A mediados de 1984, Helen Folasade Adu vivía como okupa en una vieja estación de bomberos de Tottenham. A veces tomaba el metro en Turnpike Lane y, a la salida, la agarraba uno de esos chaparrones que te dejan la ropa oliendo a perro. Una tarde, dio vuelta el recibo de la lavandería y se puso escribir una canción sobre ganarse la vida en los Años Thatcher. A la mitad, se quedó sin tinta en su lapicera. Era gracioso, a su manera. Bastante simbólico. Ninguno de los mil tipos que esa noche asistieron al concierto se imaginaba que esa muchacha con el pelo tirante hacia atrás, la camisa blanca y los guantes negros en expresión de anhelo, tenía que dormir vestida por el frío. “No había imagen, no había marketing”, dice. “Exactamente así era yo”. Claro, nadie es realmente cool. Nadie, excepto Sade.

Ahora mismo, a treinta años de su álbum debut, la banda capitaneada por la enigmática Sade Adu comienza el proceso de reedición en vinilo de toda su obra: seis discos publicados a lo largo de un cuarto de siglo. Desde el debut de Diamond Life (1984) hasta Lovers Rock (2000) y Soldier of Love (2010), pasando por Promise (1985), Stronger Than Pride (1988) y la obra maestra definitiva: Love Deluxe (1992). Seis estatuas apolíneas y traslúcidas, apostadas en el fondo del mar y sometidas a esa misma clase de presión extrema que ejerce la ostra sobre su perla. Concebidas de un tirón o con hiatos de décadas, blindadas por un éxito más allá de la coyuntura del hit, los malentendidos y la mera época.

Toda la programación de Aspen y otro centenar de radios trasnochadas se concibió alrededor de esta música: un vapor de sauna en la frontera imaginaria entre el Reino Unido y el Golfo de Guinea. Esto no es pop de fórmula. No es r&b. No es soul y tampoco es jazz. Por supuesto que no es dub. Sin embargo, la banda de Stuart Matthewman (saxo, guitarra), Paul Denman (bajo) y Andrew Hale (teclados) arrastra todos esos sedimentos hasta la boca de una tormenta que nunca se termina de desatar. Son canciones contenidas sobre asuntos no contenidos; emocionalmente maduras pero nunca aburguesadas. Súper humanas. Encarnadas, casi de manera antropológica, en la figura de Sade: la mujer cosmopolita que vivió como squatter y puede cantar sobre el desempleo y los refugiados sin perder un ápice de su erotismo.


“No me considero una buena estrella de pop”, dice Sade. “No hago todas esas cosas que se supone que hay que hacer. Creo que siempre seré una novata. Soy una celebridad reacia, en muchos sentidos. Por lo general, no quiero estar ahí. A veces estoy bien por un minuto y entonces me siento onda ‘¿qué hice?, ¡oprimí el Botón de Sí!’ Es demasiado tarde, los misiles ya están en camino. Pero no siempre es malo oprimir el Botón de Sí por error''.

La recuperación de estos discos señala un par de cosas. Por empezar que, en el marco de la música pop contemporánea, su profundidad histórica es brutal. A ver: Drake tiene un tatuaje de Sade debajo de sus intercostales. No habría ni medio tema de Everything But The Girl o de D’Angelo sin esta banda, por lo cual tampoco tendríamos a Frank Ocean o The Weeknd. El célebre 808s & Heartbreak de Kanye West nunca hubiera existido. Ni el disco negro de Beyoncé. Todo ese influjo está invisibilizado, pero no suena ninguna alarma: ese destierro es elegido por Sade. En este preciso momento, mientras la prensa de todo el planeta fantasea con un retiro Greta Garbo Style (la copa de Martini, la corte de efebos, la piscina cubierta), lo más probable es que esté calentando el agua para un té en su cocina. La paradoja de ser la segunda persona más hermosa sobre el planeta y proteger tu vida privada como si fuera un lago subterráneo. Un streamer se muere.

Mientras cursaba sus estudios en la London School of Economics and Political Science, el nigeriano Adebisi Adu se enamoró de una enfermera. Se llamaba Anne Hayes, venía de Essex y era más blanca que la leche. El amor fue correspondido. Se casaron y, apenas Adebisi consiguió su título, convenció a su esposa de instalarse en Nigeria. Tuvieron un hijo varón que llamaron Banji y una hija mujer que llamaron Helen Folasade. ¿Helen? La madre perdió esa pulseada. Todo el mundo pasó por alto el nombre británico y prevaleció la versión abreviada del nombre yoruba. Aunque Ibadán es una populosísima ciudad tabacalera del sudoeste nigeriano, se ve que nadie estaba demasiado familiarizado con la obra del Marqués. Mejor así.

Cuando la pequeña Sade cumplió cuatro, sus padres se separaron. La familia se fracturó entre continentes. Anne decidió volver a Inglaterra y subió a un avión con sus hijos, rumbo a la casa familiar de Colchester. Ahí, en la población más antigua de la campiña británica, la niña fue criada por los abuelos maternos hasta que su madre volvió a hacer pie. Para cuando estaba por terminar la educación primaria, Sade se mudó con a Holland-on-Sea para compartir un departamento con Anne. Las raíces ya estaban en el aire.

La música no era una carrera. Era todos esos discos de Curtis Mayfield, Donny Hathaway y Bill Withers que escuchaba con su madre. Pragmática, Sade se anotó en la carrera de diseño de ropa de la St. Martin’s School Of Art y armó las valijas rumbo a Londres. La chica se hizo de abajo. A veces trabajaba como modelo (“el peor trabajo conocido por el hombre”); a veces como moza en el Rainbow Theatre del Finsbury Park. “Una vez tocaron los Jackson 5”, dice Sade. “Estaba más fascinada con el público que con cualquier otra cosa que estuviera pasando en el escenario. Atraían a los niños, a las madres, a los viejos, a los blancos, a los negros. Me conmovió de verdad. Ese es el público al que siempre me dirigí”.

En los tempranísimos ochenta, la New Wave eran muchas cosas muy distintas. Pibes con sacos de dos botones o chicas con medias de red y el rimmel corrido. Bandas afiliadas a los partidos de izquierda o bandas con sombreros de plástico y anteojos culo de botella. Incluso combos medio multitudinarias como Pride, que tocaban latin soul para poner a bailar a todos los estudiantes sin título del norte de Londres. Una tarde, sobre uno de esos colectivos de dos pisos, Sade fue abordada por el mánager. ¿Vos podés cantar?, le preguntó. La muchacha no se molestó ni siquiera para acomodarse el pelo. “Obvio”, respondió. “Y puedo componer canciones”.

Qué convicción. Sin educación formal como músico, Sade escribía letras y dibujaba las melodías en el aire cromado de Londres. En la formación de Pride, sin embargo, quedó atrapada en un punto equidistante entre las otras dos coristas y el cantante principal. Podían ponerle una capucha: nadie le sacaba los ojos de encima. “Cada vez que me subía al escenario, temblaba”, confiesa. “Estaba aterrorizada. Pero también estaba determinada a hacer lo mejor que pudiera. Decidí que, si me iba a dedicar a cantar, tenía que cantar de la misma forma en la que hablaba”.

¿Cómo hablaba? Pues bien, con la cabeza erguida como una esfinge y la boca cruzada por corrientes que llegaban bíblicas y se iban en tiempo presente. Polite en el sentido más británico de la palabra, pero éticamente incapaz de ceder un solo milímetro. En esa lengua, Sade pegó onda con el ala portuaria de la banda: Cooke, Mathewman y Denman. Tres muchachos de Kingston upon Hull que adoraban los mismos discos y hacían una exégesis armónica de sus canciones. Así, como acto de apertura para Pride, armaron un repertorio menos festivo de covers y algunas canciones propias como “Hang onto Your Love” y “Your Love is King”. Pride tenía los días contados.

En un abrir y cerrar de ojos, todos querían fichar ese numerito. RCA le pagó la grabación de un demo y CBS le puso adelante un jugosísimo contrato como solista. Somos una banda, advirtió Sade. Somos todos o ninguno. Para julio de 1984, el disco debut comenzó a llegar a todas las disquerías del Reino Unido y nadie sabía exactamente en qué batea ponerlo. “Smooth Operator” tomaba la parábola idiosincrática del tango y la invertía desde la intro con bongó y el saxo de telo. Aquí ya no se trata de la costurerita devenida en bacana, sino del piloto amado en siete idiomas durante las noches adamantinas. “Que el cielo lo ayude cuando caiga”, canta Sade. La venganza será un plato que se sirva frío, pero se cocina a fuego lento.

Como si fuera esos camioneros que tienen dos familias, Sade vivía dos realidades a cada lado del Océano Atlántico. En el Reino Unido, la banda era parte de toda la escena de pop sofisticado donde militaban The Style Council, Prefab Sprout y hasta los Spandau Ballet. Un poco después llegó Simply Red y se sintieron más a gusto. En los Estados Unidos, sin embargo, el sello decidió apostar directamente a las radios negras. La cantante puso sus reparos (“cuando vas a una discoteca, no hay barras de colores en la pista… ¿por qué debería aplicarse a las radios?”), pero la compañía no se equivocó. En un abrir y cerrar de ojos, Sade se convirtió en una contraseña para todas esas muchachas y muchachos del Bronx que celebraban con idéntica pasión el sexo conyugal o la mera trampa. Alguien, a ambos lados del océano, habló del estilo Quiet Storm: menos una música que un mood, donde cabía desde el Marvin Gaye de “Sexual Healing” hasta el “Careless Whisper” de Wham!. Nadie se quejó.

Sade se pasó los siguientes tres años construyendo su mundo. Desde la edición de Diamond Life hasta la gira de Stronger Than Pride, se comportaron como una banda más o menos tradicional. Sacaban discos cada un año y medio, rodaban videoclips, recibían premios de MTV, daban entrevistas. Puertas adentro, sin embargo, algo hacía ruido. “Si solo vas a la televisión o hacés videos, te convertís en una herramienta de la industria discográfica”, decía la cantante. “Lo único que estás haciendo es vender un producto. Es cuando me subo al escenario y tocamos que realmente entiendo el amor del público por esta música. Lo puedo sentir. Y, a veces, ese sentimiento me abruma”.

Bomba de humo. Sade estaba hasta en la sopa y de pronto no aparecía por ningún lado. Los rumores corrieron como un reguero de pólvora. Alguien la vio comprando ropa en una sucursal madrileña de El Corte Inglés. Alguien juró que se había casado en un castillo. Alguien la vio bailar en una discoteca y apenas pudo articular más nada porque era imposible mirarla a los ojos sin perder el habla. Así, en el preciso momento en el que todas la bandas de los ochenta envejecían un siglo completo en un solo día, Sade reapareció convertida en un concepto ajeno a todas las épocas. Editado en octubre de 1992, Love Deluxe llevó la música de la banda a un grado de sofisticación minimalista inédito. Canciones como “Feel No Pain” dialogaban con el alba del trip hop, pero estaban enterradas un par de capas geológicas por debajo de Bristol.

Visto desde cierta perspectiva, apenas si parecen canciones. Son modulaciones sobre una frecuencia en las franjas más profundas del deseo. Visto desde más cerca, el disco es una suite arreglada para bajo, voz y percusión. El teclado, las guitarras y el saxo entran como una medicina homeopática, preparada para modificar el metabolismo sin hacer alboroto. Así, mientras Madonna publicaba Erótica y nacía el concepto de la Súper Modelo, Sade Adu abría un canal de Intimidad Total. Claro que era hot, pero su sensualidad era un efecto colateral y admitía todos los matices. La clase de calor que se enciende con una buena cocina y el contacto visual sostenido. Es decir, una brasa.

Luego, como una ballena franca, tomó una larga bocanada de aire y volvió a sumergirse. Ocho años hasta Lovers Rock. Y desde ahí, una década completa hasta Soldier of Love. Siguiendo con esa lógica, ¿cuánto deberíamos esperar para el próximo? “Si está pasando algo importante en mi vida, no puedo simplemente apagarlo y ponerme a hacer un disco”, dice. “Por suerte, estoy en la posición de no tener que trabajar por necesidad, entonces pongo delante a mi vida como prioridad. Hace poco se enfermó alguien de mi familia y estuve ahí para cuidarlo. Para eso, no puedo dar un paso al costado. Podés cantar sobre algunas cosas pero, si realmente no las vivís, acaba por ser falso. Yo hago discos cuando siento que tengo algo para decir. No estoy interesada en lanzar música para sacarme el gusto de vender algo. Sade no es una marca”.