a Quique Piacente
£Hace poco Horacio González escribió una carta a Philip Marlowe que apareció como contratapa en Página/ 12. El texto abordaba, según mi humilde modo de leer, la pérdida, la ausencia, la melancolía. Apenas vi impresa la dirección del envío (Los Ángeles/ California/ Poste restante) se me presentó un dilema.
Hasta donde sé, dos argentinos conocieron a Philip Marlowe, dos escritores: uno fue el queridísimo “gordo” Soriano, que logró convencer en su hora a los dueños del diario La Opinión para que lo enviaran a Europa y, ya de vuelta, arreglárselas para llegar a Los Ángeles e investigar las peripecias de Laurel y Hardy. Allí, en el mismísimo cementerio de Forest Lawn conoció a Marlowe y registró sus andanzas en el libro: Triste, solitario y final; el otro, también periodista y poeta, más cercano y no poco menos querido, fue Carlos Alberto “Gary” Vila Ortiz. De su relación con Marlowe queda Philip y Raymond, dos Homenajes donde comparte textos junto al negro Ielpi. Además, Marlowe lo visitó en Rosario. Una pequeña crónica da cuenta fragmentariamente de esos momentos (“Gary Blues” contratapa Rosario 12 del 3/06/2014).
Bien que el secreto mejor guardado de “Gary” haya sido, quizá, la dirección de retiro de Phillip Marlowe y que este cronista inquieto la haya podido retener en condiciones que no vienen al caso comentar aquí, lo cierto es que yo sabía que la carta no iba a llegar a destino, que se iba a perder, que a lo sumo quedaría varada en un buzón despintado con la forma de un pájaro carpintero a quien un muchachito ha acertado un hondazo en el pico, o mejor, en depósitos de objetos vagamente perdidos en una enumeración benjaminiana.
¿Pero debía intervenir? Lo consulté muchísimo. Primero en soledad, con resaca de alcohol después, en madrugadas con amigos que solícitos me prestaron su casa y su consejo (el jazz en un viejo equipo Technics, sus libros amarillentos, las locuras propias de unos paladines de la lectura y la ética bohemia). Por fin, hice algo de lo que espero no arrepentirme. Recorté la carta, agregué a modo de obsequio un librito de ajedrez con el Campeonato del mundo de 1927 disputado en Buenos Aires, según la edición de Sopena y una esquela, donde rogué, no en mi nombre ni en el de ninguno de los que padecemos hoy un estado de cosas que Horacio González ha descripto con absoluta claridad y una prosa inmejorable, sino en el de los poetas perdidos, los que no tuvieron otra forma de luchar más que su pluma y la imponderable palabra.
Ayer, llegó esta carta que voy a transcribir ahora en la parte que tiene mayor interés para nuestro asunto.
“Parece ser que el cine ha podido convencerlos de que sigo en ese año en el que alquilaba una casa en la avenida Yucca, el año del caso Lennox. Yo mismo suelo llorar de risa al ver la película de Robert Altman con Eliott Gould y creer que el tiempo no pasa. Ciertas desilusiones son como la abstinencia: el mundo cambia, se vuelve más opaco, la gente que uno conocía se torna extraña, uno pierde amigos…
Estoy bastante alejado del mundo, pero eso no es ninguna novedad porque lo estoy desde que nací. Sin embargo, cada mañana empieza todavía con una taza de café y una ducha caliente.
Por lo poco que entiendo, en el país de ustedes, la sociedad camina tan lento como un gato. Probablemente a todos nos pase una vez que un conjunto de intuiciones tarda bastante en ser experiencia. Yo he aprendido mucho a los golpes, se lo aseguro. ¿Me dicen que los medios de comunicación social se complacen en el silencio ante el retroceso colectivo? ¿Y qué esperaban que hicieran? Díganme algo nuevo, por favor. Los gobiernos- exceptuando al gran hombre que aparece y pasa fugaz por la Historia- son decorados tras los cuales se agitan fuerzas poderosas y oscuras. Los pueblos eligen, pero los candidatos necesitan posicionarse con el dinero que proveen los grandes intereses y éstos, después, piden algo a cambio. El poder de esa maquinaria de dominio es tal que no requiere ni siquiera hacerse explícito. Simplemente, no tienen necesidad de hacerlo.
¡Pero ustedes se han dado cuenta de eso! Algo quedó a la vista como nunca en estos tiempos, una comedia en la que se desnudaron las máscaras de la vieja artimaña de los “malos” que es hacernos creer que puede existir una sociedad digna, ocultando las condiciones materiales sobre la que se levanta ese proceso de dominación.
Yo tengo tanta conciencia social como la de un caballo, pero sí creí tener una conciencia personal y hacer uso de ella. De vez en cuando, cansado de que nadie acabe con las Mafias me resigné a pasarles un truco sin demasiado riesgo, a quitarles algo que querían mucho, porque después de todo ellos actúan como “hombres de negocios” y no se iban a tomar tanto trabajo conmigo (costo-beneficio, le llaman).
Lo que queda detrás de ciertos adioses es esa conciencia que vuelve con los principios al pie. Eso ya es un triunfo. ¿No lo cree así? Beberemos por ese regreso, un gimlet o un destornillador, a la hora del té, por supuesto.
Hasta aquí llegué.
Usted me ha dado una excelente excusa para volver a jugar al ajedrez y se lo agradezco. Aunque noto que el autor del libro que me envió está inclinado a pensar que Capablanca perdió el campeonato por comportarse como un juerguista. Nada más lejos de la realidad. Capablanca ya lo sabía todo. Mirando el tablero clavado en la jugada 82 de la última partida, pienso que aún podría entrar a la sala y en medio del rumor escéptico de todos, mover una pieza y hacerse del triunfo.
Suyo, Philip Marlowe.”