La única certeza que tenemos sobre el futuro es que seguirá trayendo pobreza e incertidumbre. El país que se viene será menos humano, con un tono más pálido. La pobreza es la negación de la libertad, y la pobreza intelectual es la negación de la razón como herramienta para liberarse de las formas de explotación. En una viñeta de Quino, Susanita, la amiga de Mafalda, proponía organizar un banquete de “caviar, pavo y lechón” para recaudar fondos y comprarles a los pobres “harina, sémola, fideos y esas porquerías que comen ellos”.

En nuestro país hay una forma muy particular de ver la pobreza en la que manda el discurso de la culpa: quien está en esa situación lo está por su inacción o incompetencia. Algo que alimenta el gobierno, que no deja de fabricar pobres, y que nunca a tenido demasiado tiempo para pensar en las desigualdades económicas, sociales, laborales, esas tonterías que definen nuestras vidas.

Hemos perdido hace rato la lucidez necesaria para separar las indignaciones legítimas de las fabricadas. Nos hemos entregado a los enfados artificiales, a los enfrentamientos que otros fabrican. Narrativas de poder que legitiman la deshumanización del otro. Como no sumarse a la gran fiesta de la crueldad en esta época de individualidades empoderadas. En sistemas que estimulan la desigualdad, o peor aún, insertos en dinámicas de autoexplotación, en plena agitación histórica, entre discursos del miedo y del odio que nos exigen ser hostiles ante que hospitalarios. Discursos poseídos por un odio salvaje, desmesurado, prestado por la bronca política, por el zumbido de las avispas de las feroces tertulias extremistas y los sumideros de las redes sociales con su claustrofobia de burbujas herméticas enrarecidas por el desvarío.

Cuanto necesitábamos de esta alegría. Así suena la quintaesencia de un viejo sermón: Fútbol, “vade retro”. Durante décadas, el opio y el circo han servido como metáforas para condenar al fútbol a los infiernos. Opio y circo para reprobar la flaqueza ideológica y el vasallaje intelectual de ser hincha.

El fútbol ya no camina solo. Acaso nunca lo haya hecho. Siempre tuvo un papel en el teatro de los sueños que es la política. Una factoría de mitos y emociones, de épica y recuerdos de barrio obrero, de plaza de pueblo, de potrero y pobreza.

Mientras el país se desmorona, esta pequeña alegría, pegajosa, pegadita al pie, que nos ha dado la Selección nos permite seguir creyendo en esa esperanza imaginada, aquella que desaparece si dejamos de creer en ella. Una alegría que libera el aire y lo hace felizmente respirable. Argentina superó a Canadá producto de las individualidades que marcaron la diferencia en la definición. Intentó mantenerse fiel a su manera de pensar y de pensarnos, que nos identifica con ese innegociable respeto por el balón, por esa humilde y sencilla interpretación del fútbol ofensivo. Esa necesidad de recrear un fútbol empecinado en persuadir, en hechizar, en cautivar. En juntarse, mezclarse, reconocerse a través del balón, hasta que se abran los espacios, se fabriquen los vacíos, y se aireé la creatividad. Ayer, mucho de todo esto falto por su ausencia. Se ganó con lo justo. Suficiente para subirse a la esperanza y regalarle un esplendor enorme de alegría a este pueblo empobrecido.

(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial 1979