Está en el hospital. Lo repetí todo el camino y el paisaje también se repitió. Árboles, hospital, arboles, verde, lejos, verde, un rancho y se fue. La autopista sin cambios, líneas y curvas que conducen a algún lado. Buenos Aires. Mi hermana manejó; hablamos poco.
Llegamos a un charco en la vereda, a una arcada de cemento apolillado y a un bar al otro lado de la calle. Los Jardines de Babilonia, dice el cartel. Mi hermana se apuró en cruzar y yo me apuré en entrar. Enseguida me vi en medio de un pasillo, perdida en las repeticiones, hospital, lejos y esquivando personas, miradas.
Caminaba y elegía dónde meter el pie, por dónde hacer los pasos en un lugar apretado de gente, y mientras hacía equilibrio para no pisar o empujar a alguien, me acordé. Jugaba a la rayuela en la vereda de casa. Saltitos, saltitos y evitar tocar las líneas. Avanzar en un solo pie como un flamenco, tirar y agarrar piedras hasta llegar al diez. La dueña del mundo. Me reí, porque estaba parada en el medio de la sala de espera pensando en rayuelas, en sol de invierno y en olor a mandarinas.
Dejé que las repeticiones entraran para no distraerme, lejos, hospital, se fue. Miré la arcada de entrada, también miré la espera y miré a la gente. Todos se veían afuera, Lejos del diez y tumbados sobre líneas tocadas. Los pisos estaban sucios, deslucidos como un espejo despintado. Opacos como ojos de muñecas. Si los viera mi mamá, pensé. Y vi su cara en un charco que había cerca de los pies de un viejo que esperaba sentado y donde un nene jugaba con un autito y con los labios apretados hacía fuerza para sacar el aire y los labios repiqueteaban con el viento y la saliva. El nene hacia ruido con la boca y el autito iba y volvía por el charco hasta los zapatos del viejo. Mamá se parece a mi hermana. Estefanía estaba en Babilonia con un café y acá el olor a desinfectante me tapaba el olor a mandarinas.
Dicen que los flamencos se paran en una pata para ahorrar energía y para no exponerse a la sal. Pero, quizás es para no ensuciarse del todo y porque son coquetos, como mi hermana.
Un olor agrio subió desde el suelo. Un olor que me hizo lagrimear. No me tapé la nariz, pero me tapé la boca, porque meter aire por la boca era como tragar inmundicia. Aguanté el olor y agradecí al café, al parecido de mi hermana con los flamencos y a tener un Babilonia cerca. Una de las siete maravillas del mundo en una ochava vieja. No tenía ganas de aguantar a mi hermana protestando por el olor, por el charco ni sus ganas de vomitar. Lo mejor era entrar sola, cargarlo en el auto y llevarlo de vuelta a Rosario.
Hacía dos años que papá se había ido de la casa; fue un sábado. Se fue con una cuarenta años menor. Dicen que los flamencos pueden adaptarse a condiciones extremas. imposibles para una vida ordinaria. Papá había organizado el viaje con ayuda de mi hermano Ignacio, que todavía se estaba adaptando al cambio. Buenos Aires puede ser hostil. Hablar de abandono es un tema de hombres. Las mujeres hablan de otras cosas. Así dijo la nona. Pero al tiempo y por una lengua floja, nos enteramos. Ignacio le alquiló una pieza y le consiguió un reparto para que mi viejo pudiera hacer con su camioneta, la Apache. De la piba no supimos nada. Para la familia, papá se había ido a trabajar, solo, pero la verdad era otra.
Parada en un pie como un flamenco. Así llegué al principio de una fila, ese lugar donde la gente que espera mientras avanza, lenta, unos detrás de otros, se choca con una mesa atravesada de pared a pared en el final del pasillo, donde si la persona que te atiende no te deja seguir, es el fin. Espera de horas, médicos ocupados en cosas urgentes, gritos y dejar un número de contacto por si las moscas. La piedrita en el casillero cinco.
Cuando me tocó el turno de estar frente al mostrador, lo único que hice fue decirle que venía desde lejos, que había viajado. La mujer me miró, abrió una puerta en un costado del mostrador y me empujó a pasar. La guardia es ahí, dijo, y señaló. Suerte de forastera, pensé y ya estaba en el seis.
Dicen que mi viejo llegó de madrugada, que hacía frío y llovía. Que estacionó la Apache al lado de la zanja y que cuando se bajó, se enterró en el barro. Si fuese flamenco, se hubiera ensuciado un solo pie. Llegó con la mujer; ella se quedó en la camioneta. Ignacio abrió la puerta, y cuando lo vio, empezó a gritar. No se acuerdan qué. Pero dicen que las luces de las casas empezaron a prenderse y los perros a ladrar. Mi viejo estaba en la lluvia, con los pies metidos en el barro y lo miraba en silencio. Era grande; no podía ser flamenco.
Ignacio se metió en la casa. Dicen que salió de nuevo, abrigado, con la llave del auto en la mano. Papá se acercó a la Apache, la fulana bajó y se subieron al auto de Ignacio. Los tres.
Esa noche, mi hermano le pagó el pasaje de vuelta y la dejaron en la estación de El Talar, en Pacheco. Y no se habló más. A nosotras no nos dijeron nada. Pero mi viejo se quedó allá.
Pasé la puerta, suspiré y me sentí en el número ocho. La sala era un salón. Las camas estaban acomodadas en todos los costados, contra las paredes. En el medio había camillas y pacientes sentados en sillas de ruedas. Nadie vio que yo estaba ahí adentro. Una enfermera me pasó por al lado con una bandeja. Le pregunté. Dijo algo que no entendí. Si fuera un flamenco de verdad, me verían, pensé. Di varias vueltas. intenté volver a peguntar. Me acerqué al office. No había nadie. Un médico. Una enfermera. Nadie. Un montón de carpetas amontonadas en una mesa y nada más. Cuando no sabía por dónde más buscar, a quien preguntar, vi una camilla; en medio. El tipo estaba tapado con una frazada vieja. Llegué al diez, pensé, y me acerqué.
Me paré al lado, lo miré de arriba abajo. Los cuadros de la frazada, rojos, verdes, marrones y el deshilachado áspero me perdían. Era él, pero yo seguía. Lo buscaba. Quería encontrar otra cosa, otra frazada, otra camilla, a lo mejor otro hospital más cerca de casa. Le apoyé una mano en el hombro y lo zamarreé. Le pregunté. Me caí como un pelotudo, contestó y se largó a llorar. ¿Cómo será el llanto de los flamencos? Nunca había visto llorar a mi viejo, no así, completo, de lleno. Cuando se quedó sin laburó lloró a medias. Fue un llanto escondido, retenido y entre dientes. La nona decía los que lloran son maricones, y papá aprendió a llorar como un hombre. Quedate tranquilo, le dije y pensé que no era el momento de preguntar. Estefanía está afuera. Se quedó en el bar porque no pudo saltar el charco de la vereda. ¿La llamo?
Papá contestó con los ojos. No. La caída, la fuga le dolía. No aguantaba más. Le agarré la mano. Grande, pesada, llena de marcas viejas, de cayos. Manos toscas que acaricié. Muertas.
Ayer me agarró un gordo, me dio vuelta, me puso boca abajo y me cosió la cabeza. Nada más. No puedo mover nada. Me duele todo. ¿Sufrirán dolor de pata los flamencos? Estoy duro como piedra.
¿Qué pasó?, me animé. Habló de la caída, de trabajar un feriado, con lluvia; en chancletas. Resbalar con el verdín. Los flamencos se paran en el verdín en una pata y no se caen.
Lo solté. El brazo se estampó contra la camilla y gritó.
¿Sos familiar? Lo señaló. La hija. No puede mover los brazos, no tiene fuerza en las manos.
Mi viejo lloraba. Y la doctora: Está bien. Los análisis salieron bien. Se hizo un corte atrás. Los puntos se caen solos. Son de afuera ustedes, ¿no? Somos de afuera y mi viejo de acá, pensé. Ya tiene el alta. ¿Lo llevan o te pido un remís?
Papá se fue solo, pensé y lo miré llorar, siempre como hombre. Me duele todo dijo y no entendí si era la caída o tener que volver. Me clavé en el diez. Dicen que los flamencos son animales fieles. Siempre se mantienen unidos toda la vida. Puede ser por supervivencia. Pero papá no es un flamenco. Lo dejé solo y fui a buscar a Estefanía al bar. Nueve y bajando.