La semana pasada se combinaron dos hechos paradojales: la sanción de una ley bases que condena a nuestra nación a una primarización de su economía y el recuerdo de uno de nuestros principales próceres, Manuel Belgrano.
Los debates económicos en la Argentina de 1800 radicaban entre las rémoras de un mercantilismo que se había desarrollado junto al Estado absolutista; y la fisiocracia y sus ideas respecto al laissez faire. El primero surge en Inglaterra y postulaba una política económica fuertemente proteccionista. La segunda en Francia y se encontró asociada a la ilustración –algunos de sus representantes colaboraron en la enciclopedia de Diderot y D´alembert-. Los fisiócratas postulaban una nueva teoría del Estado que sería el encargado de impartir las leyes, administrar una justicia igualitaria y organizar la vida de ciudadanos libres. Rechazaban la intervención del Estado en la esfera económica, lo que hacía que la teoría encontrara serios problemas al enfrentarse a una sociedad real.
Los liberales fisiócratas
Estas ideas contagiaron el espíritu de la Revolución Francesa, por lo menos en sus primeros años. Mientras la asamblea debatía qué hacer en cuanto a los privilegios de la realeza y cómo articular una constitución, llevaba a una política de no intervención en cuanto a lo económico que, si bien pudo saciar el espíritu revolucionario y el resentimiento hacia el ancien regime, no logró solucionar el hambre de la población que ya venía sufriendo las consecuencias de la suba del precio de la harina que motivó gran parte de los enfrentamientos que llevaron a la toma de la bastilla.
Entre estas discusiones estaba el problema de la tierra y el sufragio. Frente a esto había dos posturas diferenciadas: la más conservadora era restringir el voto a los sectores despojados ya que, al carecer de propiedades o capital, no podían ser responsables ante las decisiones de una nación que comenzaba a pensarse en términos de propiedad privada.
La segunda, asociada a los sectores más revolucionarios era repartir las extensiones territoriales de la nobleza y hacer de todos los franceses “ciudadanos”. Acá encontramos el primer límite al proceso revolucionario por parte de la burguesía emergente: Si todos gozan de las condiciones para reproducir sus condiciones de vida en forma autónoma, ¿quién va a trabajar?. Como expresara Marx -contraponiendo el idealismo liberal- la revolución francesa formó parte del paso necesario entre el feudalismo y un capitalismo que precisaba obreros hasta ese momento propiedad de los señores; el mismo Adam Smith expresó en La riqueza de las Naciones que un siervo era más caro que un proletario.
Para 1792 el pueblo se había cansado de la mano invisible del mercado y, si la asamblea no fijaba precios máximos, lo hacía éste a punta de lanza; las ganancias que generaban para los productores iban en contra del hambre y los intereses generales de la población (resulta paradigmático el caso de Simoneau, alcalde de Etampes, quien en 1792 pagó cara su defensa del laissez faire).
Manuel Belgrano, el rebelde
Estos dilemas llegaron a las costas del Río de la Plata, donde la matriz geopolítica basada en la división internacional del trabajo ya estaba dada: las colonias aportaban las materias primas y el mundo “civilizado” la producción con valor agregado. Esto que para muchos resultaba (hasta aún hoy) normal, a algunos no les cerraba y Manuel Belgrano era uno de éstos.
Si bien había sido contagiado por el magnetismo que generaba la fisiocracia y el liberalismo de Adam Smith (movimientos asociados al progreso y que venían a dar por tierra los privilegios de una sociedad de castas), comprendía lo que esto implicaba para el desarrollo de una nación y la inclusión de todos los sectores en la economía. “La riqueza real de una nación está en su más alto grado cuando no está en necesidad de recurrir a otra para remediar sus urgencias. Las reglas que los diversos Estados establecen varían según la abundancia de las riquezas naturales y la habilidad de muchos para suplir por la industria los defectos de la naturaleza”, escribió en septiembre de 1810.
Asimismo, Belgrano proponía la necesidad de una reforma agraria a los efectos de hacer más productivo el suelo y extender la ciudadanía: “El que no puede llamar suyo a lo que posee, no puede disponer”, escribió. Al respecto, llamaba a expropiar los terrenos ociosos utilizados como casas de campo para recreo adonde existían extensiones de terreno baldío sin producir. Si la nueva concepción de ciudadanía estaba ligada a la tierra, entonces todos los ciudadanos debían tener derecho a ella.
Si comparamos nuestra historia a la de los Estados Unidos observamos que ambos países tuvieron un gran impacto migratorio durante los siglos XVIII y XIX, gozaban de grandes extensiones territoriales y un suelo sumamente fértil. Ello favoreció el desarrollo de un modelo primario a gran escala que en los Estados Unidos se tradujo en una producción algodonera -principalmente en los estados sureños- que abasteció a las necesidades de una Inglaterra en plena revolución industrial como a la incipiente industria del norte de ese país. La misma tensión que acecha nuestra nación -entre un sector que puja por una producción primaria y una burguesía industrial- se resolvió con la guerra de secesión y una lucha por la liberación de los esclavos cuya finalidad –al igual que en el proceso revolucionario francés- radicaba en las nuevas relaciones de producción y las necesidades de su burguesía naciente.
En Estados Unidos el triunfo del norte sobre el sur posibilitó el afianzamiento de un modelo industrial globalizado e hizo que se transformara en la primera potencia mundial. En Argentina, lamentablemente, las utilidades que brindaba una divisa cara y los rindes extraordinarios de un suelo privilegiado (como aclara David Ricardo) favoreció que los sectores vinculados a ésta y sus representantes (desde Rivadavia y Mitre hasta Martínez y de Hoz, Macri y Milei) lograran afianzar su poder y frenar todo intento histórico por desviar parte de estas al desarrollo de una producción con valor agregado.
Desde una visión romántica que apela a la naturaleza y justifica una división internacional del trabajo, utilizando como premisa modelos ecológicos referentes a la riqueza de nuestro suelo; a la construcción de una mitología nostálgica (la argentina potencia y su “decadencia”); el embelesamiento del sector terciario sobre el que se pusieron todas las voluntades durante los noventas, como si este pudiera suplantar un modelo de valor agregado y tecnificación; o el actual fetichismo tecnológico que tiene por protagonista a un capitalismo de startups, la economía digital y las fintechs sirvieron como excusa para sostener el statu quo. Respecto a lo último resulta paradójica la desfinanciación de las universidades, los institutos tecnológicos y de investigación que caracterizan a las naciones desarrolladas.
Haz lo que yo digo…
En el texto Patear la escalera, el economista surcoreano Ja Hoon Chang reflexiona respecto a los imaginarios del librecomercio que supuestamente hicieron grandes a naciones como Estados Unidos e Inglaterra. A través de un análisis histórico demuestra que “en sus estadios iniciales de desarrollo esos dos países fueron los pioneros y los más ardientes practicantes de medidas comerciales intervencionistas y de promoción industrial”, por lo que la “apertura económica” no es más que un mito del liberalismo. En este sentido propone que, en lugar de acatar lo que estas naciones proponen -especialmente hacia naciones en vías de desarrollo-, deberían copiar las políticas que estas naciones realmente aplicaron.
Curiosamente Manuel Belgrano proponía exactamente lo mismo: copiar a una nación como Inglaterra que en aquel entonces era el símbolo de la revolución industrial y el desarrollo. En este sentido enumera nueve principios fundamentales entre los que menciona:
*“El modo más ventajoso de exportar las producciones superfluas de la tierra es ponerlas antes en obra o manufacturarlas”.
*“La importación de las materias extranjeras para emplearse en manufacturas, en lugar de sacarlas manufacturadas de sus países, ahorra mucho dinero, y proporciona la ventaja que produce a las manos que se emplean en darles una nueva forma”.
*“La importación de mercancías que impiden el consumo de las del país, o que perjudican al progreso de sus manufacturas y de su cultivo, lleva tras sí necesariamente la ruina de una nación”.
*“La importación de las mercaderías extranjeras de puro lujo en cambio de dinero, cuando este no es un fruto del país, como es el nuestro, es una verdadera pérdida para el Estado”.
En su Teoría General del Empleo, J. M. Keynes dedicó un capítulo para desenterrar un mercantilismo que, al calor de las propuestas liberales, había adquirido mala fama y, sin embargo, muchas de sus políticas económicas podían ser acertadas. Hoy Alemania subsidia empresas producto de la pérdida de un insumo vital como es el gas -causa de su posicionamiento en la guerra en ruso-ucraniana-, Macron proclama abiertamente medidas que protejan los productos europeos frente al resto del mundo, sin mencionar a Brasil y China, potencias en ascenso, producto de un Estado presente y la planificación de sus economías (quizá los gobernantes de estas naciones no se hayan percatado respecto a la conveniencia de aplicar políticas auguradas treinta años atrás con el consenso de Washington y la caída del muro de Berlín).
Más allá de las locuras de un tipo como Donald Trump (potencial ganador de las próximas elecciones norteamericanas) su discurso económico se encuentra asociado al retorno al modelo fordista que hizo “grande a América”. Esto implica la protección de la industria nacional, alicientes para la repatriación de empresas radicadas en naciones en desarrollo y aranceles a los productos baratos de naciones competidoras como China.
En ningún momento nuestro presidente se propone copiar a las naciones desarrolladas ¿Qué es lo que ve entonces cuando dice admirar al ex y posiblemente futuro presidente norteamericano? ¿Admira las propuestas de crecimiento que propone para su nación o simplemente su enriquecimiento personal y su forma de ejercer el poder?. En su investidura presidencial debería ser lo primero, aunque resulta extraño cuando su única política económica es regalar nuestros recursos (naturales y humanos) al mejor postor (ni siquiera en Chile se vende tan barato el litio o el cobre), desincentivar a las pequeñas y mediabas empresas, desde la eliminación de todo subsidio a los servicios vitales para éstas o la facilitación a las empresas extranjeras a través del RIGI.
“Sin industria ningún pueblo ha poseído abundantemente el oro y la plata, que son las riquezas de convención” escribió Belgrano. Sustituyamos oro y plata por dólares y nos encontramos ante el principal problema de la argentina actual. La historia mitrista se ha encargado de vaciar su figura de contenido, tornándolo en una imagen cristalina, alejada de conflicto y cuya única virtud parece haber sido la creación de una bandera.
Todos estos son buenos interrogantes para hacernos en una semana en que se lo recuerda y reflexionar un poco más acerca de sus ideas.
*Docente en Economía Política de la Universidad de Palermo y en Comunicación en UBA y UCES.