Tomando prestada la célebre expresión de Ernest Hemingway, las novelas de Julio Verne (1828-1905) puede ser clasificadas como novelas de hombres sin mujeres. En efecto, sus ficciones plenas de aventuras que hicieron las delicias de generaciones de niñeces y juventudes e inventos científicos y escenarios futuristas premonitorios que lo elevaron a escritor pionero de la ciencia ficción tienen, sin excepción, como héroe a un varón, una dupla o un trío de varones.
El homo verniano por excelencia es de profesión marinero, ingeniero, profesor o estudiante; en lo moral es frío, clarividente, recto, valiente y de pasado oscuro y misterioso (como el capitán Nemo); en lo físico, es de una salud inquebrantable y ninguna fuerza de la naturaleza puede doblegarlo; en lo sexual, es cero concupiscente, un caballero dotado de autocontrol.
El ideal de los héroes de Verne no son las mujeres, sino la conquista de las islas, los volcanes, las cavernas ardientes, los indescriptibles abismos y hasta la Luna. Las féminas son apenas pálidas figuras que transitan por su universo con una sola excepción: la madre, por quien llora y cuyas lágrimas le hacen recuperar la visión a Miguel Strogroff, el correo del zar en la novela homónima de 1876.
En consecuencia, las relaciones amorosas de las obras del gran Julio galo no son heterosexuales. Por el contrario, son entre tíos y sobrinos como los de “Viaje al centro de la tierra” (1862); entre amigos inseparables y leales como los huérfanos Dick y Sand de “Los náufragos del Jonathan” (1897); entre hombres de servicio (cocineros, pajes, consejeros, mayordomos, criados, ayudantes) y amos a los que se dedican en cuerpo y corazón como Conseil a Nemo en “20.000 leguas de viaje submarino”(1870) y, particularmente, son amistades intensas entre hombres adultos sabios y muchachos entusiastas, que evocan en sus relaciones el ritual griego de la pederastia. Sin dudas, el paraíso de Verne es un universo exclusivamente varonil, un Edén sin mujeres situado en lugares aislados: islas desiertas como la de los estudiantes adolescentes de “Dos años de vacaciones” (1888) o la de los cinco náufragos de “La isla misteriosa” (1874); en globos aerostáticos como los tres aeronautas de “Cinco semanas en globo” (1863) o en navíos como los tres tripulantes de “20.000 leguas de viaje submarino”.
Diversos críticos han intentado leer estos elementos en términos homóeroticos o, más bien, descifrar el origen de este universo exclusivamente masculino en sentimientos y deseos homéróticos manifiestos e inexpresables -o solo expresables en los mecanismos metonímicos y elípticos de la literatura- por parte del escritor.
La novela de una vida: “Los últimos días de Julio Verne”
En “Los últimos días de Julio Verne” (VR Editora, 2024), Sergio Olguín escribe la novela definitiva que intenta explicitar las emociones del genial escritor francés en épocas en que el amor por los varones era el amor que no osaba decir su nombre. Por ello, una de las primeras escenas de la extraordinaria ficción sitúa a Verne frente al cadáver de un efebo rubio e intensamente bello, con los ojos cerrados y las formas de su cuerpo tan armoniosas que parecen talladas en mármol de Carrara.
Posiblemente Verne haya sentido deseo por los varones, pero lo más probable -en tiempos en que tanto la moral, como la ley, la policía y la medicina condenaban a la homosexualidad y estaba demasiado presente en el mundo el escándalo de Oscar Wilde- es que no haya dado rienda suelta al alivio de la carne. En ese sentido, la imagen del escritor frente a una hermosura adolescente a la que contempla, pero ya no puede tocar resulta de una tristeza y de una elocuencia de la que solo puede dar cuenta la verdadera literatura. La referencia más explicita de esta escena es la del viejo compositor Gustav von Aschenbach contemplando la belleza intocable de Tadzio en “Muerte en Venecia” de Thomas Mann.
La misma imagen se repite de la misma y de otra manera cuando Verne realiza un viaje por el mar en compañía del Aristide Briand, el compañero de estudios de su hijo Michel. Tal como describe Olguín:
“Verne detuvo el barco y echó el ancla. Aristide se quitó la ropa en cubierta y se zambulló, mientras Verne lo observaba. El agua debía estar fría porque Aristide pegó un grito de sorpresa y regocijo. Nadaba con destreza y agilidad. (… ) Verne no podía dejar de admirar la belleza de los movimientos del chico al nadar. Esos brazos que surgían con fuerza, la melena rubia apareciendo en lo más alto, las piernas que se agitaban con la destreza de un bailarín en el aire. A Verne le hubiera gustado estar más cerca y que el agua lo salpicara cada vez que Aristide braceaba. Por un momento cerró los ojos, no para dejar de verlo, sino para grabar en su interior esa imagen del chico atravesando el mar. (…)"
O, en otro fragmento de preciosismo literario: “Ahora era Aristide el que tenía los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios. Verne lo contempló. El vello público, oscuro y empapado remarcaba la forma del pene de Aristide. Por un momento pensó en ese cuerpo como si fuera un cadáver, como toda la belleza que desprendía de ese adolescente, vital e imponente se convertiría en carne podrida, poblada de gusanos. Una súbita angustia se apoderó de él, tuvo ganas de llorar por lo frágil que resultaba el ser humano”.
La biografía indica que, tras una juventud bohemia, Verne contrajo matrimonio casi a los treinta años con Honorine, una viuda rica que le permitió dedicarse de lleno a su gran pasión que era la literatura. La otra pasión fueron los muchachos. La evidencia es que, mientras su esposa estaba embarazada y a punto de dar a luz, Verne partió hacia Escandinavia con un joven amigo. Esas relaciones con amigos jóvenes comenzaron a tornarse más frecuentes a medida que el escritor se acercaba a la vejez. La más notable de esas amistades fue la que tuvo ya hombre cincuentón con el adolescente Aristide Briand (a quien utilizó de modelo para el personaje principal de su novela “Dos años de vacaciones” bajo el nombre Briant) a quien solía ir a buscar a la salida del instituto y a quien invitaba frecuentemente a cenar a su casa.
El doble de Verne
Basándose tanto en la novelística como en la biografía de Verne, Olguín tiene el notable mérito de dar a la luz una obra absolutamente verniana, es decir, con el impulso trepidante de las aventuras y los misterios de las novelas de su escritor referente, pero también con algo del policial de Agatha Christie y mucho del thriller/terror psicológico a lo Stephen King.
Por un lado, siguiendo los parámetros de la ficción decimonónica, Olguín apela a la figura del doble opuesto y complementario (el Mr. Hyde del Doctor Jekyll; el monstruo del doctor Víctor Frankenstein). Así basándose en otro referente real construye el personaje del médico Demetrius Zambaco que representa no solamente la maldad sin ambages (y uno de esos malvados literarios difícilmente olvidables), sino el lado oscuro de Verne, aquel que comete ciertos actos prohibidos, que en el fondo de su alma, Verne desea y no se atreve a concretar. Así expresa con lírico y explícito erotismo Olguín describe:
“Había delante de él unos cuerpos. Entre los gemidos le pareció oír la voz de Zambaco. Se acercó y vio que eran dos hombres manteniendo relaciones sexuales. El de abajo era el doctor, totalmente desnudo, como nunca lo había visto. Sobre él un muchacho lo penetraba. Metía y sacaba su verga con una lentitud pasmosa. Verne miraba ese movimiento con la misma fascinación que le había despertado la bailarina que practicaba la danza del vientre”.
Por otro lado, la novela intenta echar luz sobre uno de los hechos más oscuros y nunca esclarecidos de la vida de Verne: la naturaleza de sus relaciones con su bello sobrino Gastón y los motivos por los cuales este favorito de Verne haya atentado dos veces contra la vida de su tío disparándole con un revolver y luego se haya suicidado.
Quizás las razones sean las mismas por las cuales el escritor Paul Verlaine le disparara a su amante, el poeta adolescente y enfant terrible Arthur Rimbaud en ese mismo siglo XIX. O las que le hicieron escribir a Oscar Wilde a propósito de Alfred “Bosie” Douglas desde la celda 28 en “La balada de la cárcel de Reading: “Todo hombre mata lo que ama, unos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra zalamera; el cobarde con un beso, ¡el valiente con una espada”, pero, que lo oiga todo el mundo todo hombre mata lo que ama”.
O quizás, finalmente, la respuesta esté en la propia narrativa de Verne. En aquel fragmento de “Los náufragos del Jonathan” en el cual se describen los sentimientos de Kawdjer por el joven Halg: “Halg era el único capaz de emocionar a ese hombre desencantado, que no conocía otro amor aparte del demostrado por el muchacho”. En todo caso, Olguín escribió una novela sobre los riesgos que implica tanto materializar como no materializar los deseos voluptuosos, una obra imprescindible no solamente para los aficionados a Verne, sino también para los amantes y para todo aquel que ama la literatura.
Sergio Olguín “Los últimos días de Julio Verne” Vr. Editora, 2024