Nacionalismos o nazionalismos, esa es la cuestión. Quizá sólo en un acto del partido de Giorgia Meloni se cante el himno italiano con tanto fervor como en la previa a un partido de la Selección azzurra. Y ni siquiera. Los jugadores y los tiffosi se posesionan. La Marsellesa, el himno francés, es el cántico principal de la parcialidad de los subcampeones del mundo. Nada de “Muchachos” o ninguna otra de esas invenciones. A la marea naranja que el viernes pobló las tribunas de Leipzig justamente en el partido ante Francia le gusta gritar “Holland”, no acepta lo que estamos obligados a decir como respeto a las instituciones: Países Bajos.
El historiador británico Eric Hobsbawm, el más importante del Siglo XX, repitió en libros, ponencias y reportajes que el fútbol marca las identidades más que cualquier otra tradición cuando se tornan difusas las líneas que delimitan la fuerza de un Estado–Nación.
“La historia de las finales del fútbol británico nos da más muestras del desarrollo de una cultura urbana de clase obrera que lo que pueden ofrecer los datos y las fuentes más convencionales”, escribió Hobsbawn en el libro “La Invención de la tradición”.
"Todos somos parte de una cultura futbolística y en muchos sentidos, muchos países que antes no tenían identidad, como algunos de África, adquieren identidad a través del fútbol. Porque es más fácil imaginarse como parte de una gran unidad a través de once personas en una cancha que a través de abstracciones", dijo el propio Hobsbawn en un reportaje de la revista Ñ de 2007.
El historiador reforzó la cuestión en una entrevista de Verónica Glass en San Pablo, donde se refirió a "la capacidad del fútbol para convertirse en un símbolo de identidad nacional".
En la Eurocopa se ve eso más que en cualquier otro certamen futbolístico, más que en el propio Mundial. Porque están frontera con frontera y se remarcan las rivalidades. De hecho hubo fuertes enfrentamientos entre las parcialidades de Europa del Este en este certamen en Alemania. La cuestión pasó a mayores, por ejemplo, cuando las hinchadas de Croacia y Albania, durante el partido que enfrentaba a ambas selecciones, se unieron en un deleznable cántico: “Maten, maten al serbio”. Inmediatamente la Federación Serbia amenazó con retirarse de la competencia con una nota oficial a la UEFA si no había sanciones al respecto.
En una Europa peligrosamente derechizada al extremo, al menos por el resultado de las últimas elecciones del parlamento continental, esas señales de “nazionalismo” asustan. Aunque en otros casos parezca genuina la relación entre fútbol e identidad, la reafirmación del espíritu de una Nación a través del deporte. Justamente cuando el himno se canta con más fervor en una cancha que en cualquier otro ámbito (también, por caso, pasa con la Argentina).
Además el fútbol puede ser una carta de integración. Ya no sólo son multirraciales los seleccionados de Francia u Holanda (Países Bajos, sí). España juega el mejor fútbol del campeonato, con verdaderas exhibiciones ante Croacia e Italia, con dos zagueros de origen francés y dos delanteros de origen africano; uno de ellos, Lamine Yamal, quien con 16 años se convirtió en el jugador más joven de la historia de la Eurocopa. No es poca cosa si se atiende que los ve el Príncipe Felipe en el palco. Y que esto ocurre cuando resiste el mandato progresista de Pedro Sánchez, mientras arrecian los discursos xenófobos de Vox, el partido de ultraderecha en la península. El compromiso de Mbappé, nada menos, al pronunciarse públicamente contra la extrema derecha de cara a las próximas elecciones en Francia, va en el mismo sentido. El fútbol también puede ser un dique de contención contra las fuerzas del mal.