Cuando murió Víctor Emanuel II, su sucesor Umberto I preparó un gran tour por las principales ciudades de Italia para presentarse como el nuevo soberano. Umberto llegó a Nápoles con imponente gala el 17 de noviembre de 1878.

Giovanni Passannante lo esperaba entre la multitud con un puñal de doce centímetros. Se acercó al carruaje del rey fingiendo una súplica y de inmediato lanzó el golpe. Umberto, en la flor de la edad, desvió la estocada que lo hirió levemente en el hombro izquierdo, su prima Margherita de Savoia, reina y consorte, rápida de reflejos, le plantó un ramo de flores en la cara. El puñal del anarquista fue a clavarse en el muslo del Primer Ministro, Benedetto Cairoli, que a su vez lo agarró de los pelos. El rey le zampó la vaina de su espada en la sién y finalmente el capitán de coraceros, Stefano De Giovannini, le calzó un sablazo en la cabeza. En un esfuerzo conjunto entre la pareja monárquica, el gobierno cívico y el orden castrense, el anarquista fue neutralizado.

El cuchillo de Giovanni estaba envuelto en un trapo rojo, el cual que rezaba “¡Muerte al rey! ¡Larga vida a la República Universal! ¡Larga vida a Orsini!

Felice Orsini había sido un líder revolucionario fallecido dos décadas antes. Entre sus méritos se encontraba el haber intentado matar a Napoleón III de Francia. Aprovechando la salida del emperador con su esposa para ir a la ópera, Orsini arrojó al paso de los soberanos tres bombas de su invención. Murieron ocho personas y otras ciento cuarenta terminaron heridas. El emperador y la emperatriz salieron ilesos y prosiguieron su camino para no perderse el Guillermo Tell de Rossini. Felice Orsini fue guillotinado a la francesa el 13 de marzo de 1858.

El intento de Passannante produjo conmoción y tumultos. Al día siguiente un grupo de anarquistas arrojó en Florencia una bomba a la multitud que estaba celebrando que falló el atentado. Una barraca del ejército fue asaltada en Pesaro. En Pisa arrojaron otra bomba, esta vez sin víctimas. En Boloña, el célebre poeta Giovanni Pascoli le dedicó una Oda a Passannante durante un mitín socialista y salió a defenderlo gritando: “Si estos son los malhechores, entonces: ¡larga vida a los malhechores!”, por lo cual se ganó una buena prisión, al igual que sus camaradas.

A pesar de la participación del Primer Ministro en salvar al rey, Cairoli se vio obligado a renunciar por su imposibilidad de mantener el orden público. La familia de Passannante, originaria de Salvia di Lucania, en la provincia de Potenza, fue arrestada por carácter transitivo o comunión de sangre. El propio jefe del municipio de Salvia, un precioso lugar rodeado de plantas homónimas, se sintió en la obligación de ir a Nápoles a pedir el perdón real. Un hijo de la villa había atentado contra la monarquía. Al pueblo le fue condonada su grave “falta” a condición de que cambiara su nombre por el de Savoia di Lucania, apellido de esta dinastía en un pueblo que aún porta su nombre.

En su juicio Passannante alegó que había actuado solo. El gobierno —dijo— había traicionado con su complacencia las ideas del Risorgimento, la lucha por la unión de toda la Italia. Era, además, indiferente a la pobreza del pueblo y más aun, la empeoraba subiendo los precios de la harina. En vez de ejecutarlo, algo que se habría hecho de haber completado el regicidio, fue llevado a la isla de Elba bajo condena de cadena perpetua. Las condiciones de su cárcel, en la fortaleza de Portoferraio, fueron tan extremas que Passannante perdió toda capacidad de raciocinio. Hundido bajo el nivel del mar, en plena oscuridad, en total aislamiento, sin baño ni aseo, víctima de la tortura, mal alimentado, padeciendo escorbuto e infecciones de toda índole, terminó ciego. Causa estupor pensar que permaneció allí durante veinte años. 

Finalmente, una comisión parlamentaria lo trasladó a un asilo para pacientes mentales. Falleció en 1910 sin que pudiese revertir en nada su estado físico y mental. Al morir su cabeza fue cortada como objeto de estudio de los criminalistas. Un cuarto de siglo más tarde, 1935, los restos en formol fueron generosamente donados al Museo Criminológico de Roma. Medio siglo después, en 1988, la maquinaria del Estado comenzó a actuar para remover de la expectación pública el cráneo iluminado con luces de neón. En un trámite en que participó el Congreso, el Ministerio de Justicia y el Poder Judicial se logró en un proceso que duró otros veinte años, hasta el año 2007, dar de baja a la pieza del acervo museológico. Fue llevada en secreto de regreso a Savoia di Lucania y enterrada discretamente para no dar lugar a la publicidad y al escándalo.

En el caso de Umberto Ranieri Carlo Emanuele Giovanni Maria Ferdinando Eugenio di Savoia, Umberto Primo, este fue asesinado por Gaetano Bresci en 1900. Bresci realizó el ajuste de cuentas luego de la Masacre de Bava Beccaris, la que tuvo lugar en Milán en 1898. El nombre de Bava Beccaris es conocido por el general del Ejército Real Italiano que llevó a cabo la represión de las manifestaciones por el aumento del precio del trigo y la hambruna que traía aparejada. Se calcula que la represión dejó un saldo de 80 manifestantes muertos y otros 450 heridos. Bava Beccaris fue luego condecorado por el rey. 

Bresci aprovechó la ocasión en la que Umberto se presentó en Monza durante una competición de gimnasia. A la salida del estadio lo esperó con un revolver calibre 38, a tres metros le descargó cuatro tiros. Atrapado, Bresci expresó para la posteridad: “No maté a Umberto. Maté al rey. Maté a un principio”. Bresci fue enviado a la misma prisión que Passannante, a aquella celda hundida bajo el nivel del mar, aunque luego fue transferido a la isla de Santo Stefano donde al año de su confinamiento apareció colgado de una toalla bajo misteriosas circunstancias.

El crimen de Umberto Primo ocurrió un 29 de julio. La noticia llegó a Buenos Aires al día siguiente y de inmediato los ediles porteños levantaron el nombre de la calle “del Comercio”, aquella que se extiende entre San Telmo y Boedo, para ponerle el nombre del soberano caído. Nada de esperar cinco años como sugería el reglamento municipal para homenajear la figura del muerto, con el objeto de que decante el luto y se conceda el tiempo para el juicio moderado de la historia. A la vez, calles de Lanús, Claypole y Quilmes replicaron el nombre. ¿Qué influjos monárquicos llevaron a nuestra provincia a toponomizar a un rey italiano cuando nuestra inmigración era mayormente pobre y republicana? ¿Un deseo secreto de compensar los atentados anarquistas con mártires conservadores? La enorme mayoría de inmigrantes de la bota, repartidos entre Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires, estaba compuesta de millones de genoveses anticlericales, mazzinianos exilados, garibaldinos acriollados y carbonarios militantes que habrían optado por Bresci o Passannante de haber tenido voz y voto.

Cuando en 1986, preguntándose qué hacía un rey en el catastro, la ciudad de Buenos Aires tuvo intenciones de modificar el nombre de Humberto Primo, apareció en el diario La Nación una carta de lectores. El remitente, Italo Grimozzi, alegaba que el homenaje se debía a que el rey junto al Ministro Benedetto Brin, con toponimia en el barrio de la Boca, Lanús y Remedios de Escalada, habían hecho “un señalado servicio a la Argentina en momentos de tensa y peligrosa crisis en que se encontraba nuestro país”. Tensa y peligrosa crisis… ¿Qué es lo que no se menciona? No dice la palabra Chile. ¿Por qué? Suponemos que el motivo tiene que ver con las susceptibilidades del momento, el reciente Plebiscito por el Acuerdo del Beagle y el malestar en las Fuerzas Armadas.

Lo cierto es que Benedetto Brin, administrador naval y Ministro de la Armada Real Italiana, había sido un aliado en la carrera armamentista de la Argentina de fines del siglo XIX. El historiador Julio Horacio Rubé nos cuenta en su libro Tiempos de guerra en América del Sur sobre la vertiginosa acumulación de acorazados entre Chile y Argentina. Para 1896 la “prevalencia en materia de armamentos, con complejas gestiones, apuros, contratiempos, espionaje y búsqueda de influencias” llevó a los dos países a gastar buena parte de su PBI en barcos de guerra. Chile recurriendo a los astilleros ingleses. Argentina a los italianos. En los Astilleros Ansaldo, nos dice Rubé, estaban en construcción dos buques: el Garibaldi y el Varese, que Italia aceptó ceder a nuestro país debido al apuro por empardar fuerzas. Una demora del astillero hizo que el presidente Roca se comunicara directamente con el rey manifestándole la necesidad de entrega urgente. Para 1900 Argentina tenía la sexta flota más poderosa del mundo. Le seguía Chile con la séptima. En el frenesí, el país trasandino estuvo a punto de cambiar la Isla de Pascua por un acorazado norteamericano.