Y un día la Pinchi no jugó más con nosotros. Fue de repente, en una tarde de invierno.

-¿Está la Pinchi? Se asomó Dani –una puerta de fierro rosada que una vez abierta daba directamente a un gallinero inmenso y al fondo de la casa– con la familiaridad que otorgaba el haberla pasado a buscar en tantísimas tardes, chiflándole o manoteando el picaporte. Recibió un empellón y después escuchamos la voz del viejo canoso: ¡Qué Pinchi ni Pinchi, pendejos de mierda! ¿Quiénes son para meterse en la casa de uno? ¡La Pinchi no va a ningún lado!

No solo no salió a jugar sino que nunca más la vimos. Una mañana la sorprendimos por la vereda de los Arboles Grandes, como le llamábamos al oeste de la calle Lavalle. Iba para el colegio con la cabeza gacha y los libros en el pecho como tapándose. Se la veía triste. O nos parecía. 

Desde que la conocíamos, recién llegada de La Pampa, había venido a jugar a la pelota con nosotros como un pibe más. “Varonera”, decían de ella. Pero la Pinchi existía antes de nosotros, por tanto su pasión por el fútbol la traía en las venas. Primero la pusimos a correr las pelotas que se iban lejos; después pasó al arco, y finalmente se convirtió en una polifuncional que te repujaba las canillas a patadas, para luego empezar a pararla, pasarla hasta adquirir la gambeta, llegar a dormirla en el pecho y no detenerse hasta el cabezazo esquinado o la imposible chilena. La Pinchi tomó altura propia. Debutó con un gol de media cancha y una escapada por la punta que zumbó por el palo del arquero y le sacó astillas. 

Ahora la Pinchi se había vuelto invisible. Un mal misterioso la había arreado hacia una madriguera fría, y recluida ahí lejos de nosotros y del universo. Castigada. Hechizada. Una delantera prometedora con sus 16 años firmes. El gordo Julio, el hijo del camionero, dientudo y cerebral, se sentó y haciendo picar la pelota como un tambor y con la novedad en la lengua empezó a recitar: ¿Saben por qué no viene más la Pinchi, y por qué no la dejan salir más? Porque va a tener un pibe”.

-¿Un nenito?- tartamudeó López y salivó, como era su costumbre ante una adversidad. 

-Sí, lo de la regla…- recalcó. Cornaglia, que conocía porque su padre era médico, había explicado aquello: “No les viene más sangre, y después de eso tienen cría”.

Me quedé en las alturas razonando. Éramos un racimo de pibes dispersos de orígenes dispares y economías variadas, pero ya hombrecitos. Futuros de algo que no sabíamos, pero ya direccionados. Horizontes de pajaritos viriles y flechas de muchachos apuntando al cielo de la acción y al gesto impostado de la audacia. La Pinchi entraba naturalmente en este cordaje, pero nos habíamos olvidado de que era mujer. Lo alucinante fue que nadie interrogó sobre la paternidad. La sabíamos mamá en ciernes, y hasta alguien creyó descubrir un atisbo de pancita, allá en los Barrilones donde nos cambiábamos. Sin la Pinchi el equipo cargaba con una baja: ella sola arreglaba todo arriba, en la zona de delanteros, con una practicidad que ninguno tenía. Sabíamos que a ella, si la tocaban en el área era penal, por el solo hecho de ser una chica. La Pinchi nos alegraba, nos protegía y nos curaba en salud. Verla, llevarla con nosotros era practicar el cortejo, la sensación de una familia futura, la cercanía de manada sin sexo. La novia sin besos que te daba un pase y hasta te secaba la espalda.

Movidos por la novedad, a alguno se le ocurrió regalarle algo.

-¡Claro! -contestamos sin objetar.

Miramos las camisetas rojas con una banda verde flamantes en su bolsa de nylon atrayéndonos en la vidriera. Por la tarde fuimos al Turín Sport y la compramos entre todos. Mirlo descubrió otra prenda fabulosa: “Todas las madres precisan cosas, o para ella o para el bebé”.

“¡Una ranita, hay una ranita!” Fuimos hasta el escaparate. Yo, que tenía un hermano menor, sabía de qué se trataba. Los demás creyeron que era un chiste, o bien esperaban al bicho saltando entre las ofertas.

Se nos acercó Adoumie, el dueño, oliente a colonia.

-¿Qué pasa, chicos? ¿Se arrepintieron de haberse llevado la camiseta?. López, experimentado mediador, le hizo una seña y en un aparte conversaron por el cambio. Entonces, ya en el día previo y luego de la consiguiente fumata blanca, devolvimos lo adquirido y salimos con un paquetito donde entraron dos ranitas verde mar, dos pares de escarpines y un juguetito de esos para colgar en la cuna. Estábamos azorados por la contundencia con que habían salido las cosas. Pese a la sospecha del cambio desfavorable y absolviendo al Turco que habría hecho negocio, ninguno pensó en arrepentirse, ninguno pensó en nada: sólo sentíamos en el pecho una felicidad que desconocíamos.

A la Pinchi la esperamos hasta que logramos emboscarla y al verla cruzar con la vista baja la detuvimos y torpemente le dejamos en las manos el paquete envuelto en papel de regalo con dibujos de trineos. ¡Y eso que estábamos en julio! Entonces, como empujados por un viento que nos ponía alas en los pies, corrimos hasta desfallecer y nos tiramos sobre los mosaicos helados de un pasillo.

En los días siguientes alguien nos contó que la familia de la Pinchi se había mudado, ella incluida. “Al campo” –dijeron– “lejos… muy lejos.” A nosotros aquello nos sonó como si se hubiese roto algo. El campo… ¿qué era el campo? ¿Donde vivían los indios? ¿El desierto? ¿Un horizonte de tierras baldías o verdes cosechas? El campo era lo lejano, lo inalcanzable, lo que nunca habríamos de conocer porque ni dirección teníamos de donde había ido a parar la Pinchi.

Quisimos creer en nuestra pequeñez que aquel regalo le habrá servido para su hijito y que, si había nacido niña, ya debería andar pateando una pelota de goma en cualquier patio de algún pueblo de alguno de los mundos en que se entra cuando ocurre una separación como aquella, una desgracia que antecede a cuando se empieza a ser adulto para siempre.

 

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