El predominio de la concepción neoliberal no solo impacta en la vida económica, sino que se desliza silenciosamente hasta convertirse en la mirada de parte de la población acerca de su vida, del otro y de lo que sucede en la cotidianeidad.
Esta mirada implica que somos hablados por un discurso que desconocemos, y pone en juego una paradoja: creemos ser autores de un conjunto de ideas, convicciones y fundamentalmente de una mirada sobre el mundo, cuando en realidad solo ocupamos el lugar de intérprete de lo que podemos definir como discursos preestablecidos.
Nos topamos en este punto con una discordancia entre lo que somos y lo que creemos ser. Esta diferencia refiere a que: lo que cada uno es remite a lo que vamos a llamar “efecto de estructura”, mientras que esas ideas y miradas sobre el mundo en las que un sujeto se reconoce van a remitir a “la construcción de la subjetividad”, que no es ajena a la época y al momento histórico.
Ahora bien: lo que cada uno es tiene el carácter de enigma, y cada uno podrá ir construyendo una respuesta a lo largo de su vida, de la única manera en que es posible hacerlo: siendo y haciendo. Por tratarse de un enigma y no de una adivinanza, requiere entonces de una posición activa y su respuesta va a ser siempre parcial. Esta falta en ser, este enigma, constituye lo más singular, lo más propio y fundamentalmente lo más ajeno de cada uno. Es lo que no es posible compartir, y nos deja frente a la soledad existencial que implica el encuentro con lo real, con la incompletud del sistema simbólico para dar una respuesta a la pregunta: “¿quién soy?” o bien la interrogación por el sentido de nuestra vida, que es una variación de dicha pregunta.
Ahora, en tanto el sujeto se constituye a partir del Otro, de los significantes del Otro, que nos marcan también con sus deseos y expectativas, es en el Otro donde intenta responder a esa pregunta, que al dirigírsela toma la forma de “¿qué quiere el otro?”, siendo esta una forma degradada de la pregunta “¿quién soy?”
Preguntarle al otro qué quiere es un intento de que en la medida en que el otro diga qué quiere de mí, eso responda quién soy, a costa de alienarme a su sentido. Alienación que se sostiene desde una dimensión de creencia inherente a todo sujeto.
Tanto la pregunta por el ser, como dirigirla a un otro, son efectos de estructura, lo que significa que esto es inherente a cómo nos constituimos, es efecto de la prematuración que hace necesaria la presencia del Otro, de su palabra y está presente más allá de cualquier época. Es efecto y una respuesta a la incompletud de lo simbólico, a la falta de un significante que defina mi ser, por eso la pregunta: “¿quién soy?”.
En cambio, como se tramita, se vela, se hace transitable ese enigma cuando se dirige la pregunta al Otro está determinado en gran medida por los recursos que aporta la cultura, los discursos pre-establecidos que predominan e imperan en un momento histórico determinado.
Esto último es lo que construye subjetividades, una modalidad particular de hacer con esa falta estructural. Subjetividades que van variando según los significantes e ideales de cada época.
Se trata de discursos preestablecidos en tanto nos preceden y son transmitidos por los otros primarios, la educación y las diferentes instituciones que transita todo sujeto. Estas subjetividades que construye se visibilizan en un conjunto de creencias, valores, ideas y principios imaginarios que hacen transitable los encuentros con los límites que impone lo real a toda existencia.
Somos hablados, somos intérpretes de ese conjunto de creencias que se expresan también en las ideas acerca de la política. Creemos que encontramos un lugar que nos representa cuando en realidad ese encuentro está determinado en gran medida desde el punto de partida.
Si hoy en día prevalece la concepción neoliberal como discurso preestablecido, que no solo se limita a lo económico, ¿qué tipo de subjetividad construye?
Se trata como ya han señalado otros autores: que la concepción neoliberal no solo aliena sino que produce la fantasía de ser la propia empresa, todo es posible, “se puede”, pero no como consecuencia de un hacer con otros, sino que el éxito de ser la propia empresa sería efecto únicamente del propio esfuerzo y donde el otro solo tiene lugar en tanto medio para alcanzarlo o bien como un obstáculo para lograrlo.
En este discurso que construye subjetividad no hay lugar para la utopía, no es un término que utilice el liberalismo, ya que la utopía al plantearnos un horizonte que nos haga caminar (como señalaba Galeano) es un camino con otros, con todos los avatares y dificultades que tiene ese “con otros”.
Este “se puede” ser la propia empresa, “se puede” alcanzar lo que se quiere, deja al sujeto en cierto aislamiento, ya que no se forma parte de un proyecto que lo trasciende al mismo tiempo que lo implica, sino que es: “se puede solo”, basta querer algo, o bien, toparse con su contracara, y entonces soportar la culpa inevitable ante el encuentro con lo que “no se puede”.
Los síntomas ligados a la depresión, o bien las melancolizaciones son en general presentaciones clínicas características de nuestra época. Tiene su razón de ser, ya que sabemos, y el psicoanálisis ha situado con claridad esta problemática, que el límite respecto de lo que se puede o se quiere, otra forma de nombrar el encuentro con lo real, con la castración, tarde o temprano se pone en juego. Y si el acento está puesto en que dicho encuentro con lo imposible o con la dificultad es solo a cuenta del sujeto, no queda más remedio que cargar con la culpa. De allí a los síntomas depresivos no hay un trecho demasiado extenso.
De estas subjetividades que construye el neoliberalismo podemos situar al menos dos efectos: el primero, como ya mencioné, aísla al sujeto, y el segundo es que intenta anular o bien desestimar la dimensión de lo real, intenta una desestimación respecto de lo imposible, que conduce necesariamente a un discurso que adquiere un carácter cuasi religioso.
Esta religiosidad es inherente a su lógica, ya que ante el inevitable encuentro con lo imposible, se redobla la creencia de que “se puede”, produciendo mayor alienación a un discurso vacío donde la repetición extasiada de “se puede” bastaría para alcanzar lo que se anhela. Ante el encuentro con lo real que podría llevar a redefinir horizontes y posibilidades, la respuesta implica su desestimación.
La desestimación, como la define Claude Rabant, intenta borrar las marcas del encuentro con lo ajeno, con lo real, a diferencia de la represión que recae sobre los significantes.
Se trata de desestimar, de borrar ese encuentro inevitable con lo castración. Allí donde el sujeto se topa con el “horror al saber”, se arroja afuera lo más íntimo que hace hablar.
Arrojar afuera, nunca es al vacío, sino que este afuera toma la forma de un otro, de un semejante que pasa a funcionar como culpable de los límites que se me imponen por el solo hecho de hablar. “Hecho a la cara del otro la carne de mi rabia y mi desesperación”, dice también Rabant. Pueden ser “los que se robaron todo”, “los negros que viven del estado”, “los que creían que podían tener algo”. Figuras que se construyen en el imaginario colectivo que no necesitan pruebas para que se los convierta en causa de todo lo que hoy no se puede, ya que representan un lugar necesario para sostener que “se puede”.
No existe un término sin el otro, “se puede” a costa de los que “quieren impedirlo”, o bien de “los que lo impiden”, y ambos términos se sostienen en la dimensión de la creencia. Al ser dos caras de la moneda no se necesitan argumentos racionales que justifiquen la afirmación, basta creer en eso. Por eso no es posible su dialectización, ya que esto desarmaría el circuito que se establece y sostiene al sujeto en su cotidianeidad. La puesta en cuestión del “se puede”, atenta contra la subjetividad que impera en este contexto, con el riesgo subjetivo que eso conlleva, ya que pone en riesgo esa construcción de la subjetividad mencionada.
Los discursos que apelen a esta categoría del “se puede” en las diferentes formas es lógico que logren una fuerte aceptación, ya que se sostienen y remiten a la subjetividad imperante de un momento histórico, y es por eso que no va a haber una relación directa entre una condición social y una idea política. Nuestras elecciones, en la vida en general –las ideas políticas forman parte de eso– están determinadas por complejas coordenadas que no se reducen a una clase, a lo que simplemente nos gusta, a lo que decimos querer, o a la sola convicción racional, sino que obedece también a causas que al tener siempre un aspecto que se nos escapa y son por lo tanto desconocidas para nosotros mismos, pueden conducir en muchos casos a la repetición de la que en general nos advertimos cuando ya es tarde.
La interrogación acerca de: “¿qué se puede?”, “¿quiénes?”, “¿de qué manera?”, “¿quién paga el costo?”, “¿quiero eso?”, puede hacer zozobrar al sujeto, pero el silencio conduce inexorablemente a la repetición que está sostenida siempre en un error de interpretación. De no mediar el interrogante, se sostiene la creencia y además se sostiene que hay un “otro” que va a hacer en función de mis anhelos y deseos, lo que suele conducir a estrellarse con lo real, con lo que se repite como pesadilla una y otra vez. En eso consiste el error que lleva a la repetición. El doloroso despertar, que siempre se produce, puede llevarnos a la pregunta, a poder interpelar esa subjetividad, poder interpelar al otro, a tratar de construir un “nosotros” que ante el encuentro con el límite haga pensar en un horizonte posible. No hacerlo lleva a dormirnos nuevamente con el canto de la sirena que solo nos sumergirá tarde o temprano en una nueva pesadilla.
* Psicoanalista.