A los 60 años de edad, Trond Sander está en el crepúsculo de su vida. Se cree más viejo de lo que su cuerpo le podría decir. Vive alejado en una casa del bosque noruego, con su perro. Le gusta eso; la soledad, la oscuridad que se estira en los inviernos, el frío. Una noche, un hombre aparece en su casa para pedirle ayuda. Lo que podría ser el disparador de una novela policial, se diluye en la voz del narrador que viaja hasta su infancia para despejar y reflexionar sobre la muerte del hermano de un viejo amigo.

Nacido en Oslo, Noruega, en 1952, Per Petterson publicó Salir a robar caballos en el año 2002, y se convirtió en un éxito de ventas. La historia de un hombre que repasaba la relación con su padre, viajaba y volvía del pasado al presente, en un tiempo alterno entre la posguerra de 1948, y el presente de fin de milenio, supuso un cimbronazo, un regreso a una determinada literatura vital y poco demagoga. La novela se tradujo a cincuenta lenguas. Su autor mismo había tenido una vida de novela, más cercano a los autores norteamericanos de la generación perdida, que a los scholars que cada año arrojan al mercado laboral las universidades prestigiosas de los países nórdicos; albañil, librero, empleado, ocasional traductor y periodista sin método. Peterson trabajó hasta los 35 años como librero, cuando finalmente pudo publicar su primer libro de cuentos.

La aparente sencillez en la trama de Salir a robar caballos se complejiza cuando el narrador, en primera persona, indaga sobre los vínculos afectivos, las relaciones padre e hijo y la relación con la naturaleza: “Creo que moldeamos nuestras vidas, como la he moldeado yo, de acuerdo a lo que importa, y eso es una verdadera responsabilidad. De todos los lugares a los que pude viajar, tuve que terminar precisamente acá”. Solo, alejado en una casa del monte, Trond Sander especula sobre el tiempo, la noche y la forma de relacionarse. Y, sobre todo, recuerda a su padre. Hay un tiempo, señala el narrador, en donde nos damos cuenta de que nuestros padres no fueron tan perfectos como pensábamos. Y en esa revelación se esconde el verdadero sentido de una búsqueda interna.

La figura de Trond, en ese mundo flotante, entre el pasado y el presente, entre la naturaleza que acecha y modifica, que ofrece las mismas posibilidades que quita, construye una pausa reflexiva sobre su recorrido y las dificultades que tuvo en vida. El propio autor vivió, en el año 1992, una tragedia familiar; su madre, padre, hermano y sobrino murieron en un incendio. Petterson abordó el tema en su cuarta novela titulada, en inglés, In the wake. Hombres rotos, apartados del entorno social, alejados (poco psicoanalizados, diríamos en Buenos Aires), constituyen las tramas de sus novelas. En ese sentido, se asemeja a las problemáticas de las novelas de Karl Ove Knausgard en la saga autobiográfica titulada Mi Lucha (autor con quien la crítica lo suele comparar). En ambos casos, la literatura funciona como una puerta cerrada y cuando se abre lo hace a un mundo que se plantea como un lugar de verdad entre la intimidad y la esfera social; aquello que se cuenta sobre la propia vida constituye el centro de una verdad gravitatoria, ajena a los mecanismos de la ficción. Dice Trond: “A la gente le gusta que le cuentes cosas, en la cantidad adecuada, en un tono humilde y familiar, y creen que así te conocen, aunque se equivocan, saben de ti porque averiguan los hechos, pero no conocen tus sentimientos ni lo que piensas sobre las cosas ni saben lo que has pasado y lo que has decidido para convertirte en quien eres. Lo que hacen es rellenar los huecos con sus propios sentimientos, opiniones y suposiciones, y así componen una vida nueva que tiene bien poco que ver con la tuya".

Pero Petterson no muerde el palito (que cada tanto suele morder Karl Ove Knausgard) del exhibicionismo sino que busca construir imágenes simbólicas que se despeguen de la reflexión o de la indagación analítica. En el segundo capítulo, el primer flashback extenso del libro, Trond sale a robar caballos con su amigo Jon, un chico mal visto en el pueblo, con quien sólo roba los caballos para montarlos y abandonarlos. Subidos a un árbol, encuentran el huevo de un pájaro en un nido. Trond mira la delicadeza del huevo, la sostiene en la mano y reflexiona sobre la posibilidad de que eso tan extraño y anodino pueda, eventualmente, con el calor adecuado, gestar una vida. Su amigo toma el huevo y lo deja caer. La imagen construida por Petersson impacta y se imprime, apela a una emoción muy simple, la maldad que subyace a los actos que hacemos. Pocas páginas después, Jon mata de un tiro a su hermano Lars, sin quererlo.

La novela puede leerse como una reflexión sobre la posguerra; las relaciones familiares destruídas por hombres destruidos que volvían del frente de batalla. Infancias criadas en el silencio y en la falta absoluta de afectos, gobernadas por un pragmatismo sobreviviente. Trond, como narrador, parece preguntarse: Si miráramos con sinceridad y profundidad a nuestro pasado, ¿encontraríamos un lugar de felicidad? ¿Podríamos entrever las acciones que nos llevaron a una determinada consecuencia? Esas decisiones tomadas, ¿Qué clase de fantasmas crearon? Lo fantasmático guía la vida de Trond, acechado por la presencia constante del pasado y las imágenes de miedo y desamor que condicionaron su presente. Desde ese lugar, de intimidad rota, de falta de secuencialidad en las acciones, de digresión aleatoria, es hacia donde conduce el relato de Petterson que por momentos actualiza sin miedo al ridículo el antiguo (viejo y querido) existencialismo como axioma narrativo: “Nunca he tenido muy buena opinión de la gente que cree que el destino rige nuestra vida. Se quejan, se lavan las manos y suplican compasión. Yo pienso que nosotros mismos creamos nuestra vida, yo por lo menos he creado la mía, para bien o para mal, y asumo toda la responsabilidad”.