Diez segundos clavados. Veinticinco palabras como mucho, articuladas en esa suerte de acento hobbit que todavía se puede escuchar en algunas comarcas de Devon. La luz de un mediodía nublado sobre su legendario pelo lacio con raya al costado. El pasado 17 de mayo, Beth Gibbons agarró el vinilo de Lives Outgrown y lo entregó con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Cuánto hacía que el mundo no la veía hablar frente a una cámara? Más de veinte años después de Out of season, acaba de volver al ruedo con este disco milagroso sobre envejecer y celebrar esa fragilidad con armonios y tambores de Medio Oriente.
En materia de promoción, Gibbons siempre fue Team Bartleby. Su respuesta favorita, en cualquier circunstancia, ha sido ‘preferiría no hacerlo’. A mediados de los noventa, cuando Dummy estaba destrozando cualquier idea que podía tener el mundo sobre “música exitosa”, sólo ofreció dos brevísimas entrevistas donde se lo pasó atrincherada detrás del cigarrillo o riéndose de los chistes de Geoff Barrow. Mandó a la mierda a los asesores de vestuario que querían cambiar su look de recién-me-levanto (jeans, remera blanca, cardigans) y nunca nadie logró que grabara esos patéticos videos de venta para radios y canales de TV. El que es cool no lo sabe. Unos meses después, los Portishead pusieron una bomba adentro de su propia banda cuando advirtieron que se habían convertido en música de yuppies.
Ahora mismo, todas las personas del planeta saben lo que desayunó Taylor Swift durante los últimos siete días. Sin embargo, nadie tiene la menor idea de lo que hizo Gibbons durante los últimos diez años. ¿Casarse? ¿Dejar de fumar? ¿Regar sus malvones? ¿Cruzar una y otra vez el puente colgante de Clifton envuelta en un piloto marrón? Sabemos que el 29 de noviembre de 2014, después de una extenuante preparación de meses, se subió al escenario del Gran Teatro de Varsovia para cantar la Tercera Sinfonía de Henryk Górecki bajo la dirección de Penderecki. Se sentó a la siniestra del conductor, casi quebrada sobre el micrófono, y encarnó a la madre doliente o la hija encarcelada (según el movimiento) durante los cincuenta minutos de la Sinfonía de las Canciones Tristes. Después se bajó y no volvió a hablar del asunto.
En algún momento, casi inmediatamente después –o casi inmediatamente antes–, fue invitada a grabar una versión de “Black Sabbath” con Gonga: una banda stoner del área de Bristol. Le pusieron “Black Sabbeth”. Durante aquellos meses circuló, a través de Facebook, un video armado con fragmentos de la película de terror de Mario Bava que alucinó a Ozzy, Tony Iommi y esos muchachos obreros y/o disfuncionales de Birmingham. De pronto, todos los rayos cayeron en el mismo sitio: el ruido que hizo el sueño de la Era de Acuario cuando devino en pesadilla se quemó en la misma hoguera que la voz fantasmal del Y2K.
Como si fuera una ballena austral, Gibbons se sumergió en el fondo del océano y sólo volvió a buscar una bocanada de aire durante 2018. Convocada por el Spill Festival, se sumó a las voces femeninas que coparon las calles de Ipswich para ofrecer una monumental instalación sonora que se extendió durante once atardeceres. Ahí, junto a Liz Fraser (Cocteau Twins), Elaine Mitchener, Melanie Pappenheim y Cherise Phillips, tomó los altoparlantes de control que se usaron en la Primera Guerra Mundial para resignificar aquel ritual público a cien años de la devastación.
Poco antes de la pandemia, se editó como disco su versión de Górecki con la Orquesta Sinfónica de la Radio Nacional Polaca y logró un crossover inesperado: lo escucharon todas esas criaturas que horadan el subsuelo de la música académica y también los fans de Portishead que ya se empezaban a arrancar los pelos esperando el debut como solista. La cantante les tenia preparada una sorpresa más. En el gran acto de clausura de Mr. Morale & The Big Steppers, el gran disco de hip hop de los últimos años, Kendrick Lamar se enfrentó a su propia madre (interpretada por ya saben quién) y le cantó las cuarenta en la Larga Noche de las Recriminaciones. De pronto llegó el amanecer y se pudo advertir que, en verdad, Lamar siempre había estado solo. Gibbons era una aparición.
“Ha sido un largo viaje de más de una década”, dice, en la carta abierta que publicó a través de sus redes sociales. “Como de costumbre, refleja lo que me ha estado sucediendo internamente. Llegar a los cincuenta me ofreció un horizonte nuevo pero también más antiguo. Ha sido una época de despedidas de familiares, de amigos e incluso de quien yo misma era antes. Un montón de adioses. Las letras reflejan mis ansiedades y cavilaciones nocturnas, de ahí viene lo de Lives Outgrown. No solo por la forma en que atravesamos las transiciones emocionales o psicológicas, sino también por la relación con el momento en que dejamos este planeta y nuestro movimiento hacia lo desconocido. Algo que me da miedo, pero también necesito intentar y celebrar a medida que se acerca ese momento donde se nos regala la capacidad de crecer más allá de las restricciones del mundo físico”.
Si bien el colectivo londinense Orchestrate aparece en dos de las canciones estelares, el personal es más bien reducido. No así los timbres. La propia Gibbons, Lee Harris (baterista de los Talk Talk) y el productor James Ford se hacen cargo de un generoso arco acústico: clarinetes, guitarras, armonios, flautas, percusiones. A veces, es embriagante. Como tomarse un té moruno con guindas en la frontera del desierto, esperando a los tártaros de Buzzati. A veces, es árido. O nocturno, pero más allá de la noche. Siempre pero siempre ofrece canciones largamente decantadas. Arregladas con meticulosidad de artesanos y grabadas con un audio lleno de partículas de luz.
Deliberadamente, Gibbons prescindió de cualquier elemento que pudiera sonar moderno: en los términos de los noventa o en los actuales. Que son casi los mismos. “Quería alejarme de los breakbeats y los snares, centrándome en el tejido amaderado de los timbres”, dice. “Lejos de la adicción de las frecuencias altas, que satisfacen como la sal y el azúcar”. El renunciamiento no es menor. Gibbons podría reclamar su corona como reina de todos los cantantes tristes con programaciones y ningún festival o plataforma estaría dispuesto a negarle su derecho. Pero no: es una samurái. La adicción a los azucares es la adicción al éxito. Portishead, en ese sentido, es un espejismo. Casi indistintamente, podría estar en el pasado como en el futuro. Es un horizonte hacia el que caminar. Con los ojos vendados.