Si el cine español del siglo XXI ha dado un creador único y fuera de norma, ése es el catalán Albert Serra. Desde su revelación en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes 2006 con Honor de cavallería, su irreverente adaptación del Quijote, la obra de Serra –que incluye excursiones por el campo de las artes plásticas (en la documenta de Kassel y la Biennale de Venecia) y el teatro (en el Volksbühne de Berlín)- ha sido prolífica y constante, pero la radicalidad de sus films suele excluirlos de los circuitos comerciales de exhibición. Por eso las cuatro únicas funciones que a partir de este sábado tendrá en la Sala Leopoldo Lugones su largometraje más reciente, titulado Pacifiction, estrenado en la competencia oficial de Cannes 2022, debe celebrarse como un auténtico acontecimiento.
Nacido en Bañolas, Gerona, en 1975, Serra hizo cuando apenas tenía 30 años una herejía: una versión cinematográfica del libro de los libros de la literatura castellana, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, hablada en… catalán. Y eso en las pocas ocasiones en que los dos únicos personajes de Honor de cavallería, el Caballero de la Triste Figura y su fiel escudero Sancho Panza, se dignaban a cruzar algunas palabras. Porque a diferencia de tantas adaptaciones plúmbeas, ahogadas por el peso de la producción y el vestuario, esa derivación cervantina se reducía a lo básico, a lo esencialmente cinematográfico: apenas Don Quijote y Sancho Panza viajando en silencio por un paisaje agreste (sin un solo molino a la vista), conversando apenas a veces e incluso durmiendo, para que el espectador pudiera compartir con ellos la experiencia de pasar la noche a cielo abierto, bajo el arrullo de las estrellas y los grillos.
Dos años después, Serra estaba de regreso en la Quincena de los Realizadores de Cannes con su segundo largometraje, El Cant dels ocells, que en una línea similar a la de su film anterior narraba el viaje de los Reyes Magos siguiendo a la estrella de Oriente. Ese canto de los pájaros del título original no remitía solamente al villancico navideño que relata el gozo de la naturaleza el día del nacimiento del niño Jesús en el establo de Belén (y que popularizó la versión en violonchelo de Pau Casals, expresión del sentimiento catalanista por oposición al franquismo) sino también a la posibilidad de abandonarse a las peripecias del camino y compartir con esos tres bienaventurados un viaje por el espacio y el tiempo con el cielo como único techo.
Porque la espiritualidad de la película de Serra –a la que no le faltaban varios momentos de humor, dignos del mejor cine mudo– no era religiosa a la manera del italiano Ermanno Olmi, que en Cammina, cammina (1982) también se había ocupado de seguir el recorrido de los Reyes Magos. Un poco en la huella de Pier Paolo Pasolini, El Cant dels ocells salía en busca de un mundo mítico, primitivo, como si así pudiera conjurar la vacuidad del presente y devolverle a la realidad un sentido poético.
Esa etapa luminosa de la obra de Serra cambió bruscamente a partir de Història de la meva mort, que le valió el premio principal del Festival de Locarno 2013 y que inauguró un ciclo mucho más oscuro, obsesionado con distintas formas de decadencia. Y que todavía no parece haber concluido. No por nada esa película cruzaba de manera tan enigmática como hipnótica a dos figuras –una real, otra ficcional– que el cine nunca antes había imaginado entrelazar: Giacomo Casanova y Drácula. “Es la transición de la ligereza y la sensualidad del siglo XVIII a la oscuridad, la violencia y la sexualidad del siglo XIX, del Romanticismo”, dijo Serra en ese momento.
Esa misma transición es la que elaboraría el director en sus dos films posteriores, La Mort de Louis XIV (2016) y Liberté (2019), ambos estrenados en la sección oficial del Festival de Cannes. En el primero, la cámara no salía del agobiante dormitorio del rey Sol (una encarnación prodigiosa de Jean-Pierre Léaud), que en agosto de 1715, a los 77 años y después de 72 años de reinado, agoniza sin remedio. En el segundo, la obvia fuente de inspiración fue la obra del Marqués de Sade, pero su origen estaba en una pieza teatral que el propio Serra concibió para el Volksbühne de Berlín y que transcurría en un bosque entre Francia y Alemania, donde un grupo de aristócratas decadentes planeaba -hacia fines del siglo 18, poco antes de la Revolución Francesa- la manera de diseminar las semillas del libertinaje y la corrupción en el rígido imperio prusiano.
De ahí a Pacifiction solamente hay un salto en el tiempo, porque ese espíritu de lascivia y decadencia llega -por primera vez en la obra de Serra- al presente. Tal como sugiere el acrónimo del título, se trata de una ficción en el Océano Pacífico, más precisamente en una isla de la Polinesia francesa, donde el Alto Comisionado galo (extraordinario Benoît Magimel), remanente del viejo colonialismo europeo, se mueve sin dificultad por ese pequeño mundo que cree dominar sin demasiado esfuerzo. “Por algo hicimos la Revolución Francesa”, le explica amenazante a un pastor católico que quiere impedir el acceso de la población nativa al casino local.
Pero al sórdido club nocturno del lugar, regenteado por un tal Morton (Sergi López), y donde se dirimen los chismes locales con la presencia del propio Comisionado, quien señala que allí “no ponemos límites a la felicidad”, comienzan a llegar marineros y hasta el ridículo comandante de un submarino francés, lo que despierta sospechas de maniobras de gran envergadura, que podrían implicar explosiones nucleares como las que entre 1966 y 1996 destruyeron los atolones de Mururoa y Fangataufa.
Una usina de vanos rumores e intrigas -sin centro ni rumbo- comienza a expandirse como una mancha venenosa, que sin embargo nunca llega a ensuciar el estereotipado traje blanco que el comisionado lleva puesto día y noche, como si fuera el uniforme que corresponde a su marchita jerarquía. Hay presencias inquietantes –¿un espía portugués? ¿Otro estadounidense?- que rondan a un líder levantisco de la población local, pero en Pacifiction el relato propiamente dicho es lo de menos. Lo que importa es esa atmósfera húmeda y pegajosa, de permanente lasitud, que todo lo impregna. Y –salvo en una impresionante, riesgosa escena de surf en alta mar- esa perenne luz del ocaso, como si el sol nunca terminara de ocultarse y en ese mundo jamás pudiera haber un mañana.