Si pretendo vivir de las histéricas,
debería hacer algo por ellas.
Parafraseando a Sigmund Freud,
Viena, fines del siglo XIX.
Ya conoce usted, lector, lectora, lectorcito novel de esta columna, mi admiración, respeto y profundo agradecimiento al Profesor Dr. Sigmund Freud, quien a fines del siglo XIX se atrevió a decir que las cosas que nos pasan tienen mucho que ver con “lo inconsciente”; que nuestra vida cotidiana suele ser el resultado de una lucha/negociación entre lo instintivo (“pulsional”, lo llama él si se trata de seres humanos) y lo cultural; que existe la sexualidad infantil; y, ¡horror de los horrores!, que los adultos practicamos esa sexualidad infantil, que no significa de ninguna manera involucrar a niños, sino a nuestros propios deseos infantiles, traumas infantiles no resueltos, etc. Por supuesto que si ahora mismo está mal visto “ser infantil”, imagínense hace un siglo y pico.
Las herramientas brindadas por Freud (por ejemplo, que los lapsus y los fallidos son maneras que tiene lo inconsciente de "burlar la censura cultural y aparecer en la conciencia”) me permitieron detectar un “lapsus gobierni” donde confundieron, o no, los términos “perpetrar” y “perpetuar”, y escribir una columna al respecto, que este mismo diario publicó hace poco más de una semana: “Perpetuar”.
Volviendo ahora a Freud y sus tiempos, podría decir que en la segunda mitad del siglo XIX predominaban en Europa dos escuelas de Medicina: 1) la francesa, que priorizaba la práctica clínica por sobre el conocimiento (o sea, lo importante era curarte, aunque no sepamos mucho sobre lo que te pasa), y 2) la alemana, que priorizaba el diagnóstico (o sea, lo importante era saber qué tenés, aunque no te curemos). Quizás hubiera una tercera escuela, la suiza, neutral como siempre, pero no lo sabemos.
Quien quiera saber más sobre este tema, debería consultar el increíble libro Revolución en mente, la creación del psicoanálisis, de George Makari, publicado en castellano en 2012 por la editorial Sextopiso, México.
Freud –que se había formado en Austria pero con la tradición alemana– pasó un tiempo en Francia, donde fue discípulo de Jean-Martin Charcot; a su regreso tenía en la cabeza un buen estofado psíquico producto de su formación alemana y lo que había aprendido en París. En esos jóvenes años se lo ve como discípulo y luego como asociado de Joseph Breuer, psiquiatra vienés que se dedicaba (quizás a su pesar) al tratamiento de pacientes –mayormente mujeres– con trastornos que en esos tiempos se asociaban a la histeria (no es que ahora no haya más histeria, pero los síntomas suelen ser otros, y aqueja tanto a mujeres como a varones).
A la larga, Freud de alguna manera se distancia de su mentor, entre otras cosas, porque se da cuenta de que las técnicas de Breuer (sobre todo la hipnosis) eran buenas “para descubrir lo que pasaba”, pero no para resolverlo. Fue entonces cuando pensó y dijo que si quería vivir de las histéricas, tendría que hacer algo por ellas.
Han pasado unos 130 años, meses más, meses menos. Y el conflicto no parece haber sido resuelto. Lo que sigue es, sin duda, una apreciación personal.
Al preguntarme, pensando en nuestra actualidad: "¿Cómo llegamos a esto?” o, para ser sincero, “¿Cómo carajo llegamos a esto?”, o, más sincero aún, “¡¿Cómo &/%!*^#*>># llegamos a esto, MMLPMQLRMP?!”, no encontré una respuesta que me resultase satisfactoria, pero sí varias pequeñas flechitas que marcaron un camino.
Podría adjudicarles la culpa a los archivillanos de la película, pero entonces estaría actuando como la escuela alemana, o sea: “Esto sirve para saber quiénes son los malos, pero no para que dejen de dominarnos”. En términos autocríticos, pensé que “del lado progre de la vida” se actuó, justamente, más hacia el diagnóstico y “la denuncia del diagnóstico” que hacia el tratamiento.
Solo por dar un ejemplo: si ante una necesidad se promulgaba (por ley, por ejemplo), un derecho, pero no se profundizaba el mecanismo para que todas y todos los argentinos sin distinción pudiéramos ejercerlo, entonces las personas beneficiarias que “ahora tenían el derecho pero no cómo ejercerlo” debían sentirse bastante excluidas, o por decirlo de alguna manera “boludeadas”, “dejadas afuera por los mismos que denuncian que estamos afuera”, etc. Y eso genera bronca, apatía, desinterés y vaya uno a saber cuántas cosas más, todas feas. Y entonces se termina diciendo: "Uno te lo niega, otro te lo otorga pero no te lo deja usar: es lo mismo”. Y ya estamos viendo los argentinos lo que pasa cuando muchos creen que “es lo mismo”.
Si Freud estuviera ahora entre nosotros, es posible que les dijera a los políticos: “Si quieren vivir de los votos de la gente, deberían hacer algo por ellos”. Aunque, permítanme la ucronía, sospecho que el bueno de Herr Sigmund se agarraría la cabeza con ambas manos y diría: “¡Achtung! ¡Esto supera las posibilidades del psicoanálisis; sáquenme rápido de aquí!!, y se escurriría lo más rápido posible hacia la parrillita más cercana.
Sugiero al lector acompañar esta columna con el video original de Rudy-Sanz “Yo solito”: