Corría 1879. Argentina seguía edificando su destino de entrega a los poderes del mundo, tras la Batalla de Caseros. Solo había que extender el territorio para terminar la obra. Es decir, ampliar espacialmente la lógica de exterminio que Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento habían pergeñado, luego de haberse sacado de encima a Juan Manuel de Rosas. Y entonces llegó Julio Argentino Roca. El Julio de paradojal segundo nombre, que había nacido 36 años antes en Tucumán, y que llegaba a su faena en el “desierto” como líder del Partido Autonomista Nacional, tenía ya los pergaminos suficientes como para encarar la tarea. Había luchado contra el Paraguay en la guerra de la Triple Alianza. Había combatido contra el vindicador sanducero, López Jordán. Y había hablado ya de someter y desalojar a los indios del sur… nada del péndulo alianza-conflicto-consenso con los seres de frontera, como había intentado don Juan Manuel en su expedición al sur de 1833, y como bien evocó Osvaldo Bayer, en su gesta contra la Generación del 80`. Por contrario, todo más bien a pedir de los intereses británicos en la región. La tarea dura que facilitó la fina, dicho de otra forma.
El resultado, tras seis años de invasión, fue de casi 15 mil indios muertos, y miles de prisioneros, cuyo destino oscureció entre destierros a Buenos Aires, confines ásperos de la Patagonia, y la Isla Martín García, a cambio de millones de hectáreas a disposición de nuevos y pocos dueños, a baja paga —cuando la hubo—. Así, con la de los indios y la de los gauchos, se hizo pues la famosa oligarquía argentina. A fuerza de pólvora, racismo, exterminio y saqueo. Y con la pluma también, porque la historia no solo la escriben los que ganan, sino que también la ganan los que escriben. Los que tienen las usinas de creación de sentido a su antojo.
En ese trance traumático de la historia argentina fijó sus cámaras Sebastián Díaz, director de Jinetes de Roca, documental que rodará toda la semana a las 19, en el Cine Gaumont (Rivadavia 1635), y en la plataforma Cine.ar. Y que configura, junto a La Muralla Criolla y 4 Loncos, lo que el platense Díaz llama “Trilogía del Desierto”, bajo el doble propósito de impugnar el mito fundacional de la Argentina moderna y “desornamentar” la figura del oligarca tucumano, dos veces presidente. Para dar con el doble fin, el material fílmico se vale de un profuso material fotográfico violento y lombrosiano, porque la historia la ganan quienes eligen dónde poner la cámara, también. Tal, se entremezcla con voces en off que impregnan a carne y alma el pensamiento en acción de Julio “Argentino” y sus laderos. Y con un entramado de testimonios cuya trama configura un relato unívoco. Adrián Moyano, Danae Fiore, Carlos Masotta, Marcelo Valko, Marta Penhos, Fernando Pepe y Pablo Orcajo, traen desde diversas miradas y tópicos, reverberaciones e implicancias actuales de ese cruel devenir.
Imágenes y palabras se cruzan entonces bajo el mismo fin, desde disímiles ángulos: los pormenores espaciales, temporales, ideológicos y arquitectónicos de la construcción de la estatua de Roca en Diagonal Sur; la repetición que fue reputación, en términos de estigmatización sobre esos cholos y rotos de ojos tristes; el análisis de un universo iconográfico (La revista del Río Negro, de Blanes o La vuelta del malón, de Della Valle) que estetizó políticamente la conquista; su festejado centenario, que justo cayó en 1979, pico candente de la dictadura; la isla Martín García como una especie de Auschwitz; y el dominio simbólico y mediático que acompañó el genocidio.