar en el terreno de la autocompasión, algo que es fácil y extorsivo para los lectores. Y aclaro: me resisto a la literatura del yo, no me gusta, no creo que este libro incursione en eso. La literatura que a mí me interesa, aunque cuente algo personal, tiene que ser solidaria y no narcisismo disfrazado”.

“Con Juan teníamos también, y esto no puedo esconderlo, discusiones muy fuertes, enfrentamientos, porque eran como dos literaturas midiéndose -dice Saccomanno-. Creo que se produjo un cambio en él cuando vino a Gesell, su biblioteca se abrió, sus intereses cambiaron también. Siempre habíamos sentido una gran afinidad con la literatura norteamericana, y obviamente también con la rusa, pero al instalarse acá diría que su lectura de los rusos, o más bien de los eslavos, se volvió pasional. A esto lo prueban sus contratapas en el diario, que yo diría que son sus ensayos breves, un juego de géneros donde trabaja un híbrido entre ensayo, opinión y narración. A él por supuesto le importaba más lo narrativo, porque viene de ahí, pero hay algo del orden del pensamiento que está presente todo el tiempo. Y a esto lo pongo en relación con la novela acotada, porque él encara las biografías en esas contratapas desde un costado novelesco, y desarrolla ahí pequeñas épicas”.

Escribe Saccomanno: “Nos juntábamos acá, en El Náutico, este parador de playa donde vengo por las tardes a escribir un rato”. Y recuerda que, en los meses largos, otoño, invierno, primavera se juntaban a hablar largo de literatura, cotejaban bibliotecas. “La suya era mucho más ordenada, más exquisita en algún sentido -dice-. Los libros de Brodsky, Bulgakov, Elías Canetti, Danilo Kiss, los checos. Y la mía era mucho más caótica, salvaje, y Juan me decía claro, acá tenés perlas encanutadas que no tenés en Buenos Aires. Todo el tiempo nos pasábamos libros. En ese sentido, la de Juan fue la amistad más literaria que tuve. Con las previsibles disidencias, sus matices, que son fundamentales para establecer diálogos, diferencias y complicidades. Como dice Borges en sus charlas con Osvaldo Ferrari: uno de los grandes hallazgos de la cultura griega son los diálogos; los de El Banquete, por ejemplo, dice Borges, son un modelo de inicio de la cultura del diálogo. Algo fundamental en la amistad, especialmente cuando uno comparte ideas que provienen de la militancia, de experiencias crudas de la realidad. Hablo de la yeca, de tener yeca. En Gesell te juntás con gente con la que por ahí no te juntarías en Buenos Aires, acá tenés una cotidiana con el plomero o el gasista, el almacenero, tipos que se convierten en amigos tuyos y podés compartir una mesa, una cosa más horizontal que te da esto, y también menos anónima, en el sentido de que conocés al otro, convivís”.

En esto de rastrear lo entrañable en la memoria, Mirlo dialoga con otros dos libros suyos: El buen dolor, novela sobre la relación con su padre, y Antonio, su amistad con Dal Masetto. “Antonio fue para mí un maestro y un gran amigo, nos frecuentamos mucho -dice Saccomanno-. Se me ocurre que hay otra imagen de escritura que anda dando vueltas que es Cesare Pavese vía Antonio, porque creo que este libro tiene algo de El oficio de vivir. Como diría él de la poética de Pavese, esa cosa melanco, pero no esa melancólía que te carcome y que te impide seguir adelante, aunque el adelante a esta altura de la vida de la vida es limitado”.

SI QUERÉS QUE EL MILAGRO SUCEDA

Más allá de algunas escenas luminosas, festivas, en los dos tercios iniciales del libro predomina lo crepuscular; en la última parte lo crepuscular se atenúa y acaso tenga que ver con cómo la lectura que hace Saccomanno de Despret, los pájaros, las conversaciones, los territorios, se derrama sobre sus experiencias, su mirada, su escritura. “Yo pensaba que tal vez esto sería lo último que iba a escribir, pero no por fatiga, sino por la cuestión de no repetirme -dice-. Así que a esa sensación de algo póstumo se le superpuso un carácter conciliatorio, y de ahí que empezara a escribir esas estampas. Otra vez: no es que me fumé un porro y me volví hippie. Yo sigo sosteniendo la vigencia de mis ideas de los ’70, no creo mucho en los boludos que de golpe se volvieron sensatos, algo que pasó en el 83 con el alfonsinismo: viste que todo el mundo se puso ecuánime y nos comimos la Obediencia Debida. No, nada de eso. Pero a medida que lo iba escribiendo sentía un aire de despedida. A este espacio, la costa, Gesell, le dediqué una novela negra como es Cámara Gesell, y he visto los efectos; pero ahora enfoqué en un costado más solidario, que explicaba por qué elegí este lugar para sanarme desde los males de Buenos Aires, de los años de trabajo en publicidad. Me vine acá para quemar las naves y consagrarme a la escritura: todos los libros que publiqué desde los 90 fueron escritos acá. Eso, por un lado, y por otro encontré acá una fraternidad con alguna gente que me remitía a mi escenario de infancia en Mataderos. Los tilingos de la costa me van a querer matar por esto, pero yo me refiero al clima barrial”.

Saccomanno se levanta antes de que amanezca, invierno o verano, se encuentre donde se encuentre. Escribe hasta las 11 de la mañana y sale a caminar; en Gesell se va a El Náutico. Siesta corta y vuelta a escribir, a corregir, a leer. Unas diez horas por día de trabajo. “En el libro terminé de tomar conciencia, se me materializó, todo lo que uno deja de lado por la escritura -dice-. Uno relega y sacrifica amor, relaciones filiales, parentales. Sacrificás muchas historias que tienen que ver con lo afectivo. La literatura, tal cual la entiendo, tiene algo de actitud religiosa, de estar todos los días encima del papel. Un ritual diario. Habrá otros que le confían a la inspiración: yo dudo de la inspiración. Yo defiendo el oficio. Como lo defendían Dal Masetto, Soriano, Juana Bignozzi. Hay días que tenés más nafta y otros que tenés menos, pero si querés que el milagro suceda, andá a misa”.

Aunque la publicación de estos Cuadernos de la amistad le genera dudas -acaso por el caudal de intimidad-, tal vez este sea uno de sus libros más poéticos. “Hay un tono que puede sonar así, como un clima, y eso viene tal vez de mis lecturas de poesía, o de determinadas escrituras que me pueden interesar, como la de Sebald. Me estoy yendo cada vez más de la prosa clásica”. Y luego están sus apuntes sobre la naturaleza. “Si hay algo que se insinúa a menudo en Mirlo es la transitoriedad, y eso es algo que uno observa ahí: los cambios de estaciones, la perspectiva de la existencia. Y no resulta un libro sobre la muerte, sobre el final: es un libro sobre la conciencia de lo que dura la existencia. No es triste. Lo transitorio, los amigos que conocés y de golpe en un suspiro pasaron dos años y no están: qué te dejaron, qué se llevaron, cómo quedás, cómo se vive la pérdida, por qué no vivir la pérdida como un aprendizaje. Más allá de que uno se rebele contra la muerte, la vida se ve distinta a cierta edad. No quiero entrar en ese refranero popular pelotudo de que a los veinte ponés bombas y que después te aburguesás: yo no me volví un burgués y muchos de mis amigos no se volvieron burgueses, está claro que José Pablo Feinmann no se volvió un burgués. Pero el paso del tiempo te modifica la perspectiva”.

 

>Fragmentos de Mirlo: Cuadernos de la amistad, de Guillermo Saccomanno

El territorio es materia de expresión, observa Despret. Un fin de estación la ventana de su cuarto había quedado abierta por primera vez en meses como un signo de victoria sobre el invierno. Al amanecer la despertó un mirlo. Cantaba con el corazón, con todas sus fuerzas, con todo su talento de mirlo. Otro, un poco más lejos, le contestó. Despret registra entonces que se trataba de habla, que ponía en tensión la belleza en la cual cada término importa. El silencio contenía la respiración, lo sentí temblar para concentrarse en el canto. Tuve el sentimiento más intenso, más evidente, de que la suerte de la tierra, o quizás la existencia de la belleza misma, en ese momento descansaba sobre los hombros del mirlo. El canto me había dado el silencio. Lo importante me había tocado.

Últimamente me pregunté a menudo qué me atrajo de esta filósofa. Creo haber dado con una explicación. Stephen Durand, en el posfacio escribe refiriéndose a Despret como autora de una “poética del silencio” que investiga una ecología de las ideas. Pues bien, a mí me atrajo hacia sus libros el agotamiento de lecturas que clausuran territorios a explorar, incluyendo, en este caso particular, la noción de territorio, la necesidad de la resignificación del mismo, aceptación gustosa de la alteridad, el abandono de prejuicios antropomórficos que imponen una rutina intelectual. No se trata, en Despret, en nosotros, de estudiar los pájaros apuntando sus comportamientos en función de usufructuadoras categorías humanas, sino al revés: ver qué pueden enseñarnos los pájaros y si estamos en condiciones de aprender no como “modelos de autoridad moral” sino de cultivar otros modos de atención que cultivan los ornitólogos impulsando la imaginación, otras operaciones de entusiasmo que nada tienen que ver con la propiedad privada, el posesivo “mi” aplicado como estampilla al acá. Entonces, me digo, qué pasa si en este libro que escribo no es solo sobre los que eligieron acá, sino también que, no siempre advirtiéndolo ni detectando una razón clara, fueron elegidos por este acá. Hablo, sin ir más lejos, de hospitalidad, es decir, escuchar y enriquecer nuestro pensamiento.

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Retratista que cala es quien puede radiografiar al modelo porque antes se ha enfrentado a sí mismo y se enfrenta una y otra vez consigo. Este, reflexiono, es el caso de Adriana. Su búsqueda contempla la captura del secreto aun cuando se pretenda enmascararlo. Sus retratos informan la captura de una expresión que no alcanza a manifestarse, un movimiento imperceptible, y las mismas están procesadas por un sentimiento personal de ausencia, la vivida, conciencia del presente fugaz en que transcurre la historia a registrar y su pérdida inminente, la ausencia que vendrá.

También tengo que consignar el tiempo, el tiempo que cada una de las series le ha requerido. No se trata solo de clic. Es necesario convivir con los seres que registra, estar con ellas. Ese es el caso de Mujeres presas, o de Madres e hijas. Respirar el olor de cada ambiente, observar es intimar y sentir, comprometerse con lo que se narra, porque en este punto su trabajo es narrativo. Y ella no puede contar “lo que se ve” sin antes haberlo vivido. El grado de verdad de cada foto de ella se palpa, se huele, se escucha. Y también, esencial, está el tiempo que esta experiencia pide. Solo pueden reflejarse unas arrugas en un rostro, una alegría o una tristeza si se pasó un tiempo largo con esos seres y aquí largo significa también un conocimiento, la hondura de la exploración en ese tiempo, el tiempo que impregna la soledad y viceversa. Y, en este punto, considero a Adriana como mi maestra de escritura.

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Las nubes, las sombras pasajeras, anoté mirando ratos breves de sol mientras caminaba por la playa y pensé en una metáfora apropiada que definiera la construcción de este relato, que se construye por rachas de memoria, las más de las veces involuntarias, y no responden al propósito de una composición armándose deliberadamente sino más bien a través de impromptus, relampagueos que pueden dar la idea de cómo es un personaje, qué situaciones emblemáticas tal vez son las más representativas del mismo que una descripción realista, me digo. Pienso por ejemplo en el silbido de Pepe cuando camina, el silbido de un tema de Serrat que habla de una idea del amor, sentimientos de otra época, silbados con calma, con la misma parsimonia de su caminar. Hace un rato nomás -aunque de ese rato pasaron semanas- tal la noción de temporalidad de esta escritura por impromptus, Pepe viene a buscarme a la cabaña, escucho su acercarse por el silbido que no es tanto melancólico sino una característica de su personalidad, levísimos paréntesis entre un silbar y otro, que refieren el carácter del librero solitario que detuvo su combi cargada de libros en la banquina de una ruta nevada en la gran noche patagónica, un tipo a gusto con su destino, que se lleva bien con su soledad y no es apariencia sino un armisticio consigo mismo y el mundo, y esta forma de sentirse a gusto acurrucándose en la cabina, cubriéndose con una manta, contemplando los copos bandeados por el viento mientras el sueño lo reconforta transmitiendo un sentido del ser en esta tierra.