La historia del primer meteorito hallado en Argentina data del año 1896, justo cuando Francisco Pascasio Moreno fue nombrado perito representante por Argentina en el diferendo de límites con Chile. La disputa se extendía a lo largo de la Cordillera de los Andes y "Pancho" tuvo a su cargo a los naturalistas e ingenieros topógrafos que exploraron las regiones.

Era la segunda excursión de Moreno, que para entonces era un hombre distinguido, apto para defender los intereses argentinos, lo que hizo por amor a la patria. Ya tenía a su cargo el Museo Antropológico de Buenos Aires, con miles de restos óseos, y había presentado otro proyecto para concretar la creación de un Museo en la ciudad de La Plata.

Según él mismo escribió, al concretar su segunda excursión a la cordillera, designado por el gobierno, aceptó debiendo desatender temporalmente sus tareas como director del Museo Antropológico y pidiendo como única compensación “el derecho de incorporar al museo de la provincia los objetos que coleccione en la exploración perteneciente a los ramos científicos, para cuya cultura había fundado aquel establecimiento”.  Ya que estaba, el naturalista se hizo de unos cuantos tesoros porque si en algo tenía cancha, era en el arte de obtener objetos sin el permiso ni el consentimiento de nadie.

Moreno navegó el Atlántico en el buque “Vigilante”, hasta la desembocadura del Río negro. Llevó como ayudantes a dos hombres de la nación araucana inexpertos en navíos, que debieron hacer de marineros y baqueanos como precio de su libertad, ya que estaban presos por ser sospechosos de homicidio.

Al pisar tierra se encontró con que en aquella región poco se había adelantado desde su visita seis años antes. En su libro Reminiscencias, cuenta que “El peligro del indio ya no existía gracias al avance de la frontera desde Bahía Blanca y Caruhé hasta Choele choel. El general Roca realizó ese avance, haciendo suyo el plan de Rosas y después de Sarmiento, plan a la norteamericana, junto con las armas de guerra quería llevar las armas de la paz y de la ciencia”.

Las Primeras Naciones del sur lo consideraban “amigo” y le brindaron todo tipo de atenciones. Inacayal, Foyel, Saihueque, principales líderes Günún a Kúna (tehuelche) le enseñaron confiadamente las costumbres de su gente. Utrac, hijo de Inacayal, se convirtió en un amigo fiel junto con Gavino, otro indígena que era hijo de madre Günún a Kúna y padre mapuche. Este lo guió para que se ganara la confianza en las tolderías. Le mostraron a Pancho el comercio entre las distintas naciones nómades que habitaban hasta Sierra de la Ventana. Moreno pudo admirar entre otras cuantas cosas la producción de quillangos en los que no se empleaba un solo instrumento europeo. Las mujeres solo usaban piedras para sobar los cueros, arena, grasa, pinturas naturales, cuarzo, obsidiana para rascadores, un punzón de hueso y tendones de avestruz, hilados y empleados como hilo. Otras habían aprendido el arte de las tejedoras mapuche y araucanas con las que trocaban plumas, cueros y demás prendas de un lado y otro de la cordillera.

El perito Moreno fue muy bien recibido y en esa estadía larga entre las naciones patagónicas, tuvo también la oportunidad de oír por boca de sus anfitriones varias historias sobre episodios épicos, con que los indígenas se lucían en su oratoria poética recogiendo hechos del pasado. Moreno quedó impresionado de la capacidad de entretenerse que tenían los habitantes de las tolderías sureñas. Era era el yanüjúchu, el arte de narrar historias.

Su oralidad cuenta que una vez la tierra se dio vuelta y las primeras gentes quedaron adentro, encerrados en la oscuridad. Pero una mujer con poderes fue la que encontró una salida por una grieta y se escapó con su hijo. Los dos fueron a vivir en un valle donde tenían miles de ñandúes y guanacos. En algunas versiones, la mujer tenía un compañero, en otras era madre soltera, y en las leyendas indígenas esto depende de quién sea el narrador. Pero básicamente todos concuerdan con que una noche apareció de la nada un zorro y como buen pillo comenzó a asustar a los animales. Cuentan que el desparramo fue tan grande que el sonido del tropel se oía a cientos de kilómetros a la redonda.

La mujer y su hijo salieron a buscar a sus animalitos que ya se habían ido muy lejos, algunos habían disparado para el norte, otros para el sur. Debían volver a reunirlos, pero se perdieron al pasar unos cañadones. Caminaron muchas lunas y para ir más rápido decidieron convertirse en dos caballos blancos muy bellos, lo que podían hacer porque la gente de la época podía hacerlo. Sus galopes eran melodías que se cantaban. Este  “kaitá iem kaita” se repetía, unas veces en voz aguda, otras más graves, para imitar el sonido del trotecito de ambos. 

El potrillo blanco daba saltos graciosos y trataba de no alejarse. Al llegar a una laguna, se le dio por tomar agua y meterse sin saber nadar, y allí se hundió para siempre. Las abuelas aún cuentan que en ese momento una mancha oscura hizo círculos en el agua y unos nubarrones taparon el sol.

La madre le cantaba todas las mañanas por si aparecía a flote su pequeño "panza blanca". El potrillo no volvió y ella tomó agua salada para morir también, pero siguió viva. Entonces tomó la decisión de vivir para siempre, pero convertida en mineral de hierro caída del cielo. Como se podía convertir en lo que quisiera, hubo una luz incandescente  que iluminó el paisaje gris. Se oyó un canto de madre, que recordaba doña Agustina Quilchamal en 1950 y decía: “hierro pesado, de mi raza, de mi gente”. Esto lo registró Federico Escalada en El complejo Tehuelche.

Toda la vegetación se chamuscó en el momento en que tembló la tierra por el estruendo del meteorito y la madre, convertida en hierro, quedó custodiando a su hijo a orillas de la laguna. Todo esto aconteció en Kaperr Aike, una zona que actualmente se conoce como Bajada del diablo en la provincia de Chubut. La laguna era conocida por los habitantes del sur como Gütül.

El primero en conocer esta historia fue el explorador inglés George Musters, que recorrió la zona en 1869. Los Günün a Kúna, luego de narrarle con lujo de detalles este acontecimiento tuvieron que soportar la insistencia de Musters para ir hasta el lugar acompañado por algún baqueano. El explorador ya se había dado cuenta de que podría ser un gran hallazgo para su ciencia. Pero no hubo caso de que alguien quisiera guiarlo, los ancianos no se lo permitieron por ser un sitio sagrado. La mujer convertida en hierro era una protección para ellos. Cada indígena que pasaba por allí, sea del norte o del sur, le hacía una ofrenda, le daba sus respetos cantando. Los forzudos que lograban moverla un poco se decía que vivirían más años con mejor salud. Todo aquel que iba a pedirle fuerzas, honraba también la memoria de su hijo que yacía en el fondo de la laguna.

Musters dejó escrito en su libro Vida entre los Patagones, “unas leguas al este, hay en medio de un llano desierto una masa de hierro, a la que consideran con un temor respetuoso y que, a juzgar por lo que se puede deducir de los relatos, tiene la forma de una bala”. El inglés se quedó con las ganas de conocerla. Sabiendo esto, Pancho Moreno se propuso encontrar aquel tesoro invaluable. Usó una estrategia que le daba buenos resultados, la de endulzarle los oídos a sus amigos, mostrarse confiable hasta lograr información exacta sobre la ubicación del meteorito. Finalmente, en abril de 1896 logró contratar a un baqueano de nombre Chajkan quien lo guió confiado en que solo sería para admirar a la mujer de hierro. Pero no.

Chajkan le mostró el meteorito, Moreno le dio cien pesos y organizó el traslado de la pieza. Se lo encargó a un ayudante recién bajado de un barco desde Letonia, el naturalista Julio Germán Koslowsky, quien se ocupó formidablemente del traslado de la nueva pieza.

Hubo llanto en las tolderías. Nadie había pensado jamás en que ella, la primera mujer en ver la luz, se fuera de su tierra. Moreno se aseguró el botín y organizó todo lo más rápido que pudo. Chajkan fue repudiado por su gente y no pudiendo soportar la traición que había ocasionado a sus hermanos, se quitó la vida.

La mujer de hierro dejó de ser un bello relato de la nación Günün a Kúna para formar parte de la gran colección de objetos del perito Moreno. Actualmente está exhibida en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, como meteorito Kapper, metálico del grupo IIIAB, con una masa principal de 114 kilos.

Que este wiñoy tripantu, esta vuelta del sol que es un nuevo ciclo que comienza hoy, 21 de junio, para las Primeras Naciones, sea de encuentros y relatos para mantener viva la memoria de los antiguos. Que esta historia continúe viajando por generaciones como resguardo identitario. Cuando  se recorra el bosque esplendente que rodea el edificio del Museo, el oído agudo quizás escuche su voz. Quién sabe, será una melodía traída por el viento fresco del sur, acompañado de una danza de hojas amarillas. Sepa que allí dentro hay una mujer convertida en hierro, muy lejos de su tierra chubutana, muy lejos de su hijo el panza blanca. 

Cuando ingrese por la planta baja deberá ir a la derecha, ahí nomás la verá exhibida como un pequeño meteorito de color marrón oscuro.  Es  mucho más de lo que aparenta, hay que honrarla con respeto. Tiene su propio canto antiguo en lengua, el Del caballo blanco o Canto Tehuelche, que dice: “Ven panza blanca como el mar, cerca. En el mar panza blanca, como un pato blanco. Ven panza blanca como el mar… cerca… cerca”.