Todo venía tan bien, piensa la chica metalera. Ya lo tenía a punto caramelo. Ya se iban juntos. Se colgaron un poco después del reci para gozar del ácido, y de esa energía que deja la música en vivo en el lugar. Y de pronto… ¡horror! De la nada, ¡una pelea entre él y el otro viejo borracho! ¡Qué cringe! ¡Qué decadente! Y toda la gente mirándolos, o disimulando que los miraban... Y ella atrapada ahí, atrapada en el abrazo, pasando vergüenza… Ni bien pudo zafarse del abrazo de oso del viejo gordo, corrió a saludar a su padrastro que estaba hasta recién brindando con Dom Perignon en la barra. Miró alrededor, buscándolo con la vista, y de repente no lo vio más. Preguntó cerca del baño, averiguó si lo vieron salir. Nadie lo vio salir ni entrar. No fue el ácido; este era del suave.

Juraría haberlo visto al Égar ahí, brindando con champagne Dom Perignon, escuchando el recital, alzando su copa burbujeante hacia el escenario, él que con el bajista de esta nueva banda eran como hermanos, él que con el violero de su vieja banda seguía siendo como un hermano aunque el violero no se acordara de un carajo ni mucho menos de él ni de que eran como hermanos… uy, qué fea palabra, violero, piensa la chica metalera hablando con ella misma, como siempre que algo inesperado la pone nerviosa. No le gusta que el novio de su madre aparezca y desaparezca así de rápido, como en flashes de ácido, y ella no llegue ni siquiera a saludarlo; no le gusta que el viejo gordo que iba a irse con ella la haya largado en banda para ponerse a hacer pogo como un pendejo con un montón de locos disfrazados de zombis o vaya a saber qué era esa comparsa, ese carnaval de película de terror… ¡Menos mal que no vino la Pili o se hubiera muerto de miedo! A lo mejor era el número teatral sorpresa del recital de Baron Samedi, vaya una a saber, porque también desaparecieron todos de golpe ni bien pararon de poguear…

—Calmate —lo reprime el viejo flaco al viejo gordo que estaba por irse con ella.

—¿Qué decís, Pato? ¿Qué te pasa? ¡Te convertiste en un puritano, un moralista! 

La chica saldría corriendo de ahí, total estos dos están tan en cumbia que ni la ven.

—Y justamente vos, que mataste a ese pibe por robarte el teléfono. ¿Qué clase de izquierdista sos? —dice el viejo gordo de un tirón, con voz enronquecida por la noche.

—¡Yo no lo maté!

—En algún lugar existe un objeto robado que tiene tus huellas por todas partes —lo acusa el gordo al flaco. Y sigue bailando mientras habla. Hace con las manos un pasito anticuado de twist, de chico o chica a go gó, como si le diera vueltas a una madeja de lana: movimientos grotescos de oso de circo en algún dibujo animado. La chica ve cómo el flaco empalidece. —Pato, estás al horno. Hundido. Como cuando jugábamos a la batalla naval. Y vos sabías —lo apura el gordo, despabilándose. —Vos estabas ahí, vos sabías, vos viste. El otro pibe lo llevó en moto al hospital. Una vez en la sala de espera, alcanzó a sacar la memoria y tirarla a la basura y guardarse el teléfono limpio. Del hospital lo vieron y el movimiento les pareció sospechoso y llamaron al Comando. Cuando llegó la cana, el pibe había desaparecido, pero se pudo recuperar tu memoria. La cargaron en otro celu y me llamaron. ¿Cómo, ya no sabés seguir una investigación? ¿No eras vos, Walter Oliverio, el cronista de policiales más rápido de todo el Oeste?

—¿Pero desde cuándo se investiga?

—Siempre se investigó; siempre se investigó. Lo que pasa es que vos sos un cínico. A vos te mata esa fucking falsa conciencia de clase burguesa, tenés esa imagen pequeñoburguesa de la policía que no investiga, tenés ese odio al proletariado policial. Vos sos de otra generación, Pato. O te solidarizarías con la causa.

A gordo le cuesta pronunciar la palabra “solidarizarías”.

—¡Te desmayaría de una trompada, Piuma, y en tu estado caerías como una mosca! ¡Pero no puedo mover ni un músculo! ¡Me dejás frío, hermano! ¡Traidor! ¡Cómo me vas a acusar así? ¡Yo no fui! ¡Fue Luchi! ¡Fue Luchi el que lo mató! ¡Yo lo vi! ¡El vigilante de la fábrica lo vio! Vos estás re dado vuelta, no sabés lo que decís...

—Sí, sé lo que digo. Sé lo que digo. Vos estabas ahí cuando mataron a Samy.

El gordo escupe esa frase y la chica metalera siente que todo se vuelve transparente; la ciudad es un detector de metales. ¡¿Samy?! ¿El Samy, el hijo del Sam? ¿Estos lo mataron?

Ahora sí, ella sale corriendo. Corre llorando, se abre paso como entre lianas por entre rastas rubias, vuelca alguna cerveza en vaso de plástico de medio litro, soporta algún que otro grito y huye; baja corriendo hacia la calle por la escalera de mármol gastado.

Como un anuncio en el altavoz del aeropuerto, oye un grito a sus espaldas:

—¡Fue Luchi! ¡Lo mató Luchi! ¡Creeme! ¡A mí me duele tanto como a vos, boluda!

La chica metalera se detiene y se da vuelta. El viejo flaco la mira con ojos llorosos. Le cabe este flaco, tiene corazón: “Lo mataron delante mío. Yo lo vi sangrar. Era un pibito. Desde entonces no duermo, no duermo para no tener que soñar con esa cara. Creeme, te juro, creeme que si hubiera podido evitarlo… si hubiera podido yo atajar esa bala...”.

Están los dos de pie en el umbral de la casona centenaria. Confían. Se abrazan.

La chica metalera desconfía de pronto:

—¿Y cómo este te acusa a vos, si sos inocente, si vos eras su amigo?

—Él me robó mi puesto de trabajo. Ahora yo le robo a su chica.

La chica metalera siente derretirse su armadura metálica. Le cuenta llorando al flaco que el Samy era como un sobrinito para ella. Era un vecinito querido, era el hijo único del loco Sam que lo tenía medio abandonado y entonces todos lo querían cuidar.

—Dejé el auto acá cerca. ¿Venís conmigo? 

—Vamos —dice la chica, que ya es su pasajera porque han andado una cuadra bordeando el parque y ya está con él en el auto, mientras alrededor el cielo de la noche se vuelve más claro, "como un vidrio azul purísimo que estuviera a punto de romperse", escribirá la madre de la chica cuando ella le cuente y haga un nuevo cuento con esto.

—¿Quién es Luchi?

—El asesino de Samaliel, del Samy. Yo fui testigo. Yo era su chofer. Yo no hice nada más que llevarlo a Lucci a trabajar a la fábrica. Se escribe ele u ce ce i, es un apellido italiano. Su trabajo era pegar tiros en unos vidrios. No hacía mal a nadie. O eso creía yo. Porque vino Samy con otro pibe en una moto y me robó el teléfono y Lucci lo mató. No pude hacer nada. No me dio tiempo. Ellos huyeron.

La chica metalera llora de nuevo. De pronto se siente sucia y cansada.

—No llores, nena. No llores. Samy es un ángel ahora. Haremos justicia por él, te lo prometo. Vamos a tomar un café, me muero de ganas de tomar un café, qué ganas de volver a casa. ¿Pero a cuál? Ya lo oíste. Ninguna es un lugar seguro para mí. No, no quiero decirte nena. No quiero volver a mi casa. A todo esto, ¿cómo te llamás?

—Jessica. Jessica Isabel.

—Yo soy Pato. Te llevo a tu casa. Tendrás casa, supongo. ¿Tenés café?

—Tengo faso.

—¿Es una invitación?

—Obvio.

—¿Queda lejos?

—Lejísimos —responde la chica metalera. —No nos van a encontrar jamás.