Dicen que el engañado es el último en enterarse. Que mientras se suceden las inequívocas muestras de la traición, ostensibles para cualquier persona cercana, el engañado desmiente una y otra vez las pruebas que confirman el embuste.
Sostiene la creencia en las mentiras; discute argumentaciones que intentan hacerlo “ver” lo que, consciente e inconscientemente, decide “no ver”; se enoja y reacciona con violencia cuando se lo confronta con las evidencias.
La negación, como mecanismo de defensa de los más primitivos, se erige con inusitada fortaleza, resistiendo los embates de la realidad, que aunque atravesada por lo imaginario, resulta más veraz que las fantasías del sujeto negador.
En el amor, el engaño supremo es creer que el otro ha venido para suturar nuestra incompletud estructural. “Ser lo que le falta al otro, eso es el amor. Ser lo que le falta al otro, si no, mejor suicidarse”, decía Philippe Julien, en el Seminario sobre el padre. (Montevideo. 1995. Inédito)
Recíprocamente, el otro del amor está llamado a ser quien ocupa el lugar de nuestra falta en ser, efecto resultante de la operación castración, que deja perdido para siempre al objeto a, y al sujeto, barrado.
El enamoramiento recubre por la vía del registro imaginario una falta imposible de recubrir en lo simbólico. El lenguaje, la inclusión del sujeto en su universo, lo deja irremediablemente castrado.
La construcción de un ideal responde al mismo mecanismo que el que opera en el enamoramiento: a ese otro investido libidinalmente por el sujeto se le asigna la función de ser quien suture la falta. Que ese mismo objeto ideal sea compartido por muchos otros sujetos, propicia y sostiene vínculos basados en la identificación por el ideal en común. Y estimula el odio contra quienes no comparten el mismo objeto como ideal.
Perder la ilusión en la existencia de otro que ostente ese lugar implica necesariamente volver a confrontarse con la propia incompletud.
Reconocerse engañado, ni siquiera por el otro, sino por la propia fantasía que lleva al sujeto a creer en el otro, produce un impacto narcisístico de tal magnitud que puede generar en el individuo desde bronca, enojo, odio, hasta autorreproches, tristeza, decepción y por sobre todo dolor psíquico. En el extremo, la depresión y la melancolía aparecen como los cuadros más severos consecutivos a las pérdidas de objetos libidinalmente representativos. Y esas pérdidas no sólo atañen a la pérdida del objeto, sino a la pérdida de las expectativas, ilusiones, apuestas que se sostenían en ese objeto.
Este recorrido nos permite acercarnos a la comprensión del fenómeno de la negación. Como tal, resulta una defensa contra la desilusión, contra la derrota del yo en su afán de querer creer que alguna vez encontrará su completud, el acceso al goce pleno, ilimitado, a través de otro al que recurre a tal fin.
El yo, eterno engañado (nada más engañoso que la creencia del yo en su propio ser) se resiste con uñas y dientes frente a las pruebas del engaño. Es capaz de inmolarse, y hasta de morir en el intento de creer que el Otro existe, que sus promesas serán cumplidas, que la felicidad estará, finalmente, garantizada.
Este mismo yo es el que atribuye a otros sujetos, a los que no tiene como sus ideales, la responsabilidad de sus incompletudes, de sus insatisfacciones. La culpa de todos sus males las tiene el otro, y no sólo eso, sino que además ese otro le ha dañado con toda intención. Por lo que, suprimido ese otro ladino y maldito, y amparado en el ideal, el yo renueva su ilusión eterna de ser y de tener todo, sin falta, sin restricciones, sin límites.
De este modo, el mismo esquema se reitera en el escenario político: miles de yoes frustrados por la incompletud estructural, se excitan frente a un personaje bizarro que les promete “la libertad”, como si hasta entonces hubieran sido esclavos de no se sabe qué emperador romano. Pero cuando el nuevo mesías comienza a dar muestras inequívocas de ser un farsante sin escrúpulos, estos miles de yoes enfervorizados construyen una muralla negadora, que los protege de la inmensa desilusión.
Todo aquel que intente, por la vía que sea, conmover esas creencias, esos fanatismos, esa obnubilación, que sostienen la promesa de felicidad, del amor ideal, de la completud, y pongan al yo de frente a su engaño, fracasará en el intento.
El dolor del desengaño es tan profundo, que antes de aceptarlo, el yo apelará a todos sus recursos para sostener la mentira, la más cruel de las mentiras, la que lo llevó a creer que el Otro sin barrar existe y que llegó para sanarnos.
Andrea Homene es psicoanalista. Autora de Psicoanálisis en las Trincheras. Práctica analítica y derecho penal. Ed. Letra Viva.