En la foto se los ve distendidos. Juan José de Soiza Reilly, hombre de complexión robusta, ocupa la mitad izquierda de la imagen. Quien era considerado uno de los periodistas más famosos de su época escruta con mirada curiosa, el brazo apoyado en el respaldar de la silla, a su interlocutor, que, ligeramente inclinado hacia atrás, le habla con aire de suficiencia. Ajenos al contexto, departen como dos caballeros victorianos en un salón parisino solazándose en afable conversación.
Ambos lucen traje a rayas. Las del cronista, finitas, verticales, ornan un saco cruzado, de solapas anchas, de esos que ya no se ven más que en las películas de gángsters. Las rayas del otro son anchas, horizontales, que sabemos azules y amarillas. Se trata de un hombre mayor, de pelo cano y calva creciente, enfundado en un prolijo overol sin cuello que por esos años Gramsci llamara “innoble pijama”. Algo en él recuerda a un cura de aldea; el empaque enhiesto, orgulloso, del catolicismo irlandés, no se quita jamás. Ambos usan anteojos con marco metálico que les da un aspecto culto, de lectores. O de escritores, cosa que son. Podría tratarse de dos contertulios matando el tiempo en el Jockey Club si no fuera porque la boisserie fue reemplazada por la pared descascarada de una celda en la cárcel de Ushuaia. Y porque uno de ellos, el mayor, es Mateo Banks.
La nota lleva por título “ES INOCENTE”. Son los años treinta, los de la primera dictadura de la Argentina moderna. Soiza Reilly, también de ascendencia irlandesa, es el cronista estrella de una de las revistas que desde hace varias décadas alcanza récords de tirada: Caras y Caretas. Son los años de la policía brava y los castigos ejemplares; el periodismo amarillo, por entonces llamado crónica roja, es ya un género que saca partido de las arbitrariedades de la hora y garantiza gran éxito.
El presidio austral promete satisfacer la curiosidad popular acerca de esa figura que se fue perfilando con la consolidación del Estado moderno y que condensa toda una época: el delincuente peligroso. La cárcel del Fin del Mundo, erigida como un espacio de alta seguridad que con su distancia geográfica e inaccesibilidad obra como recordatorio del poder punitivo, como amenaza tácita, guarda entre sus paredes a Santos Godino, el Petiso Orejudo. Es el preso ideal: monstruoso, irrecuperable, concita todas las aversiones de una sociedad que reclama saciar su morbo y necesita saber sobre aquel personaje intolerable para confirmar su distancia con él. Godino es el ápice de la transgresión: niño asesino sin culpa, llena todos los casilleros del mal social a conjurar con los más duros dispositivos de control. Ciencias médico-sociales, criminalística lombrosiana y periodismo sensacionalista garantizan su perdurabilidad en el imaginario colectivo al demarcar su naturaleza signada por la crueldad. Es el monstruo deseado. Encarnación del mal radical, aislado del mundo, resulta en verdad tranquilizador. Es un raro, un otro absoluto. Y está preso.
Banks es el otro monstruo cautivo. Pero su naturaleza es muy distinta. Provoca repulsa pero demanda olvido. Porque se parece a cualquiera de un “nosotros” que no admite estar habitado por la maldad. Nada en él delata al asesino. Trasladado allí en 1925, será liberado de su condena a prisión perpetua en 1949. Poco antes, Perón había cerrado por inhumana la cárcel de Ushuaia. En los años infames había sido denunciada por otro preso ilustre, Ricardo Rojas, quien, confinado por su militancia radical, opuesta al régimen conservador, narró en Archipiélago las condiciones extremas de su cautiverio.
Hijo de un esforzado inmigrante irlandés que había conseguido afianzarse en Chascomús, Mateo Banks había trabajado como peón en diversos puntos de la provincia hasta que, una vez establecido en Azul, se casó con una mujer aristócrata de apellido Gainza con la que tuvo dos hijos. Pese a haber carecido de instrucción, su talento arrollador y el carácter compasivo con que se había ganado un lugar de alta estima en la sociedad azuleña hicieron de él una personalidad de gran figuración social. Administraba dos estancias familiares ubicadas cerca de la estación Parish, escenario y motivo de sus crímenes, y habitaba una casona en el centro de la ciudad. Piadoso, participaba activamente de las ceremonias religiosas, era viceconsul de Inglaterra, miembro del Consejo Escolar, del Jockey Club, de la Liga Popular Católica y del Partido Conservador, y representante de la marca de autos Studebaker en la provincia.
Sin embargo, detrás de su semblante exitoso estaba poseído por el demonio del juego -los burros- que fue minando su moral hasta llevarlo a aquel fatídico 18 de abril de 1922. Ahogado en deudas, había falsificado la firma de un hermano al que pretendía despojar de tierras y ganado y llegó a intentar envenenar la víspera de los asesinatos a toda la familia vertiendo estricnina en la comida. Descubierto, no vaciló. Inició un raid escopeta en mano en el cual liquidó a seis familiares y dos peones a los que pretendió inculpar del crimen.
Muchas veces ha sido narrado el homicidio múltiple; baste decir que duró horas e implicó tiros por la espalda, fusilamiento a quemarropa de un hermano que estaba postrado, culatazos y escopetazos a una cuñada, ocultamiento de cadáveres en matorrales y pozos, intentos de encubrimiento, falseamiento de pruebas y otras atrocidades inenarrables ejecutadas con pasmosa sangre fría y calculada planificación. Las víctimas fueron sus hermanos Dionisio, Miguel y María Ana, su cuñada Juana Dillon, sus sobrinas Cecilia y Sara Banks (15 y 12 años de edad) y los peones Juan Gaitán y Claudio Loza. Sólo les perdonó la vida a su sobrina Anita y a Ercilia Gaitán, hija del peón asesinado, que tenían 5 y 4 años, a las que encerró en un cuarto con alimentos y agua.
La sociedad azuleña no salía de su estupor; era un escándalo nacional que la deshonraba. Banks fue juzgado en el Sport Club donde hubo intentos de linchamiento y gran cobertura mediática. Hábil declarante, dio cuatro versiones contradictorias -una, verídica, según él obtenida bajo tortura- que embarullaron la causa. El juicio fue anulado. Repetido el proceso en La Plata, acabó con una condena a reclusión perpetua.
Una década más tarde para Soiza Reilly era inocente. “Banks habla como escribe: con lentitud armoniosa y voz sacerdotal. Las huellas del inglés aprendido en las faldas maternas se adivinan en la sintaxis. De vez en cuando no puede contenerse y dos lágrimas caen y cuando habla de la fatalidad que le hizo aparecer como asesino tiembla de indignación y busca con los ojos en el techo la presencia de Dios”. Su simulación era tan perfecta y convincente que acabó por creerla. La acompañó con un comportamiento impecable en prisión, actos de fruición religiosa y la escritura de 1200 páginas en las que alegaba su inocencia. Durante las dos décadas que duró el encierro se entregaba a la oración -había fabricado un fervoroso rosario con botones-, oficiaba misa y no era raro verlo caer en éxtasis, por lo que lo apodaban “El Místico”.
Al ser liberado retornó a Azul, pero la condena social y el rechazo de su propia familia, que había abandonado el apellido, lo obligaron a huir. Cambió de identidad y alquiló una habitación en una pensión de Flores, en Buenos Aires. Misteriosamente, en su primera noche libre resbaló en la bañera y murió desnucado. Sus memorias, en las que denunciaba la trama de abuso policial en connivencia con la política del Partido Conservador que le había soltado la mano, desaparecieron sin dejar rastro.
Solo los humanos somos capaces de inhumanidad. Lo inhumano asume formas diversas en la imaginación, que requiere una anomalía radical que rompa los límites de lo concebible para abrirse paso e imperar en el concierto de la historia. Por ello los modos de conjuración del mal que nos habita asumen la tranquilizadora forma de lo monstruoso, de lo demoníaco, en fin, de la locura. Quien cometa un horror es automáticamente expurgado de la humanidad, le es restada esa condición o es enviado al universo de la excepción. No resulta admisible que alguien asimilable al hombre común transgreda, desmesurado, toda norma. Sin embargo, las atrocidades del siglo mostraron lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal: Eichmann no le resultó un monstruo a ojos vistas, era apenas un hombre gris, parte de una maquinaria neutra que a sus ojos asumía un carácter desapasionado. Ese personaje mediocre en su rutina diaria había ejecutado a miles de personas con total naturalidad.
Es por eso que Santos Godino sobrevive en la memoria criminal como emblema atroz en tanto que Banks -el primer multihomicida de la historia argentina- queda en segundo plano. Porque se trata no de un personaje alucinado sino de un tipo normal que asesinó a seis miembros de su propia familia. Nunca manifestó culpa alguna ni simuló estar tomado por pasiones extremas; no era un loco y nada habilitaba a encuadrarlo en las categorías criminológicas usuales. José ingenieros lo hubiera caracterizado como un simulador, pero eso no alcanza a explicar demasiado. Es una incógnita no del todo resuelta. Resulta intolerable.
El mal ha sido pensado tanto por la teología como por la criminología, que, como todo saber moderno, emana de aquella, en tanto las producciones culturales ofrecen versiones del caso. Dos tangos poco memorables abordaron el crimen: Doctor Carús (nombre del abogado que se negó a defender a Banks), de Martín Montes de Oca, y Don Maté 8, con letra de José Ponzio y música de Domingo Cristino. Naturalmente proliferaron artículos y documentales, e incluso José Martínez Suárez intentó una película. Un libro reciente de dos criminólogas abona la tesis de la simulación; hasta hay un circuito de “turismo policial” en el que se recorren los lugares de los hechos. Pero el caso sigue repleto de enigmas, como el sospechoso final y el misterioso extravío de sus memorias, todo lo cual hace presumir que Mateo Banks fue la novena víctima de sus propios actos.