Dearly beloved...
No es casualidad que Prince abriera su sexto disco -ese disco- con la primera invocación del sacerdote en una boda: el morocho de Minneapolis siempre fue una licuadora de lo sagrado y lo profano, y Purple Rain ofrece una perfecta síntesis entre ese inicio litúrgico y las procacidades de "Darling Nikki", que le trajeron algunos problemitas con las radios estadounidenses. Y especialmente con Tipper Gore, quien utilizó ese tema como bandera para iniciar su tristemente célebre campaña por la etiqueta de "Letras explícitas" en los discos. De todos modos, el resto de las canciones tenía suficiente potencia para abrirse paso y convertir al músico de 26 años (¡26 años e hizo Purple Rain!) en la gran estrella de 1984, capaz de disputarle el cetro pop nada menos que a Michael Jackson.
Prince, pibe prodigio, multiinstrumentista y productor de sus propios asuntos, ya venía demostrándole a la industria que debían dejarlo tomar sus propias decisiones. El éxito comercial todavía le era esquivo, más allá de algunos hits menores y la buena marcha de 1999 y el single "Little Red Corvette". ¿Qué fue lo que hizo de Purple Rain semejante tanque arrasador? Quizá algo que señalaron sus propios músicos, y que lo llevó por primera vez a incluir la firma de The Revolution: filtrar en su universo los aportes de la guitarrista Wendy Melvoin y los tecladistas Lisa Coleman y Doctor Fink, ser más que el despótico director de orquesta. Algo de eso se ve en la película -porque hay que recordar que Purple Rain es en rigor la banda de sonido del naif film dirigido por Albert Magnoli-, donde The Kid ignora las ideas de Wendy & Lisa hasta que éstas se convierten en "Purple Rain", esa canción-monumento.
Pero más allá de las interpretaciones y suposiciones está el hueso del asunto: el sonido de Purple Rain. Michael Jackson y Quincy Jones habían conquistado el universo con la perfección de Thriller; Prince devolvió una relectura perversa del pop de los '80, en la que podía caber el funk de James Brown, el soul de Wilson Pickett, la dulce melodiosidad de Stevie Wonder y la furia eléctrica, desencajada, de Jimi Hendrix: el solo de "Darling Nikki", los aullidos finales de "Let's Go Crazy" y la apertura de "When Doves Cry" son una muestra de lo que Prince podía hacer con su principal instrumento entre manos.
Por momentos, Purple Rain es una especie de ejercicio autobiográfico. "Quizás soy demasiado demandante / Quizás soy como mi padre, demasiado bruto / Quizás sos como mi madre, siempre insatisfecha / ¿Por qué nos gritamos? / Así suenan las palomas cuando lloran", canta en ese primer single, y la película es bastante explícita en ese sentido. Pero en Prince nada es tan lineal, y es probable que su historia familiar, y sus sentimientos con respecto al modo en que era visto en la industria -el genio incomprendido, el condenado al fracaso por sus ideas radicales- fueran solo un hilo del que tirar para llegar a lo que verdaderamente le interesaba. Más allá de sus cuestiones religiosas, Mr. Nelson tenía un solo dios, y era la música. Era el único lugar donde todo funcionaba, donde nada escapaba a su control. De allí sus manías y sus taras, su imposibilidad de comunicarse adecuadamente con el resto del universo: su célebre escandalete en River 1991, cuando se retiró del escenario a los 77 minutos, también se originó en eso. Si el público no sintonizaba como creía que debía frente a lo que llegaba del escenario, diluía su interés, lo daba por perdido.
Ese nivel de obsesión se traduce en Purple Rain, y en las obras maestras que llegarían inmediatamente después. Porque hay que recordar que este fue el disco comercialmente más exitoso (al día de hoy araña los 30 millones de copias vendidas), pero es también el inicio de una cadena de oro que incluye en solo cuatro años a Around the World in a Day, Parade y el monumental doble Sign 'O' the Times, que vendió menos pero tuvo una influencia artística planetaria mayor. Y aun después habría tiempo para otras joyas como Graffiti Bridge -también doble- y Diamonds and Pearls, y todavía más.
En Purple Rain son solo nueve canciones, de la fiestera apertura de "Let's Go Crazy" a su punto cúlmine que titula al disco y lo cierra allá arriba. En el medio desfilan himnos aviesos y magnéticos, marcianadas como "Computer Blue", "Take Me with U" y "I Would Die 4 U", invitaciones al baile como "Baby I'm a Star" y baladas perversas como "The Beautiful Ones" y la discutida "Darling Nikki". Pero sobre todo, lo que desfila es el Pibe Púrpura y su banda de músicos a la altura del desafío, poniendo en un cacho de plástico aquello que Julio Cortázar puso en boca de Johnny, ese otro perseguidor de lo imposible: esto lo estoy tocando mañana.