La obra de Horacio González es un vasto territorio. Un lugar habitado, viviente, con el que seguimos dialogando. Cada intervención que hacemos sobre esa obra -una clase, un artículo, una charla- será siempre parcial, tratando de capturar algunos elementos y bruñirlos para que brillen en la nueva composición. Ahora, quiero trazar un sendero -quizás es trillado-, entre dos libros fundamentales. Uno, Restos pampeanos. Ciencia, ensayo y política en la cultura argentina del siglo XX, publicado en 1999. No fue su primer libro, tenía varios en su mochila de autor, pero éste es fundacional: pone en juego un método de lectura y una biblioteca sobre los que no dejará de volver en casi todos los siguientes. En ese momento, parecía la culminación de una obra fenomenal pero era el inicio de una saga espiralada de profundizaciones y desvíos que encontrarían su cierre en Humanismo, impugnación y resistencia. Cuadernos olvidados en viejos pupitres, escrito durante la pandemia de covid y publicado de modo póstumo.
Más potente es una obra cuanto más resuena en otrxs, y cuando más posibilidades interpretativas aloja. Entre los muchos recorridos en el territorio HG, propongo el enlace entre estos libros, a partir de un puñado de cuestiones y del esfuerzo común por aprehender la fuerza del pensamiento y el poder del lugar, como escribe Guimaraes Rosa que suele llamar sertón a la magnificiencia de la lengua y a la desmesura del espacio. No lo voy a desplegar aquí, pero anoto: la ensayística de Horacio dialoga, en su extrema singularidad, con la lengua literaria del autor de Gran sertón. Vivir -y escribir, que es uno de sus modos- es peligroso.
De Restos pampeanos, entonces, a Humanismo, impugnación y resistencia. Y aún más arbitrariamente, recorto: entre el prólogo del libro de 1999 y el último capítulo del editado en 2021. Un montoncito de páginas de uno y de otro. Entre ellas se despliega un doble frente de discusión. Por un lado, contra la conversión de ciertos discursos en veladuras o justificaciones de lógicas criminales y sacrificiales: porque si el discurso de la nación borroneó o desconoció el carácter multiétnico y pluricultural de los territorios americanos, legitimando en el mejor de los casos la subalternización de esas poblaciones y, en el más cruento, el de su aniquilación; el del humanismo se deslizó hacia la consideración positiva de las empresas imperiales a partir de una gradación de lo humano en la que la cúspide de la jerarquía la ocupa el hombre blanco. Por otro lado, Horacio abre el debate con teorías o escrituras de moda en cada época para pensar el problema, en aquello que tienen de fácil descarte, de arrojo de la cuestión nacional o los pensamientos humanistas al desván donde se guardan antiguallas y constructos arbitrarios. Así, en Restos pampeanos, discute con la noción de comunidad imaginada de Benedict Anderson y con la incidencia seductora de Michel Foucault, autor de una serie de tópicos que no se caían de la boca de ningún académico actualizado. Y en Humanismo confronta con las filosofías de la divulgación, que toman temas fundamentales de la crítica en una lengua con cercanías con lo que está cuestionando. Es la distancia con Zizek pero en especial con Byung-Chul Han, en cuya escritura encuentra una cierta planicie en la que ruedan los problemas hasta alisar sus aristas más complejas.
Sobre esos temas, la escritura de Horacio es insistencia acuciada, preocupada. Un hombre sonriente que piensa en la urgencia, con urgencia, así lo recuerdo. Sin la asepsia de la retórica académica, que barre el conocimiento disponible en un campo disciplinar; sin la prudencia de apelar a conceptos ya establecidos; sin los atajos de los consensos de la época. Pensar el tiempo de las naciones, escribe en Restos pampeanos, es hacerlo “en la resquebrajadura del presente por el cual se aguza la percepción y adquiere la capacidad de captar el pasado dolorido y acallado, victimado o suprimido”. Escritura que es facultad de escuchar el habla de lxs muertxs, y encontrar en esas voces el reclamo de una redención, o, dicho de otro modo, el vislumbre crítico de los pliegues de una historia. Ahí, el punto de partida: releer una serie de escritos para hallar lo irredento, las voces dolientes, las esperanzas utópicas.
DEL ARCHIVO A LA CONVERSACIÓN
Una vez delimitado su terreno polémico, o mientras lo hace -pensemos que adjudicarle periodización al método HG es privarnos de reconocer la combustión persistente en la que parecen bullir sus ideas, sus investigaciones, esa lengua tan derrochona que parece infinita-, se despliegan algunas estrategias que quiero anotar, hacer notar.
La primera: en cada libro, Horacio construye un archivo: una serie de textos con los que conversa, discute, recorta. Porque los restos (en la superficie de la pampa o en el océano del humanismo) no están a la espera, dispersos fulgores en un territorio olvidado, cisternas abandonadas en las cuales intentar esconderse, sino que los restos son producidos como tales: se toma una biblioteca existente y se la recorta, selecciona, lustra. Esos restos, así producidos, pueden ser convertidos en partes de un nuevo bricolaje y pasados de mano en mano, de generación en generación. El resto, en su pliegue, es don. Está a disposición para pasar.
El resto es una cita, unas frases que se extraen del vasto océano de las escrituras, para dejar brillar en la orilla -benjaminiano pescador era Horacio, atento a un ritmo y a un fluir de la cita que se convertía en perla preciosa al advertirla así. Conocemos el Facundo de Sarmiento. Nuestra memoria, nunca eximida de rutinas de lectura y pedagogías explicativas, suele recaer en unas ciertas variaciones sobre civilización y barbarie. Horacio cita, en los albores de Restos pampeanos, una frase de ese libro: “Añádase que si es cierto que el fluido eléctrico entra en la economía de la vida humana, y es el mismo que llaman fluido nervioso, el cual excitado subleva las pasiones y enciende entusiasmo, muchas disposiciones debe tener para los trabajos de la imaginación del pueblo que habita bajo una atmósfera recargada de electricidad hasta el punto que la ropa frotada chisporrotea como el pelo contrariado del gato”. González copia ese fragmento para pensar la “desembarazada alegría” y el “desenfado arbitrario” con los que Sarmiento vincula las fuerzas naturales y el alma social, y, en ese engarce sorprendente, describe la vida de la pampa. En esa cita tenemos un modo de construcción del resto: se despeja de lugares obvios, los más transitados de un libro, y se trae una pieza que sorprende, postula otro camino interpretativo, exige una atención. Nos lleva, de eso se trata, a leer lo que ya creíamos leído y conocido.
El segundo movimiento es el de poner en juego unas conversaciones: en el cuerpo del texto, en las notas al pie, en los agradecimientos, en la bibliografía, se mencionan libros y personas, charlas en bares y artículos en revistas. León Rozitchner y David Viñas, contemporáneos de otra generación -los mayores-, serán interlocutores de un diálogo que se reanuda en cada libro. Pero también lxs más jóvenes serán objeto de esa insistencia. En Humanismo revisa, con atención cuidadosa y polémica, los textos de la generación de quienes fuimos sus estudiantes. Un libro es un modo de fundar comunidad, como lo fueron las revistas y las cátedras: ocasiones para tramar encuentros y complicidades, apuestas a la amistad intelectual y a la travesía en la que podíamos sumarnos personas de distintas edades, no en la adecuación a una jerarquía respetable, sino en el desparramo conversacional.
Esa conversación desbordaba los contornos del oficio intelectual, por eso en Restos pampeanos son agradecidos, como parte del laboratorio escriturario, los mozos del Bar Británico. Hay quien malentendió, en tristona polémica, ese gesto como puro ademán populista, sin comprender que una conversación resuena en otra y la oralidad se trasmuta en escritura.
Tercero y a la vez imbricado -o sea: no sucesivo, sino coexistente en un hojaldre continuo- movimiento es el de crear una lengua escrita, la del ensayo, que adquiere en su obra esplendores singulares, provocados por la búsqueda del matiz o la diferencia precisa. Aquella diferencia que difiere. Se trata de matices, de encontrar la ínfima singularidad y, a la vez, de alojar la paradoja y la contradicción, no permitir que cese la pregunta. Toda la escritura de Horacio es un modo de seguir con el problema: del objeto que trata y del modo de tratarlo. Así definió alguna vez al ensayo: cuando no se considera sólo un problema sino la escritura misma como problema.
LOS VIEJOS PUPITRES DEL HUMANISMO
En Restos pampeanos, el contexto que tiñe la escritura y sus insistencias es la hegemonía del neoliberalismo; Humanismo se escribe en el borde de la catástrofe de unas formas de vida exangües, porque la continuidad neoliberal pone en riesgo las condiciones de reproducción de la vida a nivel mundial. Humanismo fue escrito en pandemia y en tiempos en que lo humano se convirtió en pieza de un laboratorio de nuevas formas de opresión, habitando “un dramatismo nuevo que exige explorar recovecos inusitados de la imaginación reparadora”. Diagnóstico de una época y apuesta a una imaginativa resistencia. Una época en la que a la servidumbre se la llama libertad; en la que asistimos a diferentes formas de experimentación coactiva sobre lo humano; donde las viejas instituciones tambalean y en la cual el capitalismo es el cálculo cotidiano de las muertes necesarias. Se escribe en abismo: “esa es la tarea de este libro, en este tiempo donde el mundo se encuentra otra vez -es su tiempo cíclico- debatiendo sobre el modo en que la muerte se hace presente no como muerte propia, no tan sólo eso, sino como muertes ajenas en cuya ajenidad las estadísticas, que son una forma del destino, pueden decretar que sean esas muertes, en este caso preciso, nuestras muertes, o mi propia muerte. Bajo esa sombra impura escribo”. En esa sombra leemos, porque esa muerte anticipada en la escritura ocurrió y todos los rasgos de destrucción de lo común que el libro narra, se profundizan con crueldad.
Muchas personas dicen, decimos, el dolor ante la ausencia no solo afectiva y amistosa de Horacio, sino de su modo de asumir un compromiso político e intelectual, un modo de ser militante desde la crítica y pensador desde la asunción de la voluntad. Porque si Humanismo tiene el andante de una comprensión profunda del desastre, no es para llamar a una renuncia de la confrontación sino a modos de resistir creativos, intersticiales, poéticos: “los fuegos de la resistencia no podrán ser apagados”. Esos fuegos requieren de los restos como rescoldos, de encontrar en el pasado nombres, textos, episodios, narraciones. Fuegos de la resistencia que son los de El Eternauta luchando en un mundo capturado, los de John William Cooke tramando el pasaje subterráneo entre la vuelta de Perón y la pelea por el socialismo; los del encerrado Gramsci, cuerpo frágil y voluntad obstinada.
El subtítulo de Humanismo es Cuadernos olvidados en viejos pupitres. Y si esa imagen alude a la escena escolar, a las anotaciones antiguas de saberes que nos forjaron, también cuadernos son los Cuadernos de la cárcel: la materialidad de la escritura de Antonio Gramsci, forjada entre los muros, plena de senderos nuevos, referencias precisas y una politicidad que él ponía bajo el signo del optimismo de la voluntad, aun cuando la comprensión de lo que sucedía condenaba al pesimismo de la razón. La resistencia es esa insistencia: interrogar al mundo no para confirmar su declive catastrófico, sino para buscar las resquebrajaduras en que es posible apostar a su redención. Gramsci, insistencia del propio Horacio: estos Cuadernos del final cierran un ciclo abierto en 1972 con la publicación de El príncipe moderno y la voluntad nacional-popular, organizada y prologada por González, en debate con la lectura de Gramsci que hacía el grupo de intelectuales que habían sido expulsados del Partido Comunista -entre ellos, Pancho Aricó y Juan Carlos Portantiero. El prólogo se titula “Para nosotros, Antonio Gramsci” y es una pieza fundamental del pensamiento político: el italiano no es “el escritor de cabecera para aflorar ortodoxias que no nos abarcan”, sino objeto de una traducción a los “problemas nacionales en los países del Tercer Mundo”, porque “allí donde Gramsci está presente, lo está por medio de una comunidad temática en acción. En Cooke, por ejemplo”. En esa breve frase se configura un entero programa político, presente en toda la obra de Horacio.
Cuadernos olvidados en viejos pupitres: ¿son los cuadernos en los que se fue escribiendo, durante siglos, la lengua del humanismo, o son los cuadernos que Horacio deja en pupitres, casi como al pasar, para que lectorxs que se sientan a descansar un poco del ajetreo y el ruido del mundo, hojeen? Humanismo es una memoria lectora y es significante siempre adjetivado: es crítico, comprometido y dialéctico, porque se trata de acudir a los pensamientos que llevaron ese nombre para encontrar la fuerza rebelde contra el humanismo convertido en legitimación de empresas imperiales, en letra de la expansión occidental y en afirmación de una supremacía de la especie humana sobre el resto de las formas de vida, condenadas a ser meros recursos naturales y sujetas a la explotación. La razón del capital no es ajena a esa centralidad del hombre, a cuyo alrededor jerarquiza y subordina, a la vez que lo va convirtiendo, por su misma dinámica, en un pellejo vacío o en una existencia servil. Las discusiones sobre la megaminería o las afirmaciones vitales de los feminismos, la historia de las luchas populares o la reflexión sobre el ser en su alienación técnica, son parte de las confrontaciones contra un capitalismo que no puede tener rostro humano, porque “ya no ocurre estudiando el tiempo de trabajo socialmente necesario, sino su verdadero producto, las vidas que produce innecesarias”.
Los movimientos de interrogación y disposición de esa memoria, desplegados en Restos pampeanos, son profundizados en el último libro, donde lectura y quehacer político son pliegues del mismo esfuerzo: “el humanismo crítico invita a leer el lado reversible del texto. Este libro que, si pudiera resumirse de un chirlo, se trataría de reconvertir hacia las áreas de la izquierda social un enorme patrimonio cultural de las derechas clásicas no racistas -incluso la idea de honor, la de sacralidad, la de ofrenda- para reformularlo en el orbe de un humanismo crítico, es decir de nuevos movimientos sociales y populares. No es excusa el resurgimiento de las políticas de violencia étnica y la agresividad de las corporaciones mundiales, para que las democracias frentistas se consideren a sí mismas cada vez más débiles y no actúen con las decisiones más osadas ante los peligros que cada día se ciernen sobre la humanidad. Y es así que con esta postrera frase este libro llega a su fin”.
Cité largamente ese final porque condensa -de un chirlo- no sólo el esfuerzo de Humanismo sino de la entera obra de Horacio: releer la memoria textual, producir los restos, actuar como traductor y mediador, para abrir un horizonte político imaginativo. No se retrocede ante el peligro de ciertos pensamientos, ni ante las amenazas que asolan la vida política. Solo hay porvenir si prescindimos de la renuncia atemorizada que lleva a defender terrenos yermos como si fueran casamatas conquistadas. El libro dice postrera frase pero es escritura abierta, sostenida como exigencia ético-política a cada persona que lee, a cada una de las que se quieren parte de una comunidad política que para existir reclama el mayor esfuerzo crítico y el compromiso con el drama vital del presente, con sus muertos y sus muchas vidas dañadas, con las esperanzas que persisten y con los fuegos de las resistencias nunca apagados.
Tiempos de oscuridad, somos personas en tiempos de oscuridad. A los que se conjura con osadía, capacidad crítica, imaginación pública. A los que se debe comprender con el respeto cuidadoso del pasado, la conciencia sobre la herencia social, y con la defensa de una lengua que permita pensar. Porque los movimientos que quise señalar en la obra de Horacio, como movimientos metodológicos, no son las argucias para un gran trabajo bibliográfico, sino las cautelas para una aproximación política. Cuando dice no hacer historia de las ideas es porque sostiene esa otra dimensión del conocer: la pregunta por lo viviente en el pasado y sus potencias de reabrir el horizonte. No hay que temerle a las derrotas, porque el problema está menos en ellas que en la decisión de plegarse a las líneas de fuerza de una época, a sus tonos monocordes, a su tolerancia con la devastación. En la anteúltima nota al pie de Humanismo, y esa sí está entre las últimas frases del libro, su autor insiste: “Pero intentémoslo. No puede ser que esta situación sea para siempre”. Vivir, siempre, es peligroso.