La conversión 9 puntos
Rapito, Italia/Francia/Alemania, 2023.
Dirección: Marco Bellocchio.
Guion: Marco Bellocchio y Susanna Nicchiarelli, basado libremente en el libro Il caso Mortara, de Daniele Scalise.
Fotografía: Francesco Di Giacomo.
Música: Fabio Massimo Capogrosso.
Intérpretes: Enea Sala, Paolo Pierobon, Fausto Russo Alesi, Barbara Ronchi, Filippo Timi, Fabrizio Gifuni.
Duración: 134 minutos.
Estreno: en salas únicamente.
Italiano formado en el marxismo y el psicoanálisis, el gran Marco Bellocchio es un cineasta que jamás descuidó las formas, pero siempre las asoció a un fuerte contenido político, en muchos casos decididamente anticlerical, como fue el caso de La hora de la religión (2002) y Bella addormentata (2012), por citar apenas dos de los ejemplos más altos de un cuerpo de obra tan prolífico y consecuente que es difícil encontrar alguno igual en el cine europeo del último medio siglo. Y ahora La conversión viene a sumar una nueva cumbre, a la altura de Vincere (2009), que con toda justicia sigue siendo uno de sus títulos más recordados.
Como ha hecho en otras ocasiones, donde apela a historias reales pero olvidadas, aquí Bellocchio narra –con una intensidad sin tregua- el secuestro de un niño de 6 años de la judería de Bolonia, en 1858, a quien el inquisidor de la ciudad primero y luego el Papa se empeñan en educar bajo el catolicismo más estricto porque habría sido bautizado en secreto por su nodriza cuando era un bebé. Lo que en principio parecía iba a ser apenas un hecho local, sin mayores consecuencias, se convirtió en piedra de escándalo nacional e incluso internacional, en un momento en el que los absolutismos –empezando por el del Papa Pio IX- estaban en crisis, empujados por las fuerzas de los nuevos republicanismos, como el que en Italia produjo el llamado Risorgimento.
De buen pasar y respaldada por su comunidad, la familia Mortara da una pelea sin cuartel para recuperar a su hijo, pero el Papa ve en el pequeño Edgardo (que no era el único niño judío abducido) la excusa para afirmarse en el poder y reforzar la atribución real del Estado Pontificio. “Non possumus”, alega brutalmente cuando le exigen que devuelva al niño, utilizando esa negativa cuya sola razón es apenas el dogma religioso. Para la Iglesia Católica de entonces, el derecho canónico era ley y todos debían someterse a su arbitrio, empezando por los judíos, bajo la amenaza de volver a ser recluidos en guetos si no la acataban.
Como es frecuente en Bellocchio, el film plantea simultáneamente un conflicto íntimo –el del niño que ama a su familia y su credo pero, juguete de sus raptores, se convierte al catolicismo como forma de supervivencia- con un drama de carácter épico, incluso operístico, reforzado por un virtuoso montaje paralelo que alterna los conciliábulos en el Vaticano con las conspiraciones políticas en Bolonia.
En este sentido, el levantamiento popular de 1859, por ejemplo, está narrado con un sentido del ritmo y una grandiosidad que traen a la memoria las batallas garibaldinas de Senso (1954), de Luchino Visconti, como si Bellocchio –siendo el cineasta moderno que siempre fue y sigue siendo- abrazara a su vez las mejores tradiciones representativas de la cultura de su país, desde la ópera hasta el cine.
Esos paralelismos tan caros a Bellocchio también están en los sueños simétricos que el director pone magistralmente en escena, siempre con ese espíritu desacralizador que tiene su cine: mientras el Papa padece una pesadilla en la que es circuncidado, el pequeño Edgardo a su vez sueña que libera a Jesús de la cruz, clavo por clavo, para no tener que cargar con el pecado que cree llevar en su sangre. De esas complejidades –históricas, religiosas, psicoanalíticas- está hecho el cine de Bellocchio, a los 84 años más vital y contestatario que nunca.