Ese verano, aprendí a nadar. Yo tenía seis, quizá siete años, y estaba solo frente a un río ancho y marrón.

Si no es 1985, es 1986. Estoy en Concepción del Uruguay con la tía Nora y sus dos hijas, Eva y Ana. Mamá no vino. Es mi primer viaje sin ella. Nos alojamos en una casa cerca del río y todas las mañanas caminamos hasta el balneario con las toallas colgadas en los hombros.

Quizá se debe a la hora, vamos temprano. Quizá se debe a la fecha, son los primeros días de marzo. No lo sé, pero el balneario siempre está vacío. Salvo una señora en la garita de entrada y un chico alto en la silla del bañero, no hay nadie. La arena tibia, la sombra de los sauces y ese río lento y oscuro es todo para nosotros.

Un día, la tía Nora charla con el chico alto. Además de bañero, es profesor de natación. Lleva un silbato rojo atado en la muñeca y tiene la piel dorada. La tía dice si queremos tomar clases de natación con él. ¿Quieren tomar clases de natación?, dice la tía, mientras me revuelve el pelo con los dedos. Eva y Ana gritan que sí, me empujan, hacen un escándalo. Yo no digo nada. Busco la cara de la tía hacia arriba y me encojo de hombros.

En realidad, la tía Nora no es mi tía. Es otra cosa. Según el relato familiar, muchos años atrás, papá conoce a Hugo en el banco. A partir de ahí, Hugo y Nora son un matrimonio amigo. Eva cumple un año y nace Ana. Ana cumple un año y nazco yo. Después, Hugo y Nora se separan. Papá siempre dice que mamá y la tía parecen hermanas. Una tarde, me preguntan si quiero ir a Concepción del Uruguay con la tía Nora y yo respondo que sí, aunque no sé muy bien qué quiere decir ir a Concepción del Uruguay con la tía Nora.

La clase de natación es a las diez. Hagan caso, dice la tía. Ustedes dos, dice mirando a las hijas, hagan caso. Entonces, Eva y Ana salen corriendo hacia el río y entran al agua como si no hubiese ningún peligro. Yo voy tras ellas, pero no corro. Aunque la arena caliente me queme los pies, no corro.

En ese balneario de Concepción del Uruguay, hay una balsa de madera que flota sobre el río. Parece una isla. Se llega mediante un muelle viejo, hecho de tablas movedizas. El profesor de natación nos mira cruzar ese caminito precario y destartalado: primero Eva, después Ana, último yo. Una vez arriba, empieza la clase.

Eva y Ana aprenden rápido. Yo no. Me veo parado sobre esa balsa de madera, mojado y temblando. El profesor de natación quiere que me tire y vaya hasta la orilla. Si estuviera mamá, me negaría, pero no está. Está la tía Nora. Sentada en la reposera, fuma y lee muy despreocupadamente. Vamos, Manuel, dice el profesor, tirate. Yo doy un paso hacia atrás. Eva y Ana me miran y se burlan. ¿Y si no sé? ¿Y si no puedo? Me hace ruido la panza. Abajo, el río está en silencio.

El vértigo del salto es breve, enseguida debo organizar la respiración en una forma nueva. El agua está fría, no me gusta el agua fría. Braceá y pataleá, dice el profesor. Yo intento mantener la cabeza afuera del agua. Braceá y pataleá, Manuel, repite. Yo revoleo los brazos y las piernas con desesperación. Quiero gritar, pero trago agua.

Hay un punto del trayecto donde no veo nada, solo río. Sé que el profesor está atrás, sé que Eva y Ana están en la orilla, sé que la tía está en la playa y sé que mi mamá está lejos. En casa. Yo estoy solo, en el medio de un río ancho y marrón. Y no sé nadar.

Entonces, hago un intento: un brazo, dos patadas, otro brazo, dos patadas, un brazo, dos patadas, otro brazo.

Nado.

De repente, siento un hormigueo en las manos. Es algo delicado. Arena. Muy bien, Manuel, dice el profesor. Yo sigo braceando y pataleando hasta que tocó el fondo granulado con la palma entera. Después me paro. Hago pie.

 

Terminamos, dice el profesor. ¿Ya nadan?, dice la tía, paga la clase y el profesor se va. Eva y Ana corren de vuelta al agua, a la zona de las boyas. Yo me tiro sobre la toalla. Estoy agotado. ¡Hasta ahí nomás, Eva!, dice la tía. Guarda el libro en un bolso y me revuelve el pelo con los dedos. Yo cierro los ojos, estiro los brazos y hundo las manos en la arena tibia.