No especialmente nuevas ya, las nuevas tecnologías aumentan en tan gran medida el número de textos y la cantidad de información de los que disponemos que nuestra capacidad de formarnos una opinión crítica acerca de ellos disminuye a mínimos; esto se debe, por una parte, al hecho de que la fragmentación de los contenidos en pequeñas unidades -un par de versos, un fragmento de imagen, una frase subrayada en un libro, un video de escasos segundos- nos impide establecer un criterio de valoración, algo que por lo general depende de un contexto del que carecemos en nuestro uso de las nuevas tecnologías; por otra parte, porque la urgencia por acceder a nuevas informaciones y a más textos -que se impone bajo la forma del scroll en redes sociales, la lógica asociativa del algoritmo y el enlazamiento potencialmente infinito de las páginas web- nos resta el tiempo necesario para la reflexión, que además se ve aun más reducido por el carácter simultáneo del tipo de lectura y de escritura que se pone de manifiesto allí donde el lector solo lee lo que le resulta de interés para producir su comentario; y, por último, porque el contenidoúnicamente despliega su potencial en el momento en que lo compartimos, adhiriendo al hacerlo a una lógica de acuerdo con la cual el modo en que este da cuenta de sus condiciones sociales de producción, manifiesta cierta maestría, produce sentido, produce sentido, se articula de algún modo con la tradición o se constituye en experiencia carecen de importancia en relación con la forma en que conectamos con él, es decir, con la respuesta emocional que este nos produce, que es todo su contenido.


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De acuerdo con cierta opinión no poco extendida, lo único que la literatura no habría perdido todavía es su supuesto potencial de hacer daño. En los últimos meses, los partidarios de la así llamada cultura de la cancelación y cientos de entusiastas del relato conspirativo, parecen haberse puesto de acuerdo en torno a una versión escasamente original, pero novedosa en su metodología, de los vínculos entre literatura y moral.

Mientras decenas de padres norteamericanos exigen a las autoridades del colegio de sus hijos la retirada de libros como 1984 de George Orwell y Maus, la extraordinaria novela gráfica de Art Spiegelman sobre la experiencia de su padre en el campo de concentración, los empleados de Hachette se retiran de sus puestos de trabajo como medida de protesta por la adquisición de los derechos de la autobiografía de Woody Allen, que finalmente es publicada por otra editorial, una joven autora de raza negra exige que su traductora al español también lo sea, los libros de J. K. Rowling son quemados por fundamentalistas religiosos de Tennessee por ser supuestamente "satánicos" y cancelados al mismo tiempo por otros a raíz de unos comentarios supuestamente "transfóbicos" de su autora (...) el moralismo regresa a las artes, también a la literatura, con su rostro más crispado y vociferante y los creadores desplazan su atención de la práctica artística a la puesta en escena de su persona en las redes sociales y evitan abordar asuntos verdaderamente espinosos para evitar el linchamiento.

El resultado es una visión de acuerdo con la cual la literatura carece de toda relevancia, excepto que contravenga las ideas morales de alguien, caso en el cual su relevancia y su peligrosidad son absolutas y demandan un rechazo instantáneo y explícito, la retirada de ejemplares y su destrucción inmediata.

Estos fragmentos pertenecen al libro No, no pienses en un conejo blanco de Patricio Pron, publicado por La Marca editora. Inspirado en el personaje del Conejo Blanco creado por Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas, este ensayo plantea el impacto de las diferentes formas de la velocidad actual -aceleracionismo, nuevas tecnologías, lectura veloz- en el arte y la literatura.