(ATENCIÓN: este artículo contiene SPOILERS)

Las primeras imágenes ya fueron una buena noticia: si la primera temporada de House of the Dragon había abusado de dos únicos escenarios en los que se desarrollaban más intrigas palaciegas que encontronazos a la Game of Thrones, el comienzo de "A Son for a Son", primer episodio de la segunda tanda, no puso el foco en King's Landing o Dragonstone sino en Winterfell. Para el fandom del lobo, que la temporada abriera reivindicando el rol de los Stark en la defensa del Norte fue un hermoso guiño. Le siguió otro, un eco de aquella escena de Jon Snow y Tyrion Lannister en la cima del Muro, esta vez con Cregan Stark y Jace Valeryon (a todos los efectos, en realidad, un Targaryen). Y que Lord Cregan advirtiera que sí, todo muy comprensible con los quilombos entre Negros y Verdes pero que la Guardia de la Noche está ahí para frenar algo peor que el frío y los Wildlings, y que Winter is coming, fue un mensaje clarísimo del gordo Martin: bienvenidos a un nuevo festín en los Siete Reinos, enfermitos.

No es fácil engancharse con un spinoff después de lo que significó GoT. Las comparaciones son odiosas. Pero el showrunner Ryan Condal parece decidido a enlazar las sagas como corresponde: ésta será la historia de por qué los Targaryen, alguna vez los más pulenta de todo Westeros con sus fogosas bestias volantes, quedaron reducidos al rey mendigo Viserys y su hermanita Daenerys. Un quilombo familiar que pasó a la historia como la Danza de los Dragones y terminó muy, muy mal.

Desde su título, "Un hijo por un hijo" anticipaba que se acerca el final de las conversaciones susurradas y empieza el baile. En el final de la temporada anterior, la reina rebelde Rhaenyra estaba dispuesta a frenar las intenciones belicosas de su tío y esposo Daemon (Matt Smith, un golazo del casting) porque "no voy a gobernar un reino de cenizas y huesos". Pero entonces Aemond "One Eye" Targaryen y el elefantiásico Vhagar liquidaron a su hijo Lucerys, y ya no se trata solo de una disputa por el Trono de Hierro. Ahora es guerra. Ahora es venganza. Sangre y fuego, como reza la novela original de George R. R. Martin.

Del otro lado, los únicos que parecen entender de qué va la cosa no son Targaryen sino Hightowers: Ser Otto, Mano del Rey Aegon II, tiene la sapiencia de Varys y la sinuosidad de Meñique. Y Alicent, gran responsable del inicio de las hostilidades al malinterpretar las últimas palabras del ya cadavérico rey Viserys, sabe cómo manipular a Criston Cole con sexo, al intrigante Larys Strong con su fijación erótica con los pies y a sus hijos con sabios consejos de madre. El problema es que en el trono de espadas se sienta un muñeco que podría recordar a Joffrey Baratheon pero va más por los placeres disolutos y una notable torpeza al tomar decisiones. Aunque seguramente no se tomará muy bien el degüello final de su hijo Jaehaerys.

Semejante panorama confirma que la segunda temporada de House of the Dragon cumplirá su promesa de devastación a todo Targaryen. Y sirve para que los fans del fenómeno cultural más potente del fantasy en el siglo XXI disfruten las conexiones. Al cabo, Rhaenyra carga con un problema espejado en el de la mismísima Cersei Lannister. Espejado pero en negativo: a la Reina Madre la acusaban de tener hijos bastardos porque eran producto de la relación con su hermano Jaime. A los hijos de Rhaenyra, en cambio, los miran mal por no ser el efecto de una relación lo suficientemente incestuosa. Se sabe, en eso los Targaryen no se andan con minucias, y de hecho Aegon II engendró gemelos con su propia hermana Helaena.

Helaena, precisamente, había tirado una pista promediando el episodio: "¿Miedo a los dragones? No, a las ratas". La escena del guardia Blood y el cazarratas Cheese pasando a cuchillo a un infante eludió la violencia gráfica y explícita que abundó en GoT, pero no por eso dejó de helar la sangre. No importa: está claro que en los siguientes siete episodios habrá suficiente fuego para incendiar la pantalla.