La mañana del 20 de junio de 1973, mi madre se sentó en mi cama y me despertó diciéndome: “te tengo un regalo de cumpleaños único. Perón vuelve hoy a la Argentina”. Lo segundo que me dijo fue “te dejo algo para comer y después hacés los deberes de la escuela, yo me tengo que ir a Ezeiza”.
Según consta en mi partida de nacimiento que obra en el Registro Civil, ese día yo cumplía doce años y fue la primera vez que escuchaba la palabra Ezeiza. Mi vieja volvió a la noche con algunos amigos. Caminaban por el living mientras hablaban fuerte. A ella la recuerdo puteando y por momentos llorando, moqueando y balbuceando con los dientes apretados “¡hijos de puta!” y a otro diciendo “che, que está el pibe” señalándome con los ojos.
Unos días después fuimos a Ezeiza un par de veces a recibir algún amigo de ella y la escena se repetía: abrazos. Besos. Lágrimas. Risas y café. La palabra que recuerdo porque se repetía mucho era “esperanza”. Según lo que yo veía y escuchaba, la felicidad estaba garantizada.
Todo lo que vino después fue tanto que no viene a cuento ahora mismo. La cantidad de versiones y comentarios y testimonios de la masacre de Ezeiza fue tan variada que cumplió con el objetivo de que cada quién tenga una idea aproximada de lo que pasó y que contará mil veces como la posta, posta, contribuyendo así a la falta de un relato lineal de los hechos. Los muertos boca abajo sobre el pasto no son más que el testimonio fotográfico de una bala que nadie supo finalmente de donde vino, convirtiendo ese momento en un Don Pirulero macabro en un laberinto de espejos. Aunque alguna de las versiones dé certeza de saberlo.
Años después volví a escuchar “Ezeiza” pero distinto: “se fue. Zafó porque tenía el pasaje pero le dijeron que Ezeiza estaba controlado así que salió caminando por Mazza a Yacuíba, haciéndose el boludo”. Un par de años después vimos cómo una enorme cantidad de casas quedaban vacías y partidas al medio cuando a la dictadura militar se le ocurrió hacer la autopista al aeropuerto, que costó cuatro veces su valor, contribuyendo al engrandecimiento de la deuda externa argentina. Cuando preguntabas que hacían esas topadoras ahí, la respuesta era “ah, es lo de Ezeiza”.
A lo largo del tiempo Ezeiza fue el pivot de una propaganda repetida hasta el hartazgo. Siempre que hubo gobiernos populares había cámaras en vivo desde el aeropuerto, mostrando cómo “las multitudes” huían del país en estampidas escapando de los horrores del comunismo. Casi siempre era una señora mal teñida de rubia acompañada de un señor con camisa hawaiana frente al counter de American Airlines con rumbo a Miami. Nunca vimos los abrazos de las familias que recibían a los científicos repatriados que volvían en oleadas, llorando de emoción y esperanza entre besos de hijas retornadas y abuelos y nietos que recién se estaban conociendo y no paraban de mirarse y acariciarse la cara, los ojos, el pelo. Sin dudas un olvido involuntario de los canales de televisión, o falta de personal, porque estaban justo en esos días alertando desde Palermo Soho sobre los peligros del populismo y de la inconveniencia de mantener planes sociales que movían el comercio local agilizando el mercado interno.
Ezeiza vio llegar a los exiliados bolivianos escapados de la última dictadura y estos vieron por primera vez dónde concentraba la selección argentina de futbol. Y los recuperados bosques de Ezeiza fueron un lugar de descanso y tranquilidad donde se sentaron a respirar al sol de ese noviembre del 2019, a pensar qué cosa sucedería con su futuro tras ese presente de destierro y catástrofe. Y Ezeiza también vio bajar de los aviones a los venezolanos que llegaban a montones, desesperanzados por los supermercados vacíos de Caracas. Los mismos que hoy dicen que no consiguen juntar la plata para volverse porque ”con lo que ganamos no llegamos ni a Ezeiza”. Y estoy citando textual.
Igual, Ezeiza cumple con una premisa fundamental en un país tan afecto al maquillaje, a la mise en scéne y a la ornamentación: cualquiera que llegue al aeropuerto y salga por la autopista, tendrá la sensación de que llegó a un país prolijo, donde todo funciona. La belleza natural que bordea la autopista como al descuido, oculta cualquier idea o sensación desagradable o histórica.
Hemos escuchado hasta el hartazgo que la única salida para “este país”, dicho así con prepotencia, es Ezeiza, y ya en época de redes sociales, la foto del pasaporte con fondo de sala de preembarque trae olor a desprecio por los que se quedan. Pero también están los otros, los que hoy se van, sin foto ni revancha, a ver cómo vivir con una chance que les es negada. Y de verdad son muchos, pero tampoco los verás en televisión, porque esta vez las cámaras te muestran cómo aborda un avión el presidente con su hermana, rumbo a cualquier lado fuera de Argentina a recibir unas tapitas de coca cola pintadas de dorado con un alfiler de gancho atrás, a lo que le llaman reconocimientos internacionales.
Este 20 de junio volví a escuchar "Ezeiza", pero disociado del aeropuerto y sus historias y seducciones. Hablaban del penal de Ezeiza. Una cárcel donde no entra un ser humano más y donde hay turno para el traslado desde hace años, pero a las que fueron llevadas con la velocidad de un rayo, Camila, Sasha, Ramona, María de la Paz, Daniela y Lucía Belén, por protestar pacíficamente el día 12 de junio. Allí llegaron tras ser arrojadas al suelo, golpeadas, apresadas, esposadas, encintadas, desnudadas, dejadas en un pasillo muriendo de frio y sin poder acceder a agua ni a baño, caratuladas como terroristas por salir a la plaza Congreso a decir que este gobierno ya no se soporta. Fue el mismo día que los jubilados fueron gaseados y golpeados por constituirse en un peligro para la seguridad nacional. Unos viejos y unas señoras que con la poca fuerza que tienen en las piernas, fueron a reclamar comida, en una Argentina donde nada está garantizado.
Yo volví a repetir aquello que balbuceaba mi madre cuando volvió de Ezeiza.