Pocas veces ha acertado tanto Mario Vargas Llosa (que en realidad acierta pocas veces y, cuando lo hace, sólo en el terreno de la literatura) como con la pregunta que da título a esta nota, y que abre una de sus primeras novelas, todavía interesantes, Conversación en la catedral.

La pregunta, de validez universal, podría caber a cualquier país latinoamericano, puesto que, desde que nacieron (o desde antes), se han jodido casi todos. Y sin duda a muchos europeos, Alemania, Francia, Italia, España... Salteadamente, si se quiere, cuando el imperio Austro-Húngaro o con el nazismo, en Alemania; con la Cuarta República, socialista y a la vez colonialista o con el gobierno del general Charles de Gaulle, en Francia; con el fascismo o con el PCI o la Democracia Cristiana, en Italia; con la verdadera revolución libertaria que llegó a gobernar la Cataluña y el Aragón, o con el franquismo, en España, etcétera; ello según países y casos... Y gustos.

Todos, prácticamente sin excepción, han vivido crisis, de grandes caídas y de crecimiento, y todos podrían preguntarse, si solo vieran sus desgracias y sus malestares, cuándo empezaron ellos. A Mario Vargas Llosa podría respondérsele, respecto del Perú: cuando escuchó a Manuel Odría o a la familia Fujimori, es decir, a gente que piensa como él, y no a Manuel González Prada, a José Carlos Mariátegui, a César Vallejo, a José María Arguedas, que supieron decirle bien cuáles eran sus males y sus soluciones.

Este panorama, asimilable a todos los países, quiere tal vez decir que en todos hay personalidades y gentes y movimientos que los joden, más o menos profundamente, y personalidades y gentes que los salvan, con su presencia, con su mensaje, con su acción y con su reflexión.

Viene esto a cuento porque de manera permanente, discursiva y práctica, el presidente Javier Milei está exhibiendo su mirada, contradictoria, tendenciosa y arbitraria, de la historia argentina y, sobre todo, del origen de nuestras crisis y desgracias. Que él suele adjudicar ora al peronismo, ora a las luchas populares y electorales de principios del siglo XX, ora (en su vasto, acalorado y poco fundamentado menjunje), a los principios casi de la nacionalidad. Nunca a las clases poseedoras, a la dependencia de las potencias extranjeras, a los gobiernos cómplices, a los golpes de Estado, a la represión, a las inobservancias constitucionales.

Así, es capaz de remontarse a los orígenes de la nacionalidad, renegar de la Independencia de España (sobre todo de la monárquica), de las luchas por la soberanía, por los derechos sociales, y de sus conquistas. Pero es imposible, y hasta inútil, discutirle a Milei o a sus seguidores esa vorágine de frases sin ninguna probanza, hechas de trastos inservibles, casi de desechos de lenguaje, y no de historia, de documentos o de verdad. Es que a través de esas miradas se muestran los basamentos ideológicos de las medidas económicas y sociales que toma el anarco capitalismo, que son las de desconocer los grandes movimientos históricos de nuestra nación en busca del progreso material y la distribución más equitativa de la riqueza, corrientes que impusieron los prohombres y mujeres que los encabezaron, las ideas y las prácticas que nos distinguieron positivamente en el conjunto de países.

En realidad, Milei no apunta de ningún modo a restituir una verdad histórica en aras del desarrollo del país, sino a dañar a los movimientos sociales y políticos y a los dirigentes que lo hicieron escapar, por cortos períodos, de la opresión del sistema oligárquico y semi feudal, y luego capitalista financiero, a que estuvo siempre sujeto. Historiadores un poco más serios, y en verdad más formados, más solventes y escuchados (Tulio Halperin Donghi, Oscar Terán, para dar solo dos ejemplos) aportan otros elementos. Escribe el primero (en 1969), dejando bien claro cuáles son los ejes de nuestros problemas: “Una historia de América Latina que pretende hallar la garantía de su unidad y a la vez que de su carácter efectivamente histórico al centrarse en el examen del rasgo que domina la historia latinoamericana desde su incorporación a una unidad mundial, cuyo centro está en Europa: la situación colonial. Son las vicisitudes de esa situación, desde el primer pacto colonial cuyo agotamiento está en el punto de partida de la emancipación, hasta el establecimiento de un nuevo pacto, más adecuado, sin duda, para las nuevas metrópolis, ahora industriales y financieras a la vez que mercantiles, pero más adecuado también para una nueva Latinoamérica más dominada que antes de la Independencia por los señores de la tierra, y hasta la crisis de ese segundo pacto colonial, la búsqueda y el fracaso de nuevas soluciones de equilibrio menos renovadoras de lo que suponían a la vez sus partidarios y sus adversarios…”).

En cuanto al segundo, Oscar Terán, escribe para sus alumnos en lo que luego será su libro póstumo (Historia de las ideas en la Argentina, 2008) sobre un momento clave en la historia mundial, a la salida de la Segunda Guerra, mirando sobre todo la situación social, y considera para la Argentina una contradicción fundamental: “Fueron estas últimas fuerzas (se refiere a las que apoyaban a los Aliados) las que, ante las elecciones de 1946, convocadas por los ejecutores del golpe militar de 1943, determinaron que la opción se jugaba entre democracia y fascismo. En cambio, el coronel Juan Domingo Perón definió que en ellas se dirimía “un partido de campeonato” entre la injusticia y la justicia social. Más allá de quien tuviera mejores razones, lo que se instalaba como hecho definitorio era que se trataba de dos consignas que apelaban a distintos e inconmensurables criterios de legitimidad. En efecto, la democracia de sufragio universal responde a derechos políticos, y la justicia social, a derechos sociales: bien pueden existir la una sin la otra”.

Menos simplones que los razonamientos de nuestro agitado dirigente, los dos ponen de manifiesto la complejidad de estas cuestiones y lo difícil de su solución.

* Escritor, docente universitario.